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Origen

🌟🌟🌟🌟


Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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Reencuentro

🌟🌟🌟

"Inespelado" es el neologismo que inventó Luis Piedrahita para definir al amigo de juventud que uno se encuentra años después por la vida y que tarda en reconocerse porque su cabello ha decidido echar raíces en otro lugar. Y uno, en ese páramo desolado, resbala la mirada sin encontrar un asidero que le devuelva su nombre y apellido, o, al menos, el mote vejatorio que fulano arrastró durante años como hizo el Cireneo con la cruz de nuestro Señor.

    En Reencuentro, que es la segunda película que dirigió Lawrence Kasdan, todos los amigos que se reúnen en el funeral de Alex lucen un cabello sanísimo, americano, sin asomo de caspa o de abandono del hogar. No hay inespelados, ni inespeladas, entre estos treintañeros que sólo llevaban una década sin verse las caras y que en la iglesia donde se celebran las exequias se reconocen sin esfuerzo. Han tenido hijos, se han posado en varias flores, han visitado alguna clínica para descarriados, pero en líneas generales siguen siendo los mismos hombres incorregibles, y las mismas mujeres archisabidas.


    Tras el entierro, los reencontrados pasan el fin de semana en casa de Harold, que es algo así como el líder espiritual, como el jefe de la manada, y allí filosofan sobre la vida y mariposean sobre los recuerdos. Esta gente no hizo la mili, así que nos ahorramos las anécdotas sobre borracheras y sargentos chusqueros, pero sí vivió las movidas universitarias en los tiempos de Vietnam, y del flower power, y con eso tienen material de sobra para alargar las sobremesas y las veladas. Que si el porro, que si el polvazo, que si las hostias que nos daba la Guardia Nacional... Además, como todavía son liberales y enrollados, los huéspedes de Harold se dedican, en los tiempos muertos, a acecharse sexualmente en el jardín, o en las alcobas con pestillo echado.

    Y así, entre comidas muy sanas y recuerdos muy jugosos, entre canciones de época y polvos de aquí te pillo, transcurren las horas muertas de los reencontrados, que no parecen, la verdad, muy afectados por la ausencia de Álex, como si este desgraciado hubiera sido el último gato de la pandilla, el amigo del fondo, el comensal prescindible. Y es aquí, en esta indefinición, en esta atonía, donde Reencuentro se va un poco por el sumidero. No hay drama, ni comedia, ni apenas existencialismo postmortuorio. Este espectador -que confiesa haberse dormido en algunos tramos -no acabó de entender la moraleja, la intención última de la película, más allá de que unos amigos parlotean hasta las tantas con la oculta intención de no volver a verse en mucho tiempo.






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