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En la cuerda floja

🌟🌟🌟🌟

Las relaciones humanas dependen de la química orgánica y nada se puede hacer contra eso. Hay personas que conviven en una probeta y reaccionan produciendo un perfume embriagador. Otras, en cambio, al mezclarse en un matraz, exhalan un tufo como de sulfuro o de amoníaco, estropeando su noble intento de relacionarse. O su esfuerzo de convencernos, a los espectadores, si se trata de actores y de actrices, de que se aman mucho en la pantalla de nuestra tele.

Cuando se trata de elementos de la tabla periódica, de átomos que intercambian electrones para formar nuevas estructuras microscópicas, todo tiene una explicación lógica y los científicos asienten satisfechos. Pero cuando se trata de relaciones personales, de química orgánica elevada al nivel de los humanos, todo se vuelve inexplicable y a veces un poco espiritual. Es el terreno pantanoso donde se mueven los psicólogos y los terapeutas de la pareja, que casi siempre persiguen sombras y acaban ejerciendo de gurús.

A veces nos pasa en la vida real: dos personas que parecían elegidas para entenderse juntan sus feromonas y sus electromagnetismos y producen, para nuestro asombro, unos chisporroteos que queman los tejidos corporales y dan olor a chamusquina. Y al revés: dos personas por las que no hubiéramos apostado ni un duro en el Codere de la esquina,, prueban a mezclarse en el matraz de la vida y resulta que sus feromonas encajan, y que la electricidad de sus pieles produce chispas de auténtica felicidad. Es el amor, que no deja de ser un producto químico tan raro como el oro.

Desconozco si en la vida real Johnny Cash y June Carter se amalgamaron para crear un metal tan duro y resistente como parece en la película. Y tan colorido en sus reflejos. Las crónicas cuentan que sí, y es bueno que así sea. Lo que se ve en la película, desde luego, es que Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon no fingen acecharse y desearse, sino que se acechan y se desean. O que actúan de puta madre, más allá de los elogios.




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Puro vicio

🌟🌟🌟

Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




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Alma salvaje

🌟🌟🌟
Max, mi homínido interior, al que algunos lectores veteranos recordarán de otros escarceos sexuales y peliculeros, tarda mucho en reaccionar cuando la actriz que uno recordaba bellísima aparece en pantalla afeada, desastrada, maquillada de mujer mortal por exigencias del guion.
En Alma salvaje, que es una road movie con pocas carreteras y muchos senderos, Reese Witherspoon recorre los dos mil kilómetros que separan México de Canadá atravesando desiertos resecos, pasos de montaña, pueblos de paletos muy parecidos a Cletus el de Los Simpson. Max empieza muy excitado la función, porque Reese, en los compases iniciales, es nuestra querida Reese de toda la vida, tan rubia, tan pequeñita, tan morbosamente deseable. Sin embargo, nuestra heroína tarda pocos fotogramas en llenarse de barro, de polvo, de cicatrices que arañan su cara de sempiterna adolescente. Además, para interpretar a su personaje -que es una pelandusca y una drogadicta en busca de redención por el camino de Santiago- Reese frunce mucho el ceño, y se pone adusta, y pensativa, y hasta un poco fea, y Max se rasca la cabeza desorientado.

    Alma salvaje es muy entretenida cuando Reese avanza decidida por los paisajes de Norteamérica, que son bellísimos y realmente salvajes, casi como si el hombre blanco, o la mujer blanquísima, los estuviera pisando por primera vez. Pero el director de la función es un pesado de mucho cuidado, y convierte en truño cualquier oro que le confían. Él prefiere atormentarnos con flashbacks que nos arrancan del paisaje para depositarnos en las habitaciones de hotel donde Reese se pincha la heroína, o se deja follar por tipejos desdentados. Uno quiere volver rápidamente a las montañas, a los secarrales, a los bosques de coníferas que te dan la bienvenida cuando atraviesas la frontera de Oregón. Pero Jean-Marc, que busca su propio destino, y Nick Hornby, que lo sacas del fútbol y se nos pierde en florituras, han decidido que no, que lo importante es lo que Reese recuerda, y no lo que Reese contempla. Un viaje psicológico y trascendente para el que no se necesitaban tantas alforjas.




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Election

🌟🌟🌟🌟

El sexo se va filtrando poco a poco en las películas que comparto con mi hijo. A medida que él va sumando años -y que yo los voy multiplicando- los personajes de la pantalla también se van haciendo mayores, maduros, sexuados. Por mucho cuidado que uno ponga en estos asuntos, la propia deriva de nuestra cinefilia nos lleva a estas playas donde las chicas y los chicos ya retozan semidesnudos y se esconden entre los árboles. El lejano rumor del erotismo se ha convertido en agua que repiquetea sobre nuestro tejado. Ha llegado el tiempo de los primeros torsos femeninos, de las primeros chistes inequívocos, de los primeros actos eróticos que mezclan los ropajes con las pieles. Qué lejos nos quedan ya el Pato Donald y Buzz  Lightyear, los Power Rangers y los amigos de Pikachu...


 

            De vez en cuando, en el desarrollo de una comedia, o en el reposo de una batalla, una pareja de amantes inicia el ritual del desnudo, y se regala arrumacos en decúbito prono y supino. Mientras les dura el arrebato sexual, un silencio espeso se adueña de nuestro salón, y los chuic-chuic de los besos y los mmms-mmms de los retozos resuenan amplificados e incómodos. El retoño no se corta y protesta: " a ver si acaban", o "vaya rollo", o "dale p'alante con el mando". Cosas así. Con sus amigos se partiría el culo de risa y no le quitaría ojo a la pantalla. Conmigo se rasca una pierna o aprovecha para darle un tiento a la lata de refresco. Yo, por mi lado, me concentro en la pantalla y trato de sonreír como un padre moderno y liberal. Pero soy consciente de que me sale una sonrisa de estúpido, de hombre culpable pillado en falta. 

         Otras veces -las peores- el erotismo que yo recordaba inocente se muestra en realidad atrevido e inflamado, y maldigo mi falta de previsión o mi falta de memoria. El diablillo de mi hombro izquierdo me recuerda que son asuntos naturales de la vida, recorridos obligatorios en esta tarea de ser padre. Pero el angelito del hombro derecho, que es el gusanillo de la conciencia, me reprende por dar lugar a estos momentos embarazosos, en los que una chica, por ejemplo, como hoy en Election, se agacha ante su novio y desaparece por el lado inferior de la pantalla mientras el maromo pone cara de imbécil y empieza a sonreír... No se ve la mamada, pero, es obviamente, una mamada. Una que yo no recordaba después de haber visto la película tres veces. Una felación que sólo se sugiere y se deja a la imaginación de cada cual, pero que resulta sorprendente en una película que no viene recomendada para menores de trece años, por mucho que los trece años de ahora valgan tanto como los veintiséis tacos de entonces. El retoño y yo nos hemos quedado de piedra durante esos segundos interminables. Luego, al final de la película, nos hemos felicitado por el buen desarrollo de la función, pues Election es una comedia modélica que ya anticipaba el talento sarcástico de Alexander Payne. Pero ninguno de nosotros mencionó, y nunca mencionará, el asunto de la mamada. Ahí estaba, cada vez que cerrábamos los ojos, como un fotograma clavado en el reverso de los párpados. 




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