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Te quiero para siempre

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Te quiero para siempre es una película de irónico título, porque en ella, a fin de cuentas, nadie se quiere para siempre. Unas veces por capricho y otras por imponderables de la vida, sus protagonistas se ven obligados a desdecirse continuamente de sus juramentos de amor. Es una película invernal, de gruesos abrigos, de cielos plomizos, de hospitales blanquísimos, de una amargura exquisita y muy civilizada. 

Me gusta ver películas danesas. Dogmáticas del dogma, o clásicas en su estilo, todas enseñan un país donde las cosas parecen funcionar. A veces me fijo más en el contexto de los daneses que en los daneses mismos que sufren y parlotean. Uno ve que allí los hospitales están limpios, que los pisos son coquetos y funcionales, que la gente va en bicicleta por las calles sin dar por el culo al personal, y sin ser ellos mismos, dados por el culo. Se ve que en Dinarmarca la gente es educada, y que son europeos de pura cepa. Son liberales, follan mucho más que aquí y hablan inglés con una facilidad envidiable. Definitivamente mola, Dinamarca. Hay nieve, tambièn, para aburrir, y yo echo mucho de menos la nieve de mi infancia, de cuando caía en León y no paraba.

Si algo huele a podrido en Dinamarca no sale, desde luego, en sus películas. Yo querría vivir en un país así: liarme la manta a la cabeza y plantarme allí, en medio de una plaza limpísima con tranvía y bicicletas, a buscarme la vida, con mi inglés macarrónico, con mi castellano correcto, como hacen esos tipos que salen en Españoles por el mundo, que desesperados de la vida compraron un billete de avión, se liaron con una rubia guapísima y ahora fardan de empleo ecológico, casa de madera e hijos de postal que juegan al ajedrez y hablan tres idiomas. Pero sé que eso nunca sucederá: soy demasiado burgués, demasiado vago. Merezco vivir en este horno ibérico donde se nos recuecen los últimos vestigios de civilización. Dinamarca es un sueño más de los que me regalan las películas, de vez en cuando.




           
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