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El protegido

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“El protegido” parece una película sobre la forja y el autodescubrimiento de un superhéroe. Pero en el fondo es una película sobre aquella campana de Gauss que estudiábamos en el BUP. La película de Shyamalan podría incluirse en un ciclo titulado “Cine y matemáticas” organizado por la Universidad de León, compartiendo cartel con “Una mente maravillosa”, “La soledad de los números primos” y “π”, aquella locura de Aronofsky sobre la cábala judía . 

La campana de Gauss viene a decir que si usted figura en el extremo de una estadística, hay alguien, por cojones, que figura en el otro extremo para compensar. Si el esqueleto de Bruce Willis aguanta el choque de un tren, el de Samuel L. Jackson se quiebra con una brisa de primavera. Es una idea inquietante y poderosa. Desde que vi la película no paro de pensar en cómo serán mis polos opuestos, mis reversos positivos o negativos. Mis antipartículas exactas, que garantizan el equilibrio cuántico en el Universo. Si yo soy un positrón de virtud, él, o ella, viva donde viva, es el electrón que me anula con su pecado. Y viceversa. 

Si yo voto a la extrema izquierda, hay alguien que compensa mi voto confiando en Díaz Ayuso. Pero esto es solo el ejemplo más simplón... José María Arzak existe porque yo no sé freír un huevo frito sin dejar un resto de cáscara en la yema, que además se me desparrama por la sartén. Por no hablar de cómo queda la encimera de perdida con las salpicaduras... Alexander Skarsgard vino al mundo para follarse lo que yo nunca me follaré, y Drazen Petrovic se hizo baloncestista para meter las canastas que yo nunca metía ni bajo del aro. Magnus Carlsen, por poner otro ejemplo, emergió de una fluctuación en el vacío para clavar los movimientos de ajedrez que en mis dedos solo son mareos de perdiz. 

Sin embargo, en el otro lado de la campana, existe un funcionario absentista que coge todas las gripes que yo nunca cojo; un cafre medioambiental que no recicla los desperdicios de su vida miserable; un desalmado que abandonó a su perro justo cuando yo adoptaba a mi Eddie. Un tipo, también, que dobla mi media nacional para equilibrar la existencia de algún micropene entristecido.









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A la mierda el 2020

🌟🌟🌟🌟 


Ahora que ya pasó, tengo que decir que el año 2020 tampoco fue tan horrible como lo pintan. Pero esto lo digo porque las desgracias sanitarias sólo han pasado rozando por mi lado. Soy consciente. El coronavirus soltó sus bombas lejos del núcleo familiar o del círculo de amistades. De momento, me sonríe la fortuna, y puedo hacer algo de cuchipanda con el año que se fue. Pero quien haya perdido un ser querido, o se haya quedado sin ingresos regulares,  tardará mucho tiempo en reconocer que el 2020 también tuvo huecos para la risa, para el orgullo, quizá para el amor verdadero.

El 2020 se me ha ido al limbo como cualquier otro, improductivo y fulgurante. Soy un año más viejo, y un año menos sabio. Si ha sido un año de mierda, lo ha sido como todos los demás. Ha sido una vuelta al sol muy extraña, rocambolesca, en lo personal y en lo universal. Pero al final haces balance y se cumplió lo que siempre digo cuando brindo por Nochevieja: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy...” Lo digo con la boca pequeña, claro, porque todavía aspiro al amor verdadero, a la lujuria ocasional, al sueño inmobiliario, al hijo autónomo y encarrilado. Pero también sé que la vida es una cabrona que negocia muy duramente sus concesiones, y de momento no sé cómo convencerla, o cómo seducirla. Quizá, simplemente, es que no me lo merezco.

Pero 2020, qué narices, tuvo sus momentos de gloria: el Madrid ganó la Liga cuando nadie daba un duro por los muchachos de Zidane. Un mes después, el Barça perdió 8-2 con el Bayern de Múnich y yo esa noche fui feliz como un niño cuando sale de la escuela, como cantaba Serrat. Mi hijo por fin encontró un piso decente donde vivir. He visto películas maravillosas. Donald Trump perdió las elecciones en Estados Unidos. La coalición socio-etarra sobrevive a pesar de todo. Eddie se perdió una vez persiguiendo a los corzos y apareció media hora después, tan campante, cuando yo ya desesperaba. Me compré una bici nueva. La historia ha dejado a nuestro rey emérito donde se merecía. Nos quitaron el fútbol en los estadios pero nos pusieron mucho snooker por la tele. Llevo media novela escrita. “The Crown” ha provocado sarpullidos en los culos británicos de Sus Altezas y Majestades. Todavía lloro de risa alguna vez. Todavía no han cancelado “La Resistencia” ni “La vida moderna”.




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El violín rojo

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Lo primero que haré en mi próxima vida -si el misterio de la reencarnación me da una segunda oportunidad como ser humano, y no como ardilla, o como virus agazapado- será aprender a tocar el violín. Me negaré a hablar hasta que mis padres del futuro me lo compren, y un profesor me enseñe a tocar las primeras melodías. Durante algún tiempo pasaré por retrasado, o por autista, pero yo sabré lo que me hago. Me soltaré en el lenguaje hablado sólo cuando haya aprendido el lenguaje de la música, y así no cometeré el mismo error que en esta vida perdida, la presente, en la que aprendí primero las palabras y luego me enredé, erré el objetivo, quise ser escritor y polemista y me quedé en la mitad del camino, donde se detienen los autoengañados que ya no tienen fuerzas para llegar a Santiago de Compostela, ni para desandar el camino de vuelta a Roncesvalles.




    En esta vida que me ocupa ya he hablado y escrito de más. He dicho millares de tonterías y sólo un par de sabidurías aceptables. Seguiré porque me aburro, pero no por otra cosa… Y porque escribir queda algo más digno que despatarrarse en el sofá. Ya me he expresado de sobra, para no volver a piarla en las vidas futuras, que estarán dedicadas a la música y al silencio. A la lectura recogida, también, y no al parloteo de quien tiene muy poco que decir. Espero, eso sí, que los juramentos no se olviden al pasar de una vida a la otra, y que haya una conexión por bluetooth entre la tumba y el nuevo útero…

    Hablar, en esa vida soñada de violinista, sólo será un imperativo de la supervivencia: la llamada a Telepizza, o el cortejo sexual. Y a lo mejor ni esto último, con el violín en ristre, será necesario: expresaré mis amores y mis celos tocando las piezas clásicas, o algunas que yo me invente, y habrá mujeres que me tomen por gilipollas, pero otras se quedarán prendadas de mi postureo con el instrumento, un tipo sensible y enigmático, que hierve de pasiones en su interior, y las traduce en fusas y semifusas.

    Para ello no necesitaré un Stradivarius que cueste dos millones de dólares. Si en mi nueva vida me hago millonario, bienvenido será; y si no, pues uno de segunda mano, que uno ya está acostumbrado a la pobreza. Eso sí: si los esclavos me responden, y los millones me sonríen,  intentaré -por aquello de la cinefilia- agenciarme el “Rojo Mendelssohn” que ahora está en posesión de la nieta virtuosa de un multimillonario. Un violín con historia en el que se basa, libremente, el argumento de “El violín rojo”, que es una película a ratos muy aburrida y a ratos apasionante. Espero que la franja misteriosa que atraviesa su barniz no sea la portadora de mi desgracia…



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Los odiosos ocho


🌟🌟🌟

Justo el día en que vuelvo a ver Los odiosos ocho porque no me acordaba de nada, de la primera vez, y ahora hay tiempo de sobra para ver estos metrajes imposibles de Quentin Tarantino, en Estados Unidos, precisamente, en California, las autoridades han declarado el estado de alarma a la española, que en origen fue a la italiana, y antes a la china, como si los gobernantes fueran pasándose una receta macabra por el WhatsApp, o por el teléfono rojo.  Y de pronto, en mi cabeza, se han conectado las dos cosas: los vaqueros indómitos del Oeste, con sus pistolones, su ley de la frontera, su desprecio supino por la autoridad, y los americanos de ahora, a sólo cuatro generaciones de aquellos, que todavía no han enmendando ninguna enmienda armada de su Constitución, y que van a ser interrogados en los controles de carretera, y en los paseos marítimos del monopatín, “¿usted a dónde va, motherfucker?”, como si el Séptimo de Caballería se hubiera desplegado más allá de las Montañas Rocosas.



    Aquí, en Europa, los Fuerzos y Cuerpas de Seguridad intimidan lo suyo porque sólo ellos, fuera de los montes conejiles, pueden llevar armas al cinto. Y al hombro, y así debe ser, además, para que Puerto Urraco no se expanda hasta Castelldefels, o más allá.  Quizá también acojonen lo suyo en California los policías, y los de la Guardia Nacional, porque California, y la costa Oeste en general, y todo lo que viene a ser la Nueva Inglaterra del Mayflower, es más Europa que otra cosa, y allí se cultivan hasta gobernadores socialistas, y alcaldes prosociales, y si algún día vienen las turbas de Donald Trump a expulsarlos armados de antorchas y tridentes, sólo tienen que coger el barco y venirse a tierras más promisorias.

    Pero qué sucederá, ay, cuando el estado de alarma se declare en Texas, o en Tennessee, o en el estado natal del Gran Wyoming, y a esos tíos que ahora salen a comprar el pan con un AK-47 bajo el brazo, y un par de revólveres en el carricoche del niño, les digan que no, que muy mal, que no se puede salir en grupo, que respeten la distancia de seguridad, y que si no tienen otro supermercado más cerca de casa…



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Vengadores: La era de Ultrón


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En Los Vengadores, la era de Ultrón, Tony Stark alimenta el sueño de crear un superprograma informático que proteja la paz en el mundo. Algo así como una red neural, o como un caparazón de energía, no sé muy bien, porque después de cada ración de hostias quedo aturdido en el sofá, sonaja perdido, que ya no son edades para aguantar el CGI a toda potencia de gráficos y decibelios. Y así, cuando los Vengadores se sacuden el polvo de la batalla para ponerse a filosofar, a contarse sus cuitas personales y a soñar con planes de futuro, tardo un rato en saber de qué narices están hablando. Porque sucede, además, que Tony Stark sólo habla para entendidos, para iniciados en la protomateria del universo, y el único de los musculitos que puede seguirle el rollo es el doctor Banner, cuando no anda por ahí repartiendo gallofas disfrazado de La Masa. Y porque encima, para más inri de mis entendederas, para obligarme a tardar unos segundos extra en prestar atención, anda por ahí Scarlett Johansson buscando a Jacq’s, vestida de cuero ceñido hasta el sofoco, hasta el desbordamiento de los encantos, interpretando a la Viuda Negra que habla con acento ruso y te pone más en guardia todavía. Mi Natasha, la Romanoff…   




    Sea como sea, Tony Stark, al principio de la película, hace cuatro cálculos, consulta un par de ordenadores y pone en marcha un holograma que habrá de defendernos de todo Mal Humano y Asgardiano. Pero el programa informático le sale más listo de lo que él pensaba, tan listo que se vuelve autónomo en un santiamén, se pone a pensar por sí mismo, y analizando todos los datos disponibles en internet, concluye, en apenas unos pocos segundos, que la paz en la Tierra sólo va a estar garantizada si el homo sapiens perece en un extinción masiva. Ultrón -que así se llama el malvado eugenésico- decide que lo mejor será coger un gran trozo de tierra, elevarlo hasta la estratosfera, y dejarlo caer para provocar un caos climático como el que hace 65 millones de años se cargó a los dinosaurios. Un craso error, claro, porque los Vengadores, todo lo que sea a fuerza bruta, a pura hostia, son invencibles, y un pedrusco que amenaza con provocar el invierno de mil años no es rival para ellos. Si Ultrón hubiese decidido fabricar un virus que nos fuera liquidando de uno en uno, así, pequeñito y esquivo, a ver qué narices hubieran hecho los Vengadores para defendernos. Pero estaríamos en otra película, claro.



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Los Vengadores

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La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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La venganza de los Sith

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Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

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El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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Sidney

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Me quedo frío, muy frío, en los desérticos calores de Las Vegas, mientras veo la  ópera prima de Paul Thomas Anderson. Sidney, en su arranque, parece una prima lejana de Ocean's eleven, y esas películas de estafadores me predisponen a la sonrisa y a la posición cómoda en el sofá. Los grandes robos son hechos delictivos que por supuesto no merecen el aplauso, ni la coña marinera, pero a uno, que disfruta con la ruina de los millonarios, le proporcionan un gran entretenimiento, y un pequeño consuelo de viejo bolchevique. Lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir: ¡qué tío! 

    Pero Paul Thomas Anderson no es un tipo al que le interesen las revoluciones, ni las películas de género. Lo suyo es hacer prospecciones psicológicas de sus personajes, dejarles que hablen, que desbarren, que brote el sucio petróleo de sus mentes culpables, con oscuro pasado y cadáveres bajo la alfombra. Sidney no era finalmente una comedia, ni un thriller de ladrones sofisticados, sino la precursora dramática de Magnolia, solo que sin chicha, sin chispa, más aburrida cuanta más profundidad alcanza la perforadora.




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