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7 años

🌟🌟🌟

Acorralados por la justicia, los cuatro socios de una empresa que evade capitales se reúnen para decidir quién habrá de pagar el pato. Los cuatro son unos chorizos por igual, pero si van todos a la cárcel, como en la película de Berlanga, el negocio se va a tomar por el culo. Pero si sólo va uno de ellos, asumiendo todas las culpas, la empresa podrá seguir funcionando con los tres miembros restantes, que compensarán al chivo expiatorio con dineros y prebendas. 

    Incapaces de ponerse de acuerdo sobre quién habrá de pasar siete años poniendo el culo en las duchas, los cuatro socios contratan a un intermediador para que les ayude a elegir víctima. Podrían echarlo a pares o nones, o al pito-pito-gorgorito, a la pajita más corta, pero todos estos sistemas les parecen muy injustos y muy poco profesionales. Así que allí, en la sede social de la empresa, se presenta el intermediador para encontrar una decisión negociada y aceptada por todos. Los cuatro empresarios tratan de mantener una discusión racional, de pros y contras, de tú tienes familia y tú eres más prescindible en el negocio y tú no soportarías ni cuatro días en el trullo.

    Pero el diálogo se enquista, los nervios se sublevan, y al final deciden entrar a matar: que si tú eres un tal, que si tú un cual, que si tú un inútil, que si tú una puta... 7 años, la película, dura lo mismo que una conversación entre cuatro amigos que van perdiendo la compostura y acaban a gritos y a hostias como ingleses borrachos en una terraza de Magaluf. El mismo tiempo que duraría la reunión a puerta cerrada de un partido político, uno que tuviera que decidir quién se enfrentará a los leones de la prensa como quien echa un hueso a los perretes. 

    Quiero pensar, malévolamente, que 7 años es una metáfora retorcida sobre el estado actual de las cosas, y no un simple ejercicio de estilo -muy meritorio- ni un simple ejercicio de antropología -muy interesante. 



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Remake

🌟🌟🌟

En su novela Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq explicaba que el liberalismo no sólo ha resultado nocivo en el terreno económico, haciendo a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. También en lo sexual ha terminado por ser una catástrofe humanitaria. Una conquista muy cuestionable. 

Del mismo modo que en las economías planificadas todo el mundo encontraba su puesto de trabajo, y vivía humildemente pero con dignidad, en las vidas sexuales que planificaba la costumbre o el temor de Dios todo el mundo encontraba su matrimonio, o su cama de acogida, y follaba cuando llegaba el sábado sabadete o alguna fiesta de guardar. Luego estaban los insatisfechos, los rebeldes, los hippies como estos de la película Remake, que vuelven a reunirse veinte años después en la masía donde antaño follaron a lo grande, a veces en parejas y a veces todos reunidos, como en los juegos Geyper. Fueron ellos, los excesivos, los vanguardistas, los que no vivían contentos con la monogamia ancestral, los que enarbolaron la bandera de la libertad sexual pensando que cambiaban el mundo para mejor. Pero se equivocaron. Con su ejemplo y con su tesón, crearon una jungla sexual que ha devenido hambre y escasez: un laissez faire de las camas donde un puñado de guapos y guapas se ponen las botas cada fin de semana y una mayoría de feos e insulsas, de tímidos e infortunadas, han de refugiarse en la masturbación y en la soledad.

    En Remake, en esa masía montañesa que conoció tiempos mejores y cuerpos mejores, los exhippies tienen que escuchar, boquiabiertos, los reproches de sus hijos. No es sólo que su generación, maltratada por el socialismo humillado, tenga que sobrevivir con empleos de mierda, malpagados, sin futuro a la vista; es que además, gracias a sus padres tan enrollados, ahora follan poco, o nada, o a destiempo. A estos hijos del liberalismo económico y de la apertura sexual la vida se les ha vuelto incierta, azarosa, deprimente. Una angustia, más que una experiencia. Tienen casi treinta años y lo único que tienen es libertad. Pero la libertad sólo es cojonuda si va acompañada de dones naturales: de belleza, de talento, de falta de escrúpulos. Sólo así, con este armamento tan caro, se puede salir al mundo a elegir, a optar, a abrirse camino. Sin esas suertes, la libertad sólo es una llave que no abre ninguna puerta; una antorcha que alumbra caminos erráticos; un juguete que dispara esperanzas de fogueo. 



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Smoking Room

🌟🌟🌟🌟🌟

Completo este miniciclo patrio sobre los ejecutivos con Smoking Room, película donde Eduard Fernández sienta magisterio sobre cómo es un español dando el coñazo a todas las putas horas, dale que dale, más allá de que tenga razón o no en su cruzada para que le habiliten una habitación donde poder fumar: la smoking room que no se le cae de la boca. Soberbia, la película; acojonante, Fernández; certerísimo, el revival de aquel Don Erre que erre que reclamaba al banco sus 257 pesetas, contantes y sonantes.

Me encuentro en Smoking Room, por tercera vez en tres días, con Juan Diego. Ha sido una sorpresa. No recordaba que saliera aquí, haciendo -cómo no- de directivo insidioso y malévolo. ¿Ha sido la casualidad? ¿O ha sido el inconsciente quien me ha llevado hasta él mientras yo pensaba que era el tema de los ejecutivos quien me servía de hilo conductor? ¿Qué diría Freud de todo esto? ¿Soy yo quien decido la película de la noche en  pleno uso de mis facultades mentales? ¿O es mi otro yo, el escondido entre las sombras, el que nunca da la cara, quien maneja los mecanismos ocultos de mi pretendida voluntad? ¿Quién ha ido construyendo, en realidad, compra a compra, grabación a grabación, esta filmoteca que tanto me alegra la vida y tanto me agobia al mismo tiempo? ¿Yo, que apenas sería la punta del iceberg de lo que sucede en mi cabeza? ¿O el otro, el subterráneo, el subacuático, el que dirige y gobierna la mayor parte de mis procesos?

También me reencuentro en Smoking Room, por primera vez en mucho tiempo, con ese fulano que siempre que lo veo me saca un aplauso, pero que tan poco se prodiga en las películas y en las series que a mí me gustan: Antonio Dechent. Ese monólogo que se marca aquí, en la azotea del edificio, contándole a Eduard Fernández sus desventuras laborales y matrimoniales mientras se fuman un pitillo, es de lo mejor que uno ha visto en años del cine español. “Lo que pasa es que… la escopeta la tengo en casa, y no puedo entrar… Anda, hombre, y que se vayan a tomar por el culo, joder…” 



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