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Misión Imposible: Nación Secreta

🌟🌟🌟🌟

(Esta crítica fue escrita en septiembre de 2018. Tras el nuevo visionado me he limitado a retocarla. Todos sus protagonistas -salvo Tom Cruise- tenemos cinco años más en el carnet y alguno más en el resabio). 

El dios de la lluvia desciende sobre Invernalia. Y trae consigo, además, un electromagnetismo que interfiere de mal modo con las ondas del wifi. Es por eso que el chaval ha abandonado su refugio de zombi para bajar a este reino de los vivos, donde los videojuegos se tornan películas y los asientos se vuelven dobles y compartidos. En el piso de abajo, si se jode la señal de la parabólica o se va la conexión con el router, siempre queda la opción del DVD y de los discos duros, como en los tiempos antiguos donde no existía internet y vivíamos casi talmente como los cromañones.

Aburridos del aburrimiento, el retoño y yo nos hemos puesto de nuevo bajo la advocación de Tom Cruise. En los últimos tiempos sólo frente a Tom somos feligresía reunida y hermanada. Tom es el sacerdote pagano y saltarín que escala rascacielos y empotra automóviles para transustanciar lo imposible en posible. Una eucaristía no de las hostias, pero sí de los hostiazos. Yo hubiera preferido ver algún clásico de la comedia o de la ciencia-ficción, pero también sé -aunque proteste por lo bajini-que la película va a ser un ingenio muy entretenido, lleno de trucos y trampas, enredos y soluciones. 

En “Misión Imposible: Nación Secreta” todo ha sido realmente imposible y prodigioso. Incluida la belleza de esta actriz sueca que nos ha dejado patidifusos a los dos: al cuarentón decadente y al hombretón incipiente. Cada vez que el rostro de Rebecca Ferguson aparecía en pantalla, un cordón umbilical de altísimo voltaje unía al padre y al hijo en la distancia corta del sofá. En mi reojo yo notaba su reojo, y mientras tanto, nuestros ojos no perdían detalle de ese rostro bellísimo cincelado por los genes de los nórdicos. 

Enamorados cada uno a su modo y a su edad, nos ha costado seguir la trama en algún punto muy delicado del guion. Pero ninguno se ha atrevido a preguntar por dónde iban los tiros, por no confesar el origen del despiste.




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Red Rocket

🌟🌟🌟


Todos nos asomamos de vez en cuando a la pornografía. Los hombres, digo. Las mujeres ya no sé porque jamás he hecho una encuesta a mi alrededor.

Ven porno incluso los curas y las monjas del Vaticano, que el otro día recibieron la reprimenda de su jefe. ¿Cascársela delante de una tablet rompe el voto de castidad? Pues según el papa Francisco- a falta del magisterio de los Padres de la Iglesia, que crecieron en los desiertos sin internet- sí. O a medias. Tampoco ha quedado muy claro. El Papa ha dicho que el porno es un “vicio” como otro cualquiera, pero ha esquivado aquello del “pecado mortal” que nos explicaban en los Maristas.

Yo soy de los que piensa que ver pornografía es bueno para la salud. La mental y la otra. Dice mucho de los entusiasmos preservados, y de la alegría de vivir. Hablo de la pornografía “decente”, claro: la que sigue las reglas morales que rigen a este lado de la pantalla. La otra, o es delictiva, o enturbia las mentes de los perturbados. No hace mucho amenazaron desde el gobierno con prohibir la pornografía y a los usuarios casi nos da un ataque de pánico, mezclado con el ataque de risa. Hay gente que todavía no ha entendido nada sobre la naturaleza humana y la herencia del bonobo. Al final va a resultar que había más monjas en la izquierda, y que la hoz y el martillo, entrecruzadas, proscribían más que los brazos de la cruz.

Ahondando más en el tema -y perdón por la metáfora infantil- solo he conocido a un hombre que no fantaseara con haber sido actor porno alguna vez. ¡Pegarte el lote como oficio remunerado! Por lo menos en la juventud, cuando los compromisos no eran tales y los cuerpos daban bien ante la cámara. Este amigo del que hablo es como aquel personaje de “El turista accidental” que decía que con el calor el sexo se vuelve pringoso; y que cuando hace frío, es muy incómodo quitarse la ropa. Hay gente así, sí. Los demás -añadiendo un oficio más a la canción de Sabina- sí hemos fantaseado con ser pornostars en Los Ángeles y luego, con la pitopausia, dedicarnos a la búsqueda de talento. Como hacía Esperanza Aguirre con los cuervos de la economía.



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The Florida Project

🌟🌟🌟🌟

Para que Disney World funcione y salga rentable tiene que haber gente que limpie los retretes y que barra las aceras. Y que además lo haga por cuatro duros y sin protestar demasiado. Sucede con todos los paraísos turísticos que prometen la felicidad efímera a cambio de unas pesetas. El turismo se sostiene sobre la precariedad y la mordaza. Alrededor de los enclaves más exclusivos se extiende una zona de exclusión donde el pobre sólo entra allí a trabajar. Sólo alguna vez, cada mucho tiempo, Cenicienta puede permitirse el lujo de convertirse en damisela y experimentar la bonita sensación de ser servido y no servir.

    The Florida Project está rodada muy cerca de Disney World, en Orlando, pero la cámara se las apaña sabiamente para que los cuentos de hadas y los castillos de princesas nunca aparezcan en el horizonte (sólo en esa última escena que quita el hipo y arranca la lagrimilla). En un edificio residencial que no llega a ser de mala muerte -pero que tampoco es, desde luego, de buen vivir- residen varias mujeres maltratadas por la vida y abandonadas por sus parejas. Todavía son jóvenes y resueltas, pero llevan tantas heridas en el alma como tatuajes en el cuerpo. Ellas trabajan, o trafican, o se prostituyen. Se las apañan como pueden en la periferia cutre del complejo turístico, donde solo caen los despistados o se alojan los que reservaron mal y a última hora. 

Y mientras estas mujeres del lumpen se drogan en sus apartamentos o se amorran a la tele para olvidar tanta penuria, sus hijos e hijas, libres como conejos, en el tiempo infinito de las vacaciones de verano, corretean por la periferia de Disney World sableando al turista y haciendo gamberradas. Son demasiado pequeños para tener conciencia de que están viviendo en el lado poco prometedor de la vida. De niño, uno no sabe nada sobre las clases sociales. Son invisibles e intangibles. No existen. Como en el sueño de Karl Marx... Pero solo es una ilusión. Tan feliz y escapista como la que ofrece Disney World a sólo unos kilómetros de la marginalidad.  


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