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True Detective. Temporada 3

🌟🌟🌟

La Terrorífica Trinidad de nuestra infancia la conformaban el Coco, el Sacamantecas y el Hombre del Saco. Tres hijos de puta -el primero fantasmagórico, los otros dos al parecer de carne y hueso- que rondaban las calles para secuestrar a los niños que no regresaban a casa cuando anochecía. Nuestras madres -que no daban abasto en un tiempo sin lavadoras automáticas ni microondas en la encimera- no tenían que asomarse a las ventanas para gritarnos que ya eran las seis y media, en invierno, o las nueve, en verano. Nosotros mismos, acojonados, llamábamos al portal nada más ponerse el sol tras la última loma, como si viviéramos en Transilvania y los vampiros surgieran automáticamente de las alcantarillas.

    El Coco era un fantasma que llevaba por cabeza una calabaza, o un coco propiamente dicho, y aunque su aspecto tenía que ser para cagarse por las patas abajo, si aparecía de sopetón, era, en principio, el más inofensivo de la trinidad. Decían de él que sólo hacía uuuh, tendía las manos y te dejaba como mal mayor la temblequera en el cuerpo. Los verdaderamente peligrosos eran los otros dos, los que podrían haber salido en una temporada de cualquiera de True Detective. Una versión a la española, con niños perdidos  en los páramos de Castilla, o en las nieblas de Galicia, y dos detectives autonómicos, o picoletos, de gomina en el pelo y palillo en la boca, siguiendo su rastro en un Seat 131 mientras filosofan sobre la liga de fútbol o sobre la transición a la democracia. Que se las tengan tiesas, de vez en cuando, con un reportero de El Caso que vaya publicando las migajas de la investigación.

    El Sacamantecas, al parecer, fabricaba jabones para las familias más ricas de la ciudad, que apreciaban mucho el tacto de las grasas arrabaleras, y el Hombre del Saco, a falta de más información, te introducía en el saco para llevarte a esos mismos pisos de lujo con fines ambiguos que nuestros padres jamás nos aclararon, y que nosotros -pardillos de otra época, desinformados del intríngulís humano- jamás imaginamos que pudieran ser de motivación sexual. No hubiéramos entendido nada, y nos hubiéramos partido de la risa, además. "¿Un viejo que me quiere tocar el pito'? ¡Ja, ja, já...!" Eran, decididamente, otros tiempos.




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Somewhere

🌟🌟🌟🌟

Intuyo que Sofía Coppola sabe muy bien de lo que habla en Somewhere. Pero sólo lo sé yo, al parecer, y otros tres gatos que maullamos en el callejón de sus admiradores. Donde otros espectadores sólo han visto un ejercicio de estilo, un vacío de argumentos, una pedantería de niña pija que cuenta los ambientes del pijerío, yo, que a lo mejor tengo una sensibilidad especial con ella, o que simplemente veo intenciones donde no las hay, he visto en Somewhere una película muy sentida y muy personal.

    Supongo que hay algo de Sofía Coppola en esa niña que viaja con su padre por los festivales del ancho mundo, y que también sufrió los temblores de un matrimonio muy mal avenido. Supongo, también, que Sofía ha conocido -o incluso padecido en sus propias carnes- a tipos muy parecidos al Johnny Marco de Somewhere, el actor divorciado y abúlico que malgasta su tiempo libre en vicios que no le conducen a ninguna parte. Dijo una vez George Best: “Gasté mucho dinero en mujeres, alcohol y coches. El resto lo malgasté”. Y como él, Johnny Marco frecuenta mujeres de infarto, vive agarrado a la botella y dilapida sus millones en la compra de automóviles de alta gama, aunque en la película siempre le veamos conduciendo el mismo Ferrari de color negro. Un coche que viene a ser la metáfora automovilística de su vida, pues todos sus viajes, aunque el motor brame impetuoso y joven, terminan siendo erráticos y circulares.

    Pero a medio metraje, cuando la película ya nos ha mostrado su vida decadente y desnortada, aparece el personaje de su hija para rescatarle del vacío existencial. Del desenfreno sin sentido. Pero claro: con una niña así es mucho más fácil disfrazarse de padre responsable y molón durante mcuhos días. Cleo es una hija pluscuamperfecta que estudia sus asignaturas, lee novelas de vampiros y prepara sofisticados desayunos en la cocina. Patina como los ángeles, se desenvuelve en sociedad, es inteligente y perspicaz, educada y limpia. Jamás saldrá en Supernanny llamando hijoputa a su padre porque le ha quitado el móvil mientras cenaba, o estrellando los platos contra el suelo cada vez que tocaba comer verdura. 



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