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Los Fabelman

🌟🌟🌟


Yo también viví una tarde mágica como esta que cuenta Steven Spielberg en la pelicula. La viví a este lado del océano, en el cine Pasaje de León, boquiabierto como un niño tonto ante la pantalla. La viví con la misma emoción que muestra su alter ego en “Los Fabelman”. La única diferencia es que Sammy Spielberg -o Steven Fabelman- es un niño americano, y más guapo, con ojos azules y cara de bueno, mientras que yo era un niño español, más bien taciturno, con alelos muy morenos que pintaban mi fenotipo.

Esa tarde de 1977 en la que vi “La guerra de las galaxias” -los pies colgando en la butaca, las luces de pronto apagadas, el murmullo de la gente, la oscuridad del espacio rasgada por las letras y por la fanfarria, y luego la nave consular de la princesa, y el destructor imperial, y Darth Vader paseando por allí como Pedro por su casa-fue, realmente, la tarde de mi bautismo. El único que ha dejado impronta y ha salvado mi alma. Del otro bautismo, del católico, ya no queda ninguna huella. Solo una foto en el álbum de recuerdos de mi madre. Y quizá, quizá, un poso de culpa judeocristiana, de tanta matraca como me dieron los curas en el colegio. Pero nada más. No queda nada religioso en mi interior: ninguna inquietud espiritual; ni una sola creencia en el más allá de las nubes. Solo creo en la carne, y en el césped, y en la comida, y en el antiguo celuloide que luego se transustanció en el milagro digital.  La materia y el presente.

El niño Spielberg, además de ser más guapo, era más inteligente que el niño Álvaro. Nos ha jodido: él tuvo como padre a un genio de la pre-informática, y como madre a una concertista de piano, y eso, quieras o no, pesa mucho en los genes. Mis padres, vamos a llamarles “Los Rodríguez”, eran de estudios primarios, aunque unos voluntariosos de la cultura. Nada que reprochar. Si Sammy Fabelman, en aquella tarde de su deslumbramiento, decidió que él quería hacer películas como ésa, yo, en mi tarde bautismal, más pasivo y apocado, decidí que el cine iba a ser mi droga y mi pasatiempo,  mi refugio y mi consuelo. Mi ventana al mundo. Mi religión. Mi hostia indispensable. Mi fiesta de guardar, que es todos los días de la semana. O casi.





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Pam & Tommy

🌟🌟🌟🌟


Hasta hace un par de semanas yo era uno de los pocos que no conocía el famoso vídeo de Pamela Anderson y Tommy Lee. Un ignorante lamentable. Estoy en el mundo pero es como si lo flotara, como si nunca posara los pies en el suelo. Solo en la hierba de los campos de fútbol... No veo la tele, ni leo las revistas, ni trato con nadie que me ponga al día de estas cosas. Alguien que me baje de  esta vida mía de pájaros virtuales, a demasiados metros de altitud. Vivo muy apegado al barro para unas cosas y muy distante para otras: así soy yo. El ermitaño de la tontería. Llevo años en una cueva de Tora Bora donde solo entra la “prensa seria” y la actualidad del Madrid, y las películas donde el nombre de Pamela Anderson jamás saldría en los títulos de crédito. Llámenlo elitismo, o estrechez de miras.

Pero tampoco vayamos a exagerar: antes de ver la serie sí sabía quién era Pamela Anderson Pero vamos, muy de lejos, apenas una referencia en el folklore americano. Jamás vi un episodio de “Los vigilantes de la playa” porque sus pechos no aguantaban toda la memez que alimentaban. Yo, de Pamela, solo conocía eso, sus pechos descomunales. Una ceguera úbrica, y lúbrica. Ni siquiera hoy podría ponerle una cara que no fuera la de esta actriz que la interpreta.  Magistralmente, creo.

Tampoco sabía, puestos a no saber, que Pamela había estado casada con un rockero llamado Tommy Lee que era el batería de un grupo de nombre indescifrable, y de música inescuchable. Pero es que ni pajolera, vamos. Y visto lo visto, tampoco creo que me haya perdido nada: Pam y Tommy son dos descentrados, dos personajes insufribles a los que íntimamente deseas que todo les vaya mal en la vida, aunque la serie se empeñe en susurrarte lo contrario.

Bueno: todo no, porque lo del vídeo les pasó a ellos como le podría suceder a cualquiera. Cualquiera que se autofilme, claro. Yo sería feliz si a Pam y a Tommy les frieran a impuestos revolucionarios. Eso sí; pero esto no. Esto otro es inadmisible. La serie va de la pérdida de la intimidad que vino con internet. Y todos -ricos y pobres, tontos y listos- tenemos una intimidad.



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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Casi imposible

🌟🌟🌟

Recuerdo, en mis tiempos muy enamorados de Natalie Portman, que a veces, mientras fregaba los platos o veía un partido aburrido en la tele, me sorprendía ideando guiones sobre cómo la vida podría reunirnos en una casualidad improbable, de ésas que se dicen “de película”. Una historia tan rocambolesca como ésta que en Casi imposible reúne a Charlize Theron haciendo de Secretaria de Estado con un chiquilicuatre con el desaliño hípster de Seth Rogen. Que ya hay que echarle imaginación y descaro al asunto, digo yo…



    En mis locas fantasías, ella, Natalie Portman, por poner un ejemplo, venía a España a recibir un premio importantísimo el mismo día que yo visitaba Madrid para liarla en una manifa anticapitalista, y en una parada de su limusina para coger un café en el Starbucks, o hacer una foto que nos retratara como pintorescos guerrilleros, nuestras miradas se cruzaban para reconocerse perdidas en el tiempo, y reencontradas en un milagro de la geografía. Otras veces era yo el que viajaba a Nueva York a conocer los escenarios reales de las ficciones que marcaron mi vida, y de pronto, al doblar una esquina, desprevenido perdido, me encontraba a Natalie vestida de calle, clandestina y guapísima, paseando a su perrito de raza con la correa, y yo casi tropezaba con ella, y decía perdón en castellano -porque el inglés se me había ido por la ingle del susto-, y ella me decía “no pasa ná”, pero en inglés americano, y en el enredo idiomático surgía la risa, la chispa, el gesto que detenía al guardaespaldas que ya se abalanzaba hacia mí para darme una buena hostia con la culata de su revólver.  Gilipolleces así…

    La historia que más me convencía, sin embargo, dentro del repertorio de mi romántica imaginación, era que Natalie Portman pasaba justo por delante de mi casa haciendo el Camino de Santiago -porque ciertamente, por aquí transcurre- y que ella, de incógnito, reencontrándose consigo misma tras una ruptura amorosa con algún imbécil que no supo apreciarla ni quererla, me preguntaba por el próximo albergue con una voz que yo reconocería al instante después de haberla escuchado en tantas y tantas películas. Yo, trabado y sudoroso, tardaba dos segundos taquicárdicos en responder, los suficientes para que Natalie se supiera descubierta y deseada por un apuesto (es una licencia literaria) admirador del Viejo Continente.  Ella, risueña y confiada, me invitaba a acompañarla hasta el albergue que ya era un asunto secundario, ahorrándome la explicación y dejándome un sitio a su lado para acompasar la caminata…




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La fiesta de las salchichas

🌟🌟🌟🌟

Yo en realidad quería hablar de La vida moderna, que es el programa de radio que tanto me hace reír en las caminatas. Broncano, Quequé y Farray son tres señores que practican un humor mordaz y gamberril que saca lo peor que llevo dentro. Lo más incorrecto e inconfesable. Yo les escucho en el podcast mientras camino por los montes, o mientras hago las faenas del hogar, y menos mal que no hay nadie en los caminos, ni nadie en los pasillos, para no hacer el ridículo mientras me brota la carcajada, o lloro incluso de la risa.  Yo quería hablar de estos tres cómicos impagables, pero los escritos de este blog se ciñen estrictamente al mundo del cine, y de este trío calavera solo Ignatius Farray ha hecho sus pinitos en la farándula de las series televisivas, o de la filmografía nacional.

    Así que he tenido que buscarme otra excusa para confesar que dentro de mí, tan tonto y tan simple como el primer día, sigue viviendo el adolescente que yo fui. En mi camino hacia la ancianidad no he perdido las personalidades que otros sacrifican o metamorfosean. A mí todos los inquilinos se me quedan dentro, de gorrones o de caridad, cada uno con su gusto y con su idiosincrasia, y de vez en cuando tengo que darles cancha para que no se pongan tontos, y no monten un motín el día menos pensado. Es por eso que a veces, para darle satisfacción a mi chico del acné, veo películas como La fiesta de las salchichas, que podría parecer una película porno por el título, o una película infantil por los dibujos animados, y que en realidad no es ni una cosa ni la otra.  Igual que los juguetes de Toy Story cobraban vida en la habitación de Andy cuando éste dormía o partía para el colegio, los alimentos de esta gamberrada también tienen sus conversaciones, sus dilemas, sus deseos sexuales incluso, cuando las estanterías permanecen cerradas al público.

    En la sección de productos no-dietéticos comparten balda las salchichas y los panecillos -que en este caso son panecillas- y tan estrecha convivencia solivianta las pasiones, y enciende los fogones, y las salchichas ya sólo quieren adentrarse en la panecilla, y las panecillas ser completadas en su interior esponjoso... Sí, queridos lectores: es muy burdo, pero muy eficaz. Mi adolescente, al menos, se ha reído como un tonto del haba. Y además esto es sólo el comienzo de la película. Aquí cada alimento tiene su filia, su perversión, su amor secreto, y al final, los Almacenes Shopwell se revelan como una Sodoma y Gomorra de los tiempos modernos. Un laberinto de pasiones como el de Pedro Almodóvar que sirve para entretener la espera hasta que llegan las siete de la mañana, y el encargado abre la puerta, y los dioses del Más Allá entran con sus carromatos para elegir los mejores alimentos, y conducirlos al Valhalla de la eternidad...



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Malditos vecinos

🌟🌟🌟

Hoy tendría que escribir sobre Malditos vecinos, la comedia gamberra con la que termina este lunes anodino y melancólico, pero estoy vacío de ideas, y harto de que nadie se pase por aquí. Los interesados en la película habrán de buscar en otros foros. Los hay muy divertidos, de mucha cuchipanda y mucho rollo juvenil, que vienen al pelo para debatir sobre este desmadre de los universitarios y los porretas. Yo me he quedado en blanco, y estoy más que  negro. Ninguna chispa de humor va a salir esta noche de mis dedos, que cada vez son menos eléctricos y menos hábiles, si es que algún día lo fueron. 

       Hay trescientos días al año en que tal soledad me la trae al pairo, porque uno está aquí, frente al ordenador, para entretener las horas mientras escucha música clásica o música de jazz. En eso soy como Charles Bukowski, salvando las oceánicas distancias. Si me tumbara en el sofá con los auriculares puestos me dormiría al instante. Tengo un cuerpo traicionero que aprovecha cualquier quietud para traspasar la frontera del sueño. Es un Houdini muy hábil, y muy hijo de puta. Te despistas unos minutos y de repente ya te ha metido en el otro lado, viviendo historias absurdas, saludando a los viejos fantasmas. Una pérdida de tiempo lamentable, porque mis sueños son muy entretenidos, pero nunca ofrecen la clave de nada. Son como martillos que vuelven una y otra vez sobre los mismos clavos.




            Yo no escribo: muevo los dedos sobre el teclado para que la realidad no se apague. Prefiero la vida al sueño, como cantaba Serrat, y lucho, a todas horas para contener sus ataques. Sentado aquí construyo diques, y cavo trincheras. Soy un soldado holandés de la Primera Guerra Mundial. Sin esta ocupación del diario, me pasaría la vida durmiendo, o dormitando, o soñando que duermo. Nací cansado y estéril. Solo en las largas vacaciones saboreo el bienestar de los hombres despiertos, porque en ellas mato el sueño de tanto dormir. Lo aburro con su propio aburrimiento. Duermo tantas horas que él mismo me pide despertar, para tomarse un respiro. Pero luego, cuando  regresa el tiempo del trabajo, el muy mamón resurge de sus cenizas, como el Freddy Krueger de las películas de terror, Y es como un polluelo que no cesa de piar, como una mujer que no para de hablar, como un niño malcriado que no para de dar por el culo con el tambor de hojalata. Así que escribo, y escribo, en las horas más derrumbadas del día, cuando el cansancio traidor abre portezuelas en la fortaleza. No escribo para ser leído, sino para ordenar las ideas mientras escucho música, pero hay sesenta y cinco días al año en que me gustaría no pasar más de largo, y servir para algo, como cantaba Serrat. 


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