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El señor de los anillos: Las dos torres

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Quince años pasan en un suspiro. Un día te vas a dormir, sueñas con un par de tragedias y con un par de buenos momentos – de sueños eróticos nada, porque los tengo prohibidos por el psicoanalista- y a la mañana siguiente es como si te hubieran criogenizado. Peor aún, porque en la nave Nostromo, como en otras tantas de la ciencia-ficción, al menos te criogenizaban para despertar en otra galaxia, con unas vistas cojonudas al agujero negro desde el puesto de mando. El espacio profundo bien valía una misa de recogimiento. 

Pero aquí, en el planeta Tierra, te criogenizan después de ver, qué se yo, Las dos torres, con el retoño, en el sofá de la cinefilia, y a la mañana siguiente el retoño ya es un muchacho que no vive contigo porque anda de estudios, en otra ciudad, a su bola, a su rollo. Te miras al espejo antes de meterte en la ducha y te dices: “Hosti, nen, ¿qué ha pasado aquí?”, y luego, mientras vas haciéndote el café, y rascándote la barriga, y pedorreándote por el pasillo ahora que no hay nadie para recriminarte, comprendes que estos quince años han sido el viaje circular de El Planeta de los Simios: un paseo por el hiper-espacio para acabar regresando al mismo sitio, quince años más viejo, y con todo cochambroso y agrietado.

Recuerdo que en la primera intentona con El señor de los anillos, el retoño se bajó en la escena inicial, cuando la voz de Galadriel desgranaba los acontecimientos de Isildur y compañía. La verdad es que acojona, esa voz en las tinieblas. En la segunda intentona, meses después, llegamos hasta la primera aparición de los Nazgul, que también acojonan lo suyo con la música que les pusieron. “Le he perdido para siempre”, pensé, pero al tercer intento, como quien supera el batir de las olas, nos subimos en una de ellas y ya nos fuimos surfeando hasta el final de los finales. 

Retoño, en su entusiasmo infantil, era muy de Legolás, que no fallaba ni una con las flechas, y además era tan rubio y tan guapo como él. Yo, por mi parte, me iba quedando ojiplático con las señoritas, a cada cual más hermosa, de orejas puntiagudas o redonduelas, daba igual, y soñaba  con ser algún día ese zarrapastroso de Aragorn, hijo de Arathorn, que iba desgreñado adrede, grunge que te cagas, rompiendo tantos corazones como orcos se cargaba.

No es por nada, pero a Viggo también le han caído los añitos encima. Pero a él, más que caérsele, se le posan. Es la percha.





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El señor de los anillos: La comunidad del anillo

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El Mal anida en Mordor, nunca descansa, y en eso es como el franquismo sociológico, que siempre estuvo ahí, agazapado, esperando su oportunidad. A veces nos llegaban rumores en el viento, y presagios en los cuervos, pero pensábamos, como tontos del haba, que era otra cosa: un eco del pasado, un déjà vu de las películas. Pero no, eran ellos, los orcos, preparándose para la reconquista.  Aquí tengo que reconocer que la metáfora empieza a fallarme un poquito, porque los siervos de Sauron son feos como demonios, contrahechos que dan grima, mientras que los siervos de la ultraderecha, los cayetanos y las cayetanas, suelen ser hombres guapos para envidiar, y mujeres guapas para enamorarse. A la belleza ancestral de una sangre que jamás conoció el hambre ni la necesidad, se suma la buena vida de quien nunca sufre estrés, come de lo mejor, apenas suelta radicales libres y folla en chalets de cinco estrellas riéndose del mundo. Los orcos de la Moraleja -ojo, que también empieza por Mor- ahora tienen hasta un guerrero Uruk-hai, el tal Abascal, que emergió del barro como un Adán babilónico con ojos de lunático.

¿Sauron? Buf, se me ocurren mil tonterías... Como de momento, en la primera entrega de la saga, el Puto Jefe sólo es un ojo que vigila, podría ser el ojete de Aznar, o el ojazo de Ayuso -el derecho, que es el que más me pone-, o el ojo lánguido y bellísimo -como de Charlotte Rampling- de Cayetana Álvarez de Toledo. He elegido símiles sexuales porque el ojo de Sauron es ardiente como la pasión y frío como el odio. ¿El Monte del Destino? Las Montañas Nevadas de aquel himno falangista...

Lo de la Comunidad del Anillo en sí no necesita mucha explicación: una oposición de izquierdas desunida, desconfiada, al borde siempre de la traición o de la deserción. En ella hay tanta bondad como mentecatería; tanta buena intención como contratiempos y chapucerías. En la Comunidad hay un arquero con pelo largo, un guapetón de la hostia, un hechicero de segunda división, un enano que no para de gruñir y una minoría parlamentaria de la Comarca que sólo piensa en regresar a su terruño. Mujeres ninguna, porque en la Tierra Media todavía no conocían la paridad. Pero a mí me da que Arwen de Rivendel podría ser nuestra Yolanda Díaz. Ay, ojalá...



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Ronin

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Ronin es una película de acción pura y dura, todo músculo y sin hueso. 0% de materia grasa. Tan simple como un pirulí, y tan enredosa como cualquier guion de David Mamet. Va de unos ex sicarios de las democracias que se enfrentan a sus ex colegas del comunismo por la posesión de un maletín. Un mcguffin que lo mismo puede contener un código nuclear, que un secreto desestabilizador o un trozo de kriptonita caído de los cielos. Ellos no lo saben, y lo mismo les da en realidad, porque su contenido sólo es una excusa que anima su codicia y justifica sus tiroteos. El viejo don Alfredo suspiraría de gusto al ver Ronin desde su tumba.

    De estos ronin que se han quedado sin trabajo tras el derrumbe del Muro de Berlín, y que vagan por el mundo sin amo y sin honor, como los samuráis caídos en desgracia, sólo conocemos su destreza con las armas o su pericia con los explosivos. Nada más. Que son implacables y muy hijos de puta, y que por un fajo de billetes se venden a cualquiera que proponga un buen negocio. Y si ese cualquiera, además, tiene la belleza irresistible de Natascha McElhone, y en el tiempo muerto de las vigilancias se adivina un polvo mayúsculo en lontananza, más todavía. 

    Del resto, de sus vidas personales, de sus traumas del pasado, nada se nos cuenta en la película. Qué nos importa, además, el hijo que juega al béisbol sin que papá lo vea desde la grada, o la ex mujer que se caga en sus muertos porque nunca llega la pensión. Frankenheimer y Mamet decidieron que Ronin fuera una película de tiros y hostias, persecuciones y bombazos. Y nada más, y nada menos. Una película de diálogos que van al grano, muy de expertos en la materia asesina. Casi de germanía. Lances verbales entre machos con mucha testosterona que presumen de currículum y de inteligencia, como venados que entrechocaran su cornamenta. Veteranos de la Guerra Fría que ya no creen ni en la democracia ni en el comunismo, pero sí, todavía, en la ideología inquebrantable de sus pelotas. Unos auténticos profesionales, como diría el inolvidable Pazos de Airbag. Y menudas "submachigáns" que se gastan, además.



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The Martian

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Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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