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Win Win

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"Ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar", dijo Luis Aragonés en aquella rueda de prensa de la Eurocopa. Lo dijo cuatro veces, y con mucho énfasis, porque él era un entrenador prestigioso y llevaba en volandas a un grupo de futbolistas excepcionales. 

En Win Win,  la película de Thomas McCarthy, Paul Giamatti es un entrenador de lucha libre que dirige a los alumnos más flacos de New Jersey, y por eso, cuando compite contra los institutos del vecindario, sólo se atreve a repetir dos veces lo de ganar, win win, y con la voz muy bajita, porque ni él mismo se cree tamaña ensoñación. Y es raro, porque estar casado con Amy Ryan debería ser motivo suficiente para encarar cada día con alegría. Pero el bueno de Giamatti, en Win Win, vive asediado por las deudas, que no le dejan dormir, y por el peso insoportable de la pitopausia, que a veces le corta la respiración. Sus mañanas son un pequeño infierno que transita trabajando y haciendo números con la calculador. Es luego, por las tardes, cuando encuentra el alivio enseñando rudimentos a esa panda de luchadores famélicos. 

Su equipo pierde un sábado sí y otro también, pero en la rutina del gimnasio y de la competición Giamatti olvida los problemas pecuniarios y la caducidad del organismo. Pero perder cansa, vaya que si cansa, y cuando Giamatti empieza a notar que esa pequeña ilusión también se le marchita, aparece en su vida Kyle, un adolescente problemático que destroza a los rivales sobre el tapiz sin apensas esforzarse. De la mano de Kyle llegarán las victorias, pero también innumerables problemas en la vida real,  y Giamatti, que le ha cogido el gustillo a eso de triunfar, tendrá que hacer malabarismos chinos entre su aprecio por Kyle y su vieja armonía sociofamiliar. 

    Giamatti se verá envuelto en varios dilemas morales que son la enjundia de Win Win, esta película simpática, correcta sin más, que nada hacía presagiar que cuatro años después Thomas McCarthy nos regalaría esa obra maestra de la investigación periodística que es Spotlight.


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Spotlight

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Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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