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La mujer del año

🌟🌟🌟


Katharine Hepburn fue capitana general en la segunda oleada del feminismo. Ella era hija de una sufragista que combatió en la I Guerra Mundial de las Mujeres, así que lo llevaba en los genes y luego se lo inculcaron en el hogar. Parece una bobada, pero en los años 40, Katharine Hepburn puso de moda los pantalones entre el sexo femenino, tal era su fama y su ascendiente. Se apuntaba a marchas, a discursos, a todo tipo de protestas que sirvieran para alcanzar derechos y justicias. Dicen que era bisexual y que la prensa no soltó prenda porque estaba muy bien pagada por los estudios de Hollywood. 

Katharine era guapa, inteligente, angulosa, con un carácter volcánico que casi le cuesta la carrera. Una pelirroja fueguina... De joven se pasó dos años sin salir de la cama de Howard Hugues, el aviador millonario con el que aprendió a volar sobre las sábanas y a pilotar aviones sobre las llanuras. Cuando Hugues se volvió majareta, nadie hubiese apostado un dólar a que Katharine Hepburn le abandonaría por un católico machista y borrachín, casado para siempre con su señora. El colmo de los colmos para una feminista... Pero así fue. Spencer Tracy era un hombre temeroso de Dios que prefería traicionar su matrimonio antes que disolverlo. Y como no soy muy ducho en cuestiones teológicas, no sé cuál de los dos pecados es el más tremebundo a ojos de Yahvé. Quiero creer que don Spencer sabía lo que se hacía,y que doña Katharine, que ya interpretó para siempre ese papel de amante subalterna, contradiciendo sus mensajes públicos de empoderamiento, también.

Igual que Humphrey Bogart y Lauren Bacall se enamoraron en vivo y en directo mientras rodaban “Tener y no tener”, Spencer Tracy y Katharine Hepburn se enamoraron ante las cámaras mientras compartian sus escenas de “La mujer del año”, que fue la primera de las nueve películas que rodaron juntos. En las escenas se nota que se sonríen de un modo especial y que los ojos -infantiles los de él, felinos los de ella- se dicen más cosas de las que vienen en el guion. Guarrindongadas, incluso.




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La costila de Adán

🌟🌟🌟


Adam es un fiscal del distrito casado con una de sus costillas. Ella -que se llama Amanda y no Eva- es una mujer que ejerce de abogada en su mismo distrito de Nueva York, sin que ningún espectador europeo sepa muy bien qué es esto del distrito americano.

Como hasta ahora nunca se habían tenido que enfrentar en los tribunales, Adam y Amanda se llevan de puta madre, tanto como Spencer Tracy y Katherine Hepburn se llevaban en la vida real. De hecho es que ni actúan, los muy tunantes, y sólo se dejan llevar. Cuando toca arrumaco, te los crees a pies juntillas, y cuando toca discusión, solo tienen que tirar de recuerdos domésticos, quién sabe si del mismo día del rodaje. La naturalidad de Hepburn y Tracy es tan pasmosa que arranca una sonrisa en el espectador, y eso contribuye a que la película no derrape en demasía, tan tontorrona y pasada de rosca como se quedó.

Adam es un hombre de su época (bueno, y de ésta misma, porque el feminismo moderno solo es un barniz sobre el comportamiento de los hombres): Adam es dominante, de derechas, muy macho y dictatorial, y no le gusta que su mujer, tan inteligente como él, le iguale en la certeza de los razonamientos. Su costilla le ha salido ágil, muy guapa y respondona. La pesadilla de un fiscal del dichoso distrito que aspira a medrar dentro del Partido Republicano... 

En el fondo sabemos que él valora tener una mujer así, tan distinta a las demás, pero tiene que mostrar que le jode tanta igualdad para dar una imagen ante sus amigotes en el bar, y ante sus compañeros en la oficina. Pero cuando llega la hora del anochecer todo se perdona y todo se resuelve en el matrimonio de los Bonner: ella se olvida de su machismo y él de su marimandonez, y el sexo redentor desciende sobre ellos para sanar las heridas abiertas. 

Pero ay, cuando Adam y Amanda se vean abocados a enfrentarse en un tribunal... La guerra de los sexos que enfrenta al demandante y a la demandada se extenderá como un incendio hasta llegar a sus mismos pies. Ellos, que se sientan en escritorios contiguos y rivales, tendrán que tirar lápices al suelo como hacíamos en la escuela para escrutarse las intenciones. 





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El último hurra

🌟🌟🌟🌟

Existen dos tipos de políticos: los que sirven al poder en la sombra, encantados, y los que sirven al poder en la sombra, resignados. Los primeros no tienen dignidad, de raíz, porque nacieron para complacer a la élite, y no al pueblo, y suelen llevar apellidos lustrosos de familias acomodadas, mientras que los segundos tienen que tragarse la dignidad para viajar en el circo e intentar mejorar las condiciones de los enanos -que no sé si, en el fondo, es otra forma retorcida de indignidad. Los otros políticos, los peligrosos, los que no tragan, o son sacrificados por el sistema al primer berrido improcedente -como niños arrojados por la roca Tarpeya-, o se quedan como alcaldes de su pueblo, en la España vaciada, o en la Mongolia Exterior, sin dar mucho por el culo, sólo útiles para arreglar el alumbrado o para gestionar la retirada de la cabina telefónica que ya nadie usa. Cosas así.




    Paradójicamente, el político ideal, íntegro, al que uno votaría al cien por cien en una fiesta verdadera de la democracia, es aquel que nunca se presentaría a unas elecciones que sabe amañadas de antemano. Uno que prefiere quedarse en su trabajo, o en su ERE, antes que levantarse de su asiento y pedir turno en la arena de los gladiadores, donde al final todos representan un papel, una comedia muy entretenida y sangrienta, pero inútil al fin y al cabo, porque hay un tipo protegido por pretorianos que al final es quien decide las cosas a golpe de pulgar: un gran empresario, un pez gordo de Wall Street, un jeque que se ha quedado sin champán 0/0 en la bañera…

    El último hurra cuenta las andanzas políticas de Frank Skeffington, que es el alcalde imaginario de una gran ciudad enfrentado a sus familias más ricas e influyentes. Las que cortan el bacalao de la prensa, de la televisión, de la opinión pública tan maleable como estúpida. Skeffington es un político veterano, marrullero, que sabe que se enfrenta a un ejército cien veces superior, y no duda en coger un poco de arena y arrojársela a los ojos de quien viene a rematarle. Un tipo de barrio, resabiado, tan educado como cabroncete. Me cuesta, a pesar de mi parrafada anterior, catalogarle como un político indigno. Forma parte del circo, sí, pero no es ningún payaso. Sabe que tiene la guerra perdida, pero consigue ganar muchas batallas antes de rendirse. Quizá, después de ver la película, tenga que incluir un nuevo tipo de político en mi taxonomía: el tocahuevos. El que está ahí por puro romanticismo, sólo por molestar, ayudando a la gente mientras el poder no le acierta con sus disparos. Uno que se enfanga no para cambiar el sistema -que es imposible- sino para servir de ejemplo a las generaciones venideras. Las que recojan las viejas películas.




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Conspiración de silencio

🌟🌟🌟

Mientras los pueblos de España celebran sus fiestas en honor a la Virgen, yo, escondido en la oscuridad del salón, me rasco la cabeza preguntándome por qué estoy viendo Conspiración de silencio a la hora de la siesta. Y no porque sea una mala película, ni mucho menos, aunque Spencer Tracy haciendo de héroe viejuno en el Far West sea una cosa de mucho pasmo. El guión juega sus cartas con habilidad, y los actores tienen carisma y jetos contundentes. Por ahí pululan Walter Brenan, Lee Marvin, Robert Ryan..., hombres hechos y derechos que nacieron para bordar estos papeles de pistoleros curtidos. Ya digo que no es una mala película, aunque grandiosa, la verdad sea dicha, tampoco.

Sucede, simplemente, que no puedo rebobinar el hilo mental que me llevó hasta Black Rock. ¿A quién perseguía yo cuando me topé con Conspiración de silencio? ¿A Spencer Tracy, quizá, que es uno de los espíritus que más se pasean por mi televisor? Es la opción más probable, porque Lee Marvin, por muy buen actor que sea, es un tipo al que me voy encontrando por casualidad, como esos amiguetes sin cita que suelen aparecer por el bar. Y el director de la función, John Sturges, apenas es un conocido al que saludo de vez en cuando. 

Preguntado así, a bocajarro, sólo podría mencionar de su obra Los siete magníficos, y La gran evasión. Mi ignorancia es, como ya ha quedado patente, lamentable en muchas materias. Mi pretendida cinefilia no es más que un queso gruyere con más agujeros que queso. El cinéfilo fetén se echará las manos a la cabeza cuando lea estas cosas. ¡El gran John Sturges, ninguneado por este mequetrefe! ¡El soberbio artesano, el gran maestro, el clásico director, maltratado por este mentecato que dice ser aficionado al cine! Pues sí, señores. Así son las cosas. No les voy a quitar la razón. Pero eso no hará que me ponga a bucear en su filmografía. Y no es que me regodeé en el error: es, simplemente, que ya no tengo tiempo para rectificar. ¿La filmografía incógnita de John Sturges o los próximos estrenos en la tele de pago? ¿Los inicios prometedores de John Sturges o la enésima temporada de mis series preferidas? ¿La época de madurez de John Sturges o el repaso gozoso a la filmografía íntegra de Azcona y Berlanga? Estudiaré a John Sturges en otra vida, con todo el tiempo por delante. Emprenderé un aprendizaje más sistemático, con una paciencia más refinada, con un tutor que me enseñe bien las lecciones, una a una, sin saltarme ninguna esencial. Como en esta vida han hecho los alumnos más aplicados.






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