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Electric Dreams: Crazy Diamond

 🌟🌟🌟


El alma, de existir, tendría que ser un ente sin dimensiones, intangible. Inmaterial a tope. Más etérea que el gas,  o que el vacío incluso, porque en el vacío pueden darse fluctuaciones cuánticas que crean partículas físicas, mensurables, y por tanto ateas. El fantasma de Demócrito acecha en cada partícula subatómica que se cuela por ahí...

    El alma, entre otras cosas, no debería tener un peso. El hecho de que los creyentes sigan asegurando, para cargarse de razones teológicas, que el alma pesa exactamente 21 gramos porque lo han medido en no sé qué experimentos cuando se muere alguien -¿las camas del hospital llevan una balanza incorporada, o ponen a los muertos en una romana de patatas cuando agonizan?- va justamente en contra de su fe. La fe tiene que ser pura, metafísica en sentido estricto. Todo lo que se mida en gramos o en mililitros va a favor de los apóstatas como yo, que sólo creemos en la materia y en la carne. 21 gramos, por cierto, era una película cojonuda, aunque ya no recuerdo muy bien su devenir. Sólo que jamás he visto llorar a nadie en una pantalla como a Naomi Watts, en aquella escena, cuando a su personaje le comunican que su hija acaba de morir atropellada...

    Preferiría, la verdad, hacer un alto en la escritura. Volver a ver 21 gramos esta noche y regresar mañana con otras escritura más amena. Pero la actualidad de esta cinefilia tonta, de este deber autoimpuesto, me obliga a hablar de otro episodio fallido y tontorrón de Electric Dreams, una sci-fi de tramas que medio se comprenden, y que medio emocionan, y que por tanto medio interesan. En Crazy Diamond vuelve a tocarse el tema tan philipkadiano de los replicantes, que aquí se llaman Jills, si son mujeres, y no sé qué otro nombre que empieza por J, sin son hombres. Da igual. No se entiende nada. No se explica para qué sirven estas criaturas. De dónde vienen o a dónde van. Aquí ninguno ha visitado las Puertas de Tannhäuser, al parecer. Estos replicantes van por ahí sin alma, como yo por las mañanas, cuando me levanto, pero ellos pueden adquirirla en el mercado negro del futuro. El alma, en esta fantasía de la serie, es un gas de colorines que puede almacenarse en unas probetas sometidas al frío extremo, como la vacuna del coronavirus cuando llegue. En el episodio no dicen nada del asunto, pero estoy seguro de que ese gas, si pudiéramos pesarlo, como hacía William Hurt en Smoke, pesaría 21 gramos exactos.


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Esperando al rey

🌟🌟🌟🌟

La tecnología de la galaxia muy lejana ha llegado por fin a la Tierra. Aquel holograma de la princesa Leia pidiendo ayuda a Obi-Wan ya no es ciencia-ficción en Esperando al rey, que es otra película que transcurre en un desierto de arena donde los protagonistas ya no saben si lo que ven es real o producto de una insolación. 

    Alan Clay, el vendedor de hologramas perdido en esta versión terrícola de los desiertos de Tatooine, ha despertado en mí una simpatía inmediata. Una identificación contra todo pronóstico, porque él es un alto ejecutivo que negocia contratos millonarios mientras uno recibe sueldos menguados enseñando a hacer oes con los canutos. Pero Alan, como en un espejo que de pronto ha sustituido la pantalla del televisor, resulta que también está madurito, fondón, decaído... También tiene pesadillas que le alteran el sueño y le hacen ir todo el día como alucinado, como gilipollas perdido. También le persiguen los recuerdos de las malas decisiones, de los caminos torcidos, de las vergüenzas sin solución. Si el destino laboral le ha llevado a un país extraño que no acaba de entender, con costumbres medievales y gentes inescrutables, a mí, hace veinte años, el periplo pedagógico me trajo a esta comarca que sigue pareciéndome ajena y provisional, con su clima tropical, sus asuntos agropecuarios, su gozoso aislamiento de las televisiones de pago y de las películas subtituladas.

    Alan, que anda tan lost in traslation en Arabia como el pobre Bill Murray en Tokio, presiente que está en una encrucijada vital y definitiva: a un lado la decadencia, el sinsabor, la enfermedad... El apagamiento. Al otro lado, una segunda oportunidad para tomar oxígeno y revivir. Quizá un empujón laboral que lo redima de los viejos fracasos; quizá el amor con una mujer inesperada y reluciente. El romance ideal es una semilla tan inaprensible como caprichosa, y germina donde uno menos se lo espera. Incluso entre las dunas del desierto. 





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The Duke of Burgundy

🌟🌟🌟

De amantes que se alejan del mundanal ruido, se construyen su propio búnker, y se entregan fogosamente hasta que el cuerpo aguante -o hasta que el espíritu desfallezca- está la historia del cine llena. Misántropos vocacionales, o transitorios, que ya no conciben más compañía que su pareja, y quedan ciegos a lo que no sea su cuerpo, y sordos a lo que no sean sus palabras. Algunos de estos enajenados se van literalmente al quinto pino a vivir su arrebato, como Supermán y Lois Lane en la Fortaleza de la Soledad, o Jeremiah Johnson y su mujer india en las Montañas Rocosas.  Otros, como John Wayne y Maureen O´Hara en El hombre tranquilo, construyen su cabaña a la distancia justa de la civilización: ni muy lejos, para bajar a comprar pan los domingos, ni muy cerca, para que no se escuchen los homéricos orgasmos que rasgan la paz de los praderíos. Otros, como Antoine y Mathilde en El marido de la peluquera, instalan su castillo de amor en medio del pueblo, y atienden su negocio con una sonrisa de cordialidad, pero en realidad sólo fingen un interés educado. Ellos nunca ven la hora de despedir al último cliente, echar el cierre, apagar las luces y quedarse a solas entre los afeites y las colonias.


    En The Duke of Burgundy, Cynthia y Evelyn son dos mujeres que viven su loca entrega en una mansión victoriana, en una época indefinida. Y en una película muy rara, que a veces induce al sueño mortal y otras veces regala momentos de absoluta belleza.  
   
    Durante el día, porque de algo hay que comer, las dos amantes transitan por el mundo disfrazadas de entomólogas, y acuden a conferencias y a simposios, y allí disertan sobre las diferencias morfológicas entre la mariposa de tal y la mariposa de cual. Pero luego, por la noche, despojadas de sus disfraces y revestidas para el amor con ropajes muy sexys, -y hasta muy dominátricos- su único interés científico y romántico es la mujer que susurra, que besa, que se desahoga al otro lado de la almohada. El vínculo que une a estas dos damiselas es un juego muy extraño, difícil de desentrañar para el mirón no iniciado en el misterio. Una fantasía erótica a medio camino entre la dominación y la sumisión, entre la realidad y el teatro. Allá cada cual, con sus placeres.



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El juez

🌟🌟🌟

La fascinación del hombre que convalece por la enfermera que lo cuida es un sentimiento universal que trasciende épocas y culturas. Yo he leído teorías para todos los gustos, sobre este impulso irrefrenable. La primera, que son sus uniformes, tan livianos cuando son blancos, y tan amables cuando llegan en tonos pastel, los que entre las luces extrañas de los hospitales, y el aturdimiento inevitable de la enfermedad, hacen que uno, en el ensueño, llegue a pensar que ellas son ángeles del cielo pululando alrededor de la cama. Pero ángeles con sexo, no bíblicos, de carne tibia y atributos inequívocos. 

La segunda, que allí expuestos, en el lecho, semidesnudicos y frágiles, sufrimos una regresión infantil que nos hace tomar a las enfermeras por nuestra madre solícita, y que no es, en puridad, un deseo sexual lo que sentimos por ellas, sino un complejo de Edipo que regresa tardío y baqueteado por la vida. 

    En El juez, Michel Racine es un ídem de gesto adusto y rituales mecánicos que dicta sentencias muy severas a sus condenados. A Michel, como a uno muy cercano que yo conozco, se le está pasando el arroz de la edad, el sueño del gran amor, y vaga por los tribunales con la esperanza decreciente de recibir un último regalo. No es sólo el pito, que le reclama, ni el orgullo, que lo zahiere. Es que, además, él imparte justicia en crímenes muy horrendos, que dicen muy poco del ser humano, y que lo arrastran a una misantropía que lo tiñe todo en tonos grises. Para pintar el mundo de colores, como en la canción de la acuarela, necesita una mujer luminosa que lo haga sonreír y confiar.

    Cuando quizá ya desesperaba, y aceptaba resignado su aciago destino, el juez Racine reencontrará, entre los miembros del jurado recién nombrado, a la señorita Ditte Lorensen, una cuarentona de muy buen ver con los ojos tan azules como los mares de Dinamarca. Ditte, en un pasado algo lejano, fue su doctora de guardia en una complicada operación, y aunque ella apenas lo recuerda, porque las enfermeras y doctoras reparten sus gracias entre centenares de pacientes, él, Racine, lleva su imagen en el corazón, grabada a fuego. A partir de ahí, la película dejará de ser un thriller judicial, y un documental encubierto sobre los tribunales franceses, para convertirse en la universal historia del hombre al que ya le importa todo un comino, y sólo piensa en su amada, a la que llama, y solicita, y requiebra, y dedica versos encendidos, como un adolescente enamorado. Cosa que no es para menos, con esta actriz llamada Sidse Babett Knudsen, la que un día fuera presidenta de Dinamarca y luego amante de Tom Hanks en el desierto. Y que hace de lesbiana feroz y voraz en una película que todavía no he visto, pero que ya ardo en deseos de tal. 


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Borgen. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

Ahora que ha comenzado la primavera en el terruño donde escribo, la mayoría de mis conocidos dicen preferir el sol con corrupción al frío con transparencia. Puestos a elegir entre la España casposa que ven a diario en la televisión, o la Dinamarca modélica que se adivina en Borgen, ellos se quedan con la playita, con el chiringuito, con la cervecita en la terraza a cuarenta grados a la sombra, y que le den por el culo a los cielos grises y a las heladas del amanecer. Que España es el mejor país del mundo para vivir, te dicen sin rubor, y uno se queda mirándolos con cara de no entender nada, como recién aterrizado en una pesadilla de bobalicones. Y así nos va, claro, que cambiamos el bienestar social y la dignidad laboral por cuatro rayos de sol y una tapa de aceitunas.




            En el episodio número seis de Borgen, el presidente ficticio de Turgisia firma un contrato millonario con el gobierno danés para adquirir palas eólicas. La noticia es recibida con alborozo en la oficina de la Primera Ministra, porque eso supone miles de puestos de trabajo asegurados. Pero ay: el marido de la susodicha, que vive de sus propios recursos, tiene invertida una pasta en acciones de la compañía, y la opinión pública no vería con buenos ojos que él se lucrara gracias a un contrato firmado por su señora. Esa misma noche, en la intimidad de la alcoba, bastará una pequeña conversación para que él comprenda la gravedad del asunto, y decida vender unas acciones que iban a producirle unos réditos millonarios. 

    Uno se imagina esta escena en la intimidad ibérica de un dormitorio presidido por la gaviota, o por la rosa en el puño, y de la risa que te entra, y del cabreo que coges a continuación, te descubres en el aeropuerto más próximo comprando un billete para Copenhague. Sólo de ida.






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Borgen. Temporada 1

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En la ficción de Borgen, la mujer del primer ministro danés es una compradora compulsiva que una mala tarde de invierno, en una boutique del centro de Copenhague, se queda sin dinero para agenciarse un bolso carísimo. Para evitar la vergüenza pública, decide llamar a su marido, que anda muy ocupado en sus asuntos de gobierno. La mujer le grita al teléfono y exige su presencia inmediata en la tienda. En caso contrario, porque va muy loca y muy empastillada, amenaza con montar un escándalo de padre y muy señor mío. Nuestro hombre, resignado, se planta allí con su comitiva de asesores y guardaespaldas. Sólo lleva encima una tarjeta de crédito, la que está reservada para los gastos de su cargo, pero decide hacer una pequeña trampa, una que cualquiera de nosotros hubiese improvisado allí mismo: pagar el bolso con el dinero que pertenece a los contribuyentes, y al día siguiente, cuando abran los bancos, restituir el gasto desde nuestra cuenta personal. Cualquier cosa antes de escuchar a su mujer pegando voces. Fin del problema.



Pero esto, ay, es Dinamarca, y el Primer Ministro, como la mujer del César, no sólo tiene que ser honesto, sino además parecerlo. Porque al día siguiente restituye el dinero, sí, 70.000 míseras coronas que al cambio son 9000 míseros euro. Más o menos lo que aquí gastaban los impresentables de las tarjetas black en un centollo y en una buena mamada. El caso del Primer Ministro es filtrado a la prensa danesa y el asunto explota justo antes de las elecciones generales. El partido liberal queda sentenciado en las urnas. Nadie ha robado nada, pero el votante se siente molesto. El dinero de la compra, al fin y al cabo, era suyo, y nadie le pidió permiso para tomarlo prestado. Los daneses, como se ve, hacen una lectura muy radical del concepto de lo público, una idea que aquí en España nos suena a chino mandarino, a cosa muy difusa y poco respetable. Allí, sin embargo, en la península de Jutlandia, la cosa pública vertebra el engranaje social, y por eso ellos están como están, y nosotros estamos como estamos. 

Una serie como Borgen sería imposible de rodar en España, porque nadie se creería los comportamientos honrados de nuestros políticos. Acostumbrados al latrocinio indisimulado de las comisiones, de los sobresueldos, de los pagos en B, que luego, un alto dignatario ibérico, con el dinero de todos, y sin afán de restituirlo, le pagara un bolso de Loewe a su señora, nos parecería poco más que una travesura, el desliz inocente de un hombre detallista y muy enamorado.
           

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