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The Wire. Temporada 5

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Ayer mismo me quejaba con T. de esta esclavitud moderna de las series de la tele, que nos chupan el tiempo como vampiros insaciables. ¿Qué fue de cuando leíamos libros, y veíamos películas, y dormíamos una hora más en la madrugada? ¿De cuando la tentación última de la jornada era el sexo con la señora, o con el señor, y no los siguientes capítulos de una serie inaplazable e inabarcable?

    Las series han cambiado nuestros hábitos culturales, y no sólo eso: creo que nos están haciendo personas distintas, no creo que mejores. Vivimos apalancados, adosados al sofá o al respaldo de la cama. Decía Charles Bukowski que algún día naceríamos sin piernas de tanto usar las escaleras mecánicas. Y yo vaticino que si la Edad de Oro de las Series no pasa de moda, o nadie le pone remedio desde el Ministerio del Tiempo, nuestros nietos ya van a nacer directamente en los sofás, enraizados como árboles. Yo siempre soñé con una vida que fuera saltando de la cama a la vida y de la vida a la cama, en un dulce retozar. Y pasar por el sofá lo mínimo imprescindible: dos horas al día, como mucho, para ver el fútbol o la película del Plus. Eran sueños de un tiempo caducado.

    Pero eso sí: cuando llegue el tiempo de la liberación, y quememos los DVD en las hogueras, y se proscriban todas las plataformas digitales, que no me toquen “The Wire”. Habrá que redactar una ley ex profeso para protegerla. Declararla, junto a otras series incuestionables, un Bien Cultural de la Humanidad, o un Patrimonio, lo que sea, Preservarla de la vesania de las clases populares, que algún día regresaran a las salas de cine y a los prados de las fiestas, y no distinguirán la trufa de la mierda cuando se pongan a despotricar de las series que nos alienaban. 

    “The Wire” tiene que ser conservada en todos los formatos posibles, analógicos o digitales, tangibles o etéreos. Servir de ejemplo para recordar que una vez se hicieron series no para robarnos el tiempo sin más, como ladrones que entraban por la ventana, sino que pretendían ampliar el listado clásico de las artes. Porque “The Wire” es una obra de arte. Una pieza de museo, y un motivo de nostalgia.


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Cuestión de sangre

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Si lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río fue brindar con el espejo y decir qué tío, nuestro amigo Matt, al llegar a Marsella, lo primero que hizo fue dejar las maletas y reunirse con ella.

Pero ella no es la amante francesa, ni la espía internacional, sino su hija, la desgraciada Allison, en versión muy libre de las desventuras reales de Amanda Knox. La hija de Matt lleva cinco años encerrada por un asesinato que al parecer no cometió, y en eso, ya que estamos en Marsella, es como Edmundo Dantés en El conde de Montecristo, sólo que Allison está encerrada en tierra firme y Edmundo lo estaba en el islote de If, tan lejos y tan cerca.

Matt es el padre coraje, el americano impasible, el hombretón curtido en las plataformas petrolíferas que ha desembarcado en Francia para demostrar que una chica de Oklahoma no puede ser culpable de nada, y menos en Europa, donde pagan con euros, juegan al soccer y no hay machos que le aguanten una pelea a no ser que se junten unos cuantos, y le acorralen como hienas. A ratos no parece Matt Damon, el padrazo, sino Jason Bourne, el agente redivivo. Otras veces, aunque la película no la dirija M. Night Shyamalan, yo creo que en realidad su personaje está muerto, y que es su espíritu el que visita a su hija, y pelea con los abogados, y ronda las calles buscando al verdadero asesino. Porque al igual que Bruce Willis en “El sexto sentido”, Matt jamás se apea la gorra, ni las gafas de sol, ni la cazadora de americano, en la que quizá lleva dos pistolas sin acordarse de que Marsella, Francia, no es lo mismo que París, Texas, y que aquí las pistolas sólo las pueden llevar los policías, y los diputados de VOX, al otro lado de la frontera.

Sí, bueno, estoy un poco de coña, porque la película es un poco tonta, entretenida y prescindible al mismo tiempo. Menos mal que sale una actriz muy bella que es descendiente directa de Cyrano de Bergerac -por lo de nariz, digo- pero que pinta los interludios con un extraño magnetismo, prendada del gran héroe americano pero al mismo tiempo sabedora de que todos los hombres, americanos o franceses, españoles o pedáneos, cuando se detienen a pensar dejan una cagada, como los patos.





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La voz más alta

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Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y  Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.



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Win Win

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"Ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar", dijo Luis Aragonés en aquella rueda de prensa de la Eurocopa. Lo dijo cuatro veces, y con mucho énfasis, porque él era un entrenador prestigioso y llevaba en volandas a un grupo de futbolistas excepcionales. 

En Win Win,  la película de Thomas McCarthy, Paul Giamatti es un entrenador de lucha libre que dirige a los alumnos más flacos de New Jersey, y por eso, cuando compite contra los institutos del vecindario, sólo se atreve a repetir dos veces lo de ganar, win win, y con la voz muy bajita, porque ni él mismo se cree tamaña ensoñación. Y es raro, porque estar casado con Amy Ryan debería ser motivo suficiente para encarar cada día con alegría. Pero el bueno de Giamatti, en Win Win, vive asediado por las deudas, que no le dejan dormir, y por el peso insoportable de la pitopausia, que a veces le corta la respiración. Sus mañanas son un pequeño infierno que transita trabajando y haciendo números con la calculador. Es luego, por las tardes, cuando encuentra el alivio enseñando rudimentos a esa panda de luchadores famélicos. 

Su equipo pierde un sábado sí y otro también, pero en la rutina del gimnasio y de la competición Giamatti olvida los problemas pecuniarios y la caducidad del organismo. Pero perder cansa, vaya que si cansa, y cuando Giamatti empieza a notar que esa pequeña ilusión también se le marchita, aparece en su vida Kyle, un adolescente problemático que destroza a los rivales sobre el tapiz sin apensas esforzarse. De la mano de Kyle llegarán las victorias, pero también innumerables problemas en la vida real,  y Giamatti, que le ha cogido el gustillo a eso de triunfar, tendrá que hacer malabarismos chinos entre su aprecio por Kyle y su vieja armonía sociofamiliar. 

    Giamatti se verá envuelto en varios dilemas morales que son la enjundia de Win Win, esta película simpática, correcta sin más, que nada hacía presagiar que cuatro años después Thomas McCarthy nos regalaría esa obra maestra de la investigación periodística que es Spotlight.


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The visitor

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Son tantas ya, las películas, y tantas, las noticias, que a veces la realidad se cruza con la ficción y ambas se anudan, y se persiguen, y uno ya no sabe si está viendo la película que escogió o el telediario que todavía no ha terminado.

    La noche pasada, por ejemplo, yo estaba viendo otra vez The visitor. Por las catacumbas de mi memoria vagaba el fantasma de Richard Jenkins tocando el djembé en un parque de Nueva York,  sacándose unas pelas innecesarias porque él era un importante profesor de universidad, o algo así. De hecho, en mi tontuna, en mi desgracia neuronal, yo creía recordar que The visitor era la historia de un hombre maduro que se adentraba en el misterio de la música para sentirse vivo de nuevo, como Nanni Moretti en Caro Diario.

    Pero The visitor no iba de eso. Por un azar del destino, el personaje de Richard Jenkins conoce a una pareja que vive sin papeles en Estados Unidos. Ella, senegalesa, vende baratijas en el rastrillo, y él, sirio, toca el djembé en los garitos nocturnos. La desgracia de Tarek es que además de ser sirio tiene cara de sirio, y eso, en Estados Unidos, después del 11-S, es un terrible problema que te puede costar caro si no llevas los papeles en regla, y a ser posible entre los dientes, para cuando te los exija el sheriff armado de turno. Son cosas de los americanos -piensa uno al acostarse- tan insensibles y paranoicos. Pero pocas horas después, al despertar, uno desayuna con la noticia de que están empezando las deportaciones pactadas por la UE. Los están barriendo, literalmente, a los refugiados sirios, como quien barre bichos de la cocina hacia las fronteras de Turquía.  Era una vergüenza lo que ocurría en The visitor, y es una vergüenza lo que está ocurriendo esta misma mañana nueve años después de la película, al otro lado del mar, sin que el papel de los malos lo desempeñen unos americanos de expresión hosca y gatillo fácil. 



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Vías cruzadas

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Ocho años antes de jugarse el pellejo en Juego de Tronos, Tyrion Lannister llevaba una vida secreta vendiendo trenes de juguete junto al anciano Henry, en la vieja tienda del barrio. Una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada, Henry fallece de un infarto, y Tyrion Lannister se ve obligado a cambiar de aires y de menesteres. El viejo Henry, que no le olvidó en sus últimas voluntades, le ha legado un cuchitril que hace las veces de apeadero en medio de la nada, al lado de una vía férrea que atraviesa el estado de New Jersey. Con una mano delante y otra detrás, Peter Dinklage tendrá, al menos, el consuelo de ver pasar los trenes. Igual que otros matamos el aburrimiento viendo películas o aficionándonos a cualquier deporte que pasen por la tele, nuestro personaje salva los días estudiando los mil pormenores de los ferrocarriles norteamericanos, como un idiot savant que en este caso no tiene nada de incapacitado. 

    Cuando todo hace presagiar un futuro de anacoreta obsesivo, aparecen en el apeadero dos personajes que también caminan sin brújula por la existencia, y que van a fraguar una bonita amistad con sabor final a ménage à trois: un vendedor de truck food que se ha buscado la peor ubicación comercial del planeta, y una mujer en fase depresiva que siempre pasa por allí camino de sus quehaceres, atropellando a los viandantes con sus antológicos despistes al volante. Es por eso que aquí en España, sin desviarse mucho de la sustancia, alguien tuvo la feliz ocurrencia de titular la película Vías cruzadas, porque lo que sucede en el apeadero es que tres trenes que vagaban sin horario y sin rumbo colisionan amigablemente para fundirse en un abrazo, y reposar el amasijo de hierros lamiéndose las heridas, y escuchándose las penas. Una bonita y tontorrona historia de amistad con la que empezó a hacer fortuna Thomas McCarthy, el tipo que nos regaló la mejor película del año, Spotlight, de la que todavía se habla largo y tendido en los conciliábulos cinéfilos y anticlericales. Le tenemos muy presente en nuestras oraciones, a don Thomas.




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Spotlight

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Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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