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Voy a pasármelo bien

 🌟🌟🌟

En el recuerdo yo tenía a los Hombres G por unos pijos insufribles, ¿En qué se parece un Volkswagen Golf a un preservativo?: en que los dos llevan el pijo dentro. Era un chiste de la época... 

En la película, sin embargo, nos recuerdan que David Summers quería asesinar al niño pijo que le había robado a su novia. Aquel mamón del “Ford Fiesta blanco y un jersey amarillo”. Así que no sé. Puede que yo esté equivocado. Han pasado tantos años desde aquella movida... Casi tantos como media vida. 

En los títulos de crédito aparecen los Hombres G cantando “Voy a pasármelo bien” -rodeados de la chavalería que actúa en la película- y se nota mucho que David Summers está usando la guitarra, amen de para tocar las notas necesarias, para ocultar una barriga impropia de quien fue el ídolo de las nenas y la envidia de los mancebos.

Debe de ser eso, ahora que lo pienso: que yo les tenía mucha envidia por lo mucho que follaban, siendo como eran unos músicos más bien básicos, y unas megaestrellas más bien del tipo tolai. Que los de Radio Futura se pusieran de follar hasta las botas pues mira, se lo ganaban con su talento. Un guitarreo de Enrique Sierra y una letra de Santiago Auserón se merecían cualquier jolgorio que las muchachas les propusieran. O los muchachos, da igual. Pero los Hombres G...

La casualidad ha querido que esta mañana yo descubriera por azar a los Smushing Pumpkies en un programa de la radio (sí, lo sé, es lamentable). Ellos son, en la traducción, los “machacadores de calabazas”, esas que yo cultivaba en mi jardín mientras los Hombres G no daban abasto.

(Por cierto: ver a esa chavalada de la pelicula coreando algunos versos de “Voy a pasármelo bien” puede herir la sensibilidad de las maestras de Primaria y etapas aledañas. Yo aviso por si acaso)

“Porque voy a convertirme en hombre-lobo,

me he jurado a mí mismo que no dormiré solo.

Porque hoy, de hoy no pasas,

y voy a pasármelo bien.

Voy a cogerme un pedo de los que hacen afición,

me iré arrastrando a casa con la sonrisa puesta.”




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Apagón

🌟🌟🌟


El día que caiga el viento solar sobre La Pedanía será el primer día de mi muerte. No sé los días que sobreviviré, pero sin duda serán pocos. La lucha será a muerte, y yo, a muerte, no dispongo de las armas necesarias. ¿Qué usaré cuando haya que acojonar, agredir, matar..? ¿Libros arrojadizos? ¿DVDs como cuchillas de Batman? ¿Mi perro peligroso, que se llama Eddie y apenas levanta 6 kilos con sus patitas? Pobre Eddie, también. En la serie “Apagón” nadie se acuerda de los animales. Ellos, que no usan teléfonos móviles ni queman carburante para moverse, serán las primeras víctimas de la ausencia de electricidad.

Cuando los jinetes del apocalipsis vengan a cerrar los supermercados, ellos, mis vecinos, que ahora son muy amables y me regalan los tomates que les sobran, se volverán lobos para el hombre y se armarán con la lupara para defender a tiro limpio sus huertos y sus viñedos, sus castaños y sus cerezos. Todo ese monte que poseen. En el bar se quejan todo el rato: dicen que son pobres, que no tienen para nada, que los socialistas les roban a manos llenas, pero luego resulta que viven en casas heredadas, que solo van al super a comprar papel higiénico, que se mueven por la vida con unos todoterrenos de la hostia donde cargan las cosechas sin fin y los animales abatidos.

Ellos, mis vecinos, no dudarán en apretar el gatillo cuando nosotros, los desheredados de la tierra, los funcionarios que solo sabíamos hablar en jerga y administrar gilipolleces, nos aventuremos a robarles un higo que cuelga o un racimo que se descuelga. Las tomateras valdrán entonces tanto como el oro, sino más. Nos asesinaremos -nos asesinarán- por darle un mordisco a una manzana podrida o a una calabaza yaciente. La comida de los cerdos será ambrosía y motivo de celebración. Ser funcionario valdrá tanto como ser rata de alcantarilla o paloma que defeca. 

La tierra es para quien la trabaja, decían los viejos anarquistas. Y es verdad. Cuando llegue el fin del mundo -a no ser que caiga un meteorito y lo pulverice todo- ellos, los agropecuarios, serán los supervivientes que protagonizarán la próxima entrega de “Mad Max”.



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Los europeos

🌟🌟🌟🌟


Termino de ver “Los europeos” casi a la una de la madrugada, rendido de sueño. Sin embargo, antes de apagar la tele, vuelvo sobre algunas escenas de la película. He seguido la trama sin mayores dificultades, pero me he perdido varios diálogos que quería recuperar. Podría hacerlo al día siguiente, con la mente despejada, y ahora meterme en la cama con los reyes de la noche. Pero me puede la impaciencia: tengo que verla otra vez, a ella, a la actriz francesa...

Esta vez mi desatención no provenía del teléfono móvil, ni del desinterés por la película. Yo soy muy de Víctor García León, desde los tiempos de la pena y la Gloria. Y aunque esta vez la crítica oficial venía tibia y poco entusiasta, yo he vuelto a encontrar en su cine las grandezas y miserias que nos definen como celtíberos. Esa cosa azconiana que además, esta vez, venía sustentada en una novela del propio Azcona. Con el cine de García León te ríes, sí, pero sólo a veces, y a media sonrisa, como movido por un escalofrío. A veces te ríes por no llorar. Y en la segunda parte de “Los europeos” ya ni eso...

No: esta vez me he perdido porque me quedaba mirando el rostro de esta actriz llamada Stéphane Caillard y no me lo creía. Su primera aparición se produce más o menos a las doce de la noche, y es como si se hubieran juntado el hoy con el mañana, y la vigilia con el sueño. La fantasía de lo imaginado con la crudeza de lo existente. Hay un momento de duda en el que pienso que acabo de morirme y que ella es el ángel encargado de recogerme.

Esta misma tarde, en la terraza del bar, en conversación recurrente y animada, yo le decía al amigo que la mujer más hermosa del mundo era Christina Rosenvinge, la cantante que hacía ¡chas! y aparecía al lado de un tipo con mucha suerte. La vi el otro día en una entrevista y se me quedó su recuerdo... Pero si esta misma tarde volviera a juntarme con el amigo, le diría que es esta chica, la francesa, sin duda... Stéphane tiene algo que comunica directamente con mi entraña. Algo que no puedo explicar con palabras: es como si ella fuera el resumen de las aspiraciones imposibles, o de las poesías inacabadas. Era la una y media de la madrugada y yo seguía repasando las escenas.




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Mi obra maestra


🌟🌟🌟🌟

Hoy quiero confesar -como cantaba Isabel Pantoja antes de coleccionar bolsas de basura- que alguna vez, desesperado por la ausencia de lectores, por la inoperancia de mi escritura, he pensado fingir mi propia muerte para que este blog -con la tontería del artista fallecido- coja vuelo y remonte sus estadísticas. Fabricarme una esquela falsa y elevarme al estatus de leyenda literaria. Como hizo en su día Francisco Paesa, el agente secreto. O como hace el pintor Nervi en Mi obra maestra, que tras anunciarse como muerto en las necrológicas de Buenos Aires, se exilia a las montañas del Jujuy -allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones- para añadir varios ceros al precio de sus cuadros. 

La idea es, desde luego, tentadora, pero inaplicable en mi caso, porque Renzo Nervi vive de su arte, y lo mismo le da pintar en el Jujuy que en las Chimbambas, mientras le llegue la furgoneta con el mate y las viandas. Pero yo soy un funcionario de la vida, un inútil de la escritura, y necesito servir a la Junta de Castilla y León presencialmente, impepinablemente, para cobrar los dineros que me sostienen. No puedo desaparecer del mapa así como así. No puedo borrarme de la faz de esta tierra. Tengo que comer, y que alimentar al cachorro, y al perrete. Pero ya me gustaría, ya, fingirme el muerto como en las piscinas del verano... Porque así, vivito y coleando, sólo me leen los cuatro gatos de siempre: los despistados de la vida, el amiguete de Mallorca, y los familiares que se asoman para escandalizarse con mi lenguaje, y con mis ocurrencias de misántropo. Damiselas, pocas; cinéfilos, ninguno. Les hablas del blog a los amigos y todos te dicen que qué bien, que qué chachi piruli, que les envíe el enlace por el whatsapp y que nada más llegar a casa ya se ponen y tal. Pero luego, al día siguiente, el chivato me dice que por allí no se ha asomado nadie, que todo era por quedar bien, civismo y simpatía, sonrisa tonta y desinterés mutuo.

Por aquí ya no se despistan, ay, ni aquellos pornógrafos que hace años recalaban en mi playa creyendo que había género, mandanguita de la buena, porque yo a veces escribía de tetas, y de culos, y hasta de pollas en vinagre. Hasta que un día comprendí que el blog me estaba quedando machirulo y revertiano. Yo mismo invitaba a los pornógrafos a salir de estos escritos, porque me da daba pena que se equivocaran continuamente de negociado, con las apreturas genitales que llevaban, los pobres…




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Antidisturbios

 🌟🌟🌟🌟🌟


A veces basta con ver medio episodio de una serie para saber que no va contigo. A veces, como en Antidisturbios, bastan tres minutos para saber que has dado en el clavo y que ya vas a engancharte hasta el final, a pesar de las sospechas iniciales, de los recelos del bolchevique que esperaba la primera excusa para darle al stop y recular.

    Porque yo, la verdad, venía a Antidisturbios sin mucha confianza, sólo porque un amigo me la recomendó la última noche de los bares, antes de que los cerraran, y porque en los títulos de crédito figuraban Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, aunque eso último que perpetraron en Madre no tenga perdón de Dios. Mi pedrada con Antidisturbios es que nos las iban a endiñar, los del gobierno, ahora que la cosa se pone cruda en lo económico, y que las calles se llenarán de pobres a los que habrá que meter otra vez en vereda porque se manifiestan andando y no en coches, y sin portar banderitas rojigualdas. Y dentro de nada, los catalanes, ya cíclicos como la gripe, a los que también habrá que reconducir cuando se empeñen en votar, ¡en una democracia!, que dónde se habrá visto semejante despropósito.

    Tenía yo la imagen clavada del Jefazo de la Policía que en las ruedas de prensa de Fernando Simón, allá por la primavera, salía junto al generalote y el picoletísimo como diciendo: llevamos cuarenta años sin salir al recreo y ya nos tocaba disfrutar un poquitín. ¿Y si Antidisturbios -pensaba yo- fuera una campaña de blanqueamiento? ¿Una cosa de Movistar + subvencionada por el gobierno para reclutar jovenzuelos como hacen los americanos cuando emprenden una nueva guerra, y cantan las bondades de su ejército en las películas belicosas?

    Pero no, no hay nada de eso en Antidisturbios. Ni siquiera se aborda la cuestión. Esto va de otra cosa. Todo es gris, contradictorio, ambivalente, en sus personajes. En los que hacen de antidisturbios y en los que no. Aquí te tratan como un espectador inteligente, que puede sacar sus propias conclusiones. Aquí no hay santos ni bestias, ni buenos ni malos: sólo gente que hace su trabajo y que tiene muchas debilidades, y un sueldo que perder, como todo hijo de vecino. Bueno sí: hay unos malos impepinables, que son los corruptos de toda la vida, los del traje y la corbata. Esos cabrones que hacen la pasta gansa a costa de todos nosotros, de los currelas y de los antidisturbios, que en realidad vivimos en el mismo saco de los enculados. En la próxima movida, a los polis de la porra, volveremos a invitarlos a que se pongan de nuestro lado, en la barricada, porque son nuestros hermanos, aunque ellos todavía no lo sepan.



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Gordos

🌟🌟🌟🌟

Gordos es una película muy incómoda de ver. A mí, al menos, me obliga a retorcerme varias veces en el sofá. Por momentos reniego de haberla vuelto a ver. Quién me mandaba, idiota de mí, en la tarde reposada, plácida, que por fin escondió el sol justiciero tras las nubes…  

    Gordos me toca las pelotas, pero viene bien, de vez en cuando, que te torturen los huevos con cariño. Para eso están los amigos. Y alguna mujeres… Y Daniel Sánchez Arévalo, en esta ocasión, es el amigo del alma que te enreda con un par de birras, te da un par de confianzas, y luego te afea aquello que dijiste, o que pensaste, sobre tu exgordura, o sobre la gordura de los demás.



    Gordos te pone -me pone- frente al espejo de la pantalla. A veces, en las escenas más oscuras, me veo allí, entre los personajes, como un fantasma que se hubiera colado en el fotograma. Yo fui gordo, una vez, hasta que la salud dio el toque de alarma, y me obligó a  ocupar las manos en el teclado, o en los huevos mismos, para dejar de abrir y cerrar el frigorífico. Soy un exgordo, y entiendo la tortura de esos personajes que están gordos sin serlo de constitución, ni de vocación. Pero lo más triste es que siendo un exgordo, sigo prejuzgando mucho a los gordos. Por eso Gordos me cuestiona, me chincha, me arrodilla ante el cura confesor para exponerle las vergüenzas de mi espíritu.

    En Gordos, como en la vida real de los gordos y los flacos, nadie es bueno ni malo. Todos somos humanos y relativos. Puñeteros y egoístas. Defectuosos e incompletos. Y estamos muy solos además. Y nos matan las debilidades. Gordos no sólo habla de estar gordo o dejar de serlo, o de entregarse alegremente a la gordura,si así uno está más feliz. Gordos cuestiona nuestra posición ante la fealdad en general. Nos hace examen de la conciencia, más que de la tripa. Nos obliga a sincerarnos con las cuestiones de la belleza interior y la belleza exterior, en estos tiempos posteriores a Walt Disney, mientras esperamos que lo descongelen.



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El plan

🌟🌟🌟

Quizá lo que nos asusta no es morirnos, sino morirnos de algo para lo que no estamos preparados. Hasta hace cuatro días, lo normal era morirse de un disparo en la guerra, o de un catarro mal curado. De un parto que se atravesaba, o de una herida que no se limpiaba. Había mucha resignación, en nuestros antepasados, que caían como moscas...

    Los tiempos de paz y los avances de la medicina cambiaron esa percepción, y nos convirtieron casi en rebeldes de la muerte. Nos regalaron una vida extra -como si lo hubiéramos hecho muy bien en el videojuego- y desde hace décadas, en Occidente, nos hemos confortado con la idea de morirnos sólo por culpa de la vejez. De la vejez que llega de manera natural, claro, sumando años, que es la manera más digna de despedirse. Porque hay otra vejez indeseada que  llega con mucho adelanto, como el turrón en octubre. Por culpa del estrés ya hay gente que está derrotada y envejecida antes de tiempo, al llegar a los cuarenta, o a los cincuenta años, como estos personajes de El plan, que son tres parados de larga duración a los que ya les acecha la enfermedad y la demencia. Alguno, incluso, ya está más para allá que para acá, y ya se ha cobrado víctimas colaterales en su derrumbamiento de torre gemela…



    “El estrés es el gran asesino”, se leía hasta hace poco en los artículos científicos. Ahora está el virus disputándole la pole position, pero el virus pasará, o se apaciguará, y el estrés volverá a ser el sospechoso habitual en todas las ruedas de reconocimiento. El estrés te deja sin defensas, te corroe la alegría, te entrega al alcohol y al mando a distancia. Porque no siempre te acelera, sino que muchas veces te postra, y te aniquila mientras permaneces sentado. Es lo que les pasa a estos tres desgraciados de la película, que ya casi no saben ni articular las palabras, de lo gilipollas que se han vuelto.

    El plan es entretenida, tiene tres o cuatro diálogos de talento casi tarantiniano, pero me parece que los críticos patrios han vuelto a exagerar mucho con el producto. Uno no vive en el mundillo, y nunca sabe dónde está la crítica sincera y dónde el halago exagerado, cuando se trata de aplaudir un producto nacional, o el estreno de un colega.



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Tarde para la ira

🌟🌟🌟

Si la venganza es un plato que ha de servirse frío para conquistar los paladares más exigentes, el ajuste de cuentas que prepara Antonio de la Torre en Tarde para la ira es un producto que dejará satisfechos a los gourmets de morro muy fino. Una delicatessen confeccionada con extracto de bilis, reducción de rencor y mala hostia caramelizada que precisa ocho años de cocción a fuego muy lento, en los infiernos del alma. 

    Mientras llega el día del despiporre y de la última descojonación, Antonio de la Torre, el ángel vengador, mata los días jugando a las cartas, tonteando en internet, cuidando a su padre postrado en la cama del hospital. Haciéndose el tonto, el cliente, el parroquiano fiel, en el bar donde algún día se topará con el objeto hijoputesco de su odio, y dará rienda suelta a los bajos instintos de su lupara, que también lleva ocho años macerándose en un aliño escabechado de aceite y  de pólvora.


    Con la vida a medias resuelta y a medias destrozada, nuestro ángel justiciero no tiene más que cabras que ordeñar que sentarse en la terracita del bar -o en el taburete de la barra si hace mucho frío- y  esperar a que el Ministerio de Justicia, o el Ministerio del Interior, o el de su puta madre que lo parió, mueva ficha y rompa la calma chicha de esta venganza que nunca termina de concretarse. Antonio de la Torre vive la no-vida de quien en realidad inverna como un oso en su madriguera. Y aunque parece un hombre normal que tiene los ojos abiertos y los oídos atentos, su mente está en dos sitios muy alejados del presente. Uno en el pasado, donde nuestro protagonista rememora continuamente el momento traumático, luctuoso, que acabó con su vida de tipo normal y corriente;  y otro en el futuro, donde anticipa con regocijo ese día en el que se disfrazará de mosquetero de Puerto Urraco para dictar la única sentencia válida y razonable. Lo demás es un tránsito, una sala de espera, un espacio vacío. Y una película cojonuda. 


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Negociador

🌟🌟🌟🌟

Los crímenes de ETA acapararon durante años las portadas de los periódicos y las aperturas de los telediarios. Y eso fue así, como quien dice, hasta ayer mismo. Todos los que hemos nacido sin un teléfono móvil en las manos recordamos aquel goteo incesante de muertos en las calles. 

Sin embargo, ahora que cesaron, aquellos terrores ya nos parecen lejanísimos, como asuntos en blanco y negro que narrara Victoria Prego en un documental de la Transición con imágenes descoloridas y voces de gramófono. Un día nos levantamos de la cama y ETA, tras un baile de máscaras, había dejado de existir. Casi con un chasquido de dedos, después de tanto dolor, y tanta negociación fallida, t tanto Movimiento Vasco de Liberación Nacional que dijo José María Ánsar  el mismo día que proclamó que a él nadie le contaba los vinos que podía tomar antes de coger el volante. El tsunami de la crisis económica nos devolvió a todos -asesinos de ETA incluidos- a la dura realidad de llegar a fin de mes, como en los tiempos anteriores a Sabino Arana. Los antiguos batasunos se habían convertido en políticos corrientes y molientes que gestionaban hasta el último céntimo de los presupuestos municipales, y la lucha armada, en ese escenario tan pedestre y tan poco romántico, había dejado de tener sentido.

    Negociador hace una versión muy libre de lo que sucedió en aquellas negociaciones -¡qué digo, diálogos!- que entabló Jesús Eguiguren primero con Josu Tornera, y luego con el exaltado de Thierry, en la trastienda francesa del año 2005. Cuenta qué hacían aquellos interlocutores cuando se levantaban de la mesa y lidiaban con el vacío de las horas muertas. Porque, al fin y al cabo, ellos eran seres humanos con sus necesidades alimenticias y sexuales, sus teléfonos móviles sin cobertura y sus dineros contados para los gastos de intendencia. En la mesa que supervisaban los mediadores internacionales todo eran indirectas y desacuerdos, puyas y contradicciones; pero luego, en el hotel compartido, a la hora del desayuno, el encierro de los días les animaba a charlar sobre las cosas tontas de la vida: que si vaya día que hace, que si viste la película de ayer, que si cómo quedó el Athletic de Bilbao... Y son estas banalidades, no lo olvidemos, las que terminan uniendo a la gente. Quizá no lleguen a forzar amistades o simpatías, pero sí, desde luego, quitan las ganas de matar. O de odiar. Y eso ya es mucho. 



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Las ovejas no pierden el tren

🌟🌟🌟

Treintañeros que luchan por salvar su matrimonio. Cuarentañeros que ya lo han perdido tras la refriega. Otoñales que aún no han apagado la última llama del deseo. Emparejados que no quieren desemparejarse, y desemparejados que buscan al emparejador que los vuelva a emparejar. Un trabalenguas de personajes que se buscan para el amor y no siempre se encuentran. Que a veces sólo se rozan, o chocan con tanta energía que se abrasan. O que simplemente no se entienden. Amantes -y aspirantes a amantes- que se engañan y son engañados con la mejor de las intenciones. Y niños por el medio. Y ancianos a los que cuidar. Y las apreturas económicas. Y los hombres, que son de Marte, y las mujeres, que proceden de Venus. La jungla de la jodienda, que no tiene enmienda, como dice el proverbio. La soledad de la cama, que es más llevadera en verano, pero muy jodida de soportar en invierno. El miedo a que pasen los años y llegue la enfermedad, y la demencia, y el amor exultante ya se vuelva del todo imposible. El sueño extinto de una plenitud perdida. La búsqueda de la última oportunidad, o de la penúltima, si hay un poco de suerte. Madrid y sus madrileños enamoradizos.

     Esto es, grosso modo, Las ovejas no pierden el tren, una película que así presentada parece contener grandes honduras y grandes filosofares, pero que en realidad es una tragicomedia que hemos visto cien veces en el cine nacional. Amores tópicos y desamores típicos que solventan un grupo de actores -y de actrices- que tienen el jeto preciso, el carisma contrastado, la presencia magnética. Y poco más. Te quiero, ya no te quiero, no puedo quererte, ojalá te quisiera. Margaritas que se deshojan. Margarita se llama mi amor, y también mi desamor. Rodríguez Garcés. Ovejas que salen y entran de los rebaños, y que temen perder el último tren del amor. Acojonadas perdidas.




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Cien años de perdón

🌟🌟🌟

Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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Hablar

🌟🌟🌟

España, en agosto, como dice el personaje de Juan Diego Botto en Hablar, echa el cierre. Se paralizan los negocios, las administraciones públicas, y también, durante el día, las bocas parlantes, porque a esas horas hasta las lenguas permanecen quietas, a la sombra del paladar, no sea que el esfuerzo provoque ríos de sudor. Qué va a decir uno, además, cuando el calor sofríe las seseras, y sólo se pueden musitar jaculatorias para que llegue la noche, y ese cabrón amarillo se esconda en el horizonte para decepción de los guiris, y alegría de nosotros, los norteños de Invernalia.

    Hablar, la película de Joaquín Oristrell, está construida en un sólo plano secuencia que persigue a varios personajes en la noche agosteña de Madrid. En el marco incomparable de la plaza de Lavapiés las gentes se buscan, y se rehúyen, y todas buscan una terraza fresquita para tomarse una caña. En tales afanes hablan por doquier, por los codos, y se dicen todo lo que no hablaron durante el día, con la lengua ya cabalgando a rienda suelta. Oristrell ha querido construir un mosaico social, un zoológico hispano, y las historias entrecruzadas aprovechan la circunstancia para criticar el estado actual de las cosas, y llamar a la concienciación, y a la rebeldía de los votantes. 

    Pero esto es agosto, no lo olvidemos, y en agosto las gentes, aunque protesten, están en realidad a otra cosa, porque la cerveza es barata, y las tapas generosas, y las mujeres van muy guapas con sus vestidos livianos. Los extranjeros se deshacen en elogios por nuestro país, que viva el sol y la sangría, y a los españolitos, entre que se dejan seducir por los piropos. y que tienen el cerebro recocido por el sol, la vida ya no les parece tan injusta, ni tan arrastrada. Por eso, en Hablar, también hay historias de amor, y de desamor, y hasta un bailaor que le dedica una seguidilla, o una soleá -que no tengo ni idea- al cobro de un cheque bancario. Porque no todo va a ser follar, como cantaba el maestro Krahe, pero tampoco va a ser todo protestar, que también hay que vivir, y que ver una película de vez en cuando. 


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La isla mínima

🌟🌟🌟🌟

Estos escritos -además de mal escritos- jamás tendrán muchos seguidores porque siempre llegan con retraso a la película, cuando las polémicas ya son rescoldos en la chimenea. Hace mucho tiempo que uno dejó de ir al cine porque aquí, en provincias, en los sistemas exteriores de la galaxia, no existen los refugios de educación que sí hay en Madrid o en Barcelona, donde los buenos aficionados se repantigan en su butaca y disfrutan de la película sin preocuparse de los moscardones. En estas periferias todavía sin romanizar, los cines son como la plaza del pueblo, como la cafetería de la esquina. Como el piso de estudiantes en plena fiesta de viernes por la noche. 
    Los neuróticos no tenemos reposo posible en esas situaciones, y todo nos molesta, y nos distrae, y las películas pasan ante nuestros ojos como telón de fondo de nuestra frustración. Es por eso que uno espera impaciente los estrenos en DVD para ponerse al día, a ver si las almas generosas los ripean, y los ofrecen en la red a los sedientos y a los hambrientos.


De La isla mínima, que es la última gran película del cine español, ya se ha escrito de todo, y con mucha enjundia. Sesudos analistas y agudos lectores han diseccionado en ella la España Profunda, el tardofranquismo resistente, el retraso secular del campo andaluz. El tránsito doloroso y poco limpio de la dictadura policial a la democracia de las leyes. A casi nadie se le ha escapado que La isla mínima bien podría ser el True Detective andaluz, con esos paisajes de las Marismas que a ojos de profano medioambiental tanto se parecen a los meandros del Mississippi. Con esa pareja de detectives atrapados en un paisaje irreal, como de ensueño, o de mentira, en el que las vistas son diáfanas pero nada se adivina ni se concreta. Donde los fantasmas personales se aparecen aprovechando la monotonía del paisaje. Sería muy estúpido por mi parte -y muy aburrido para el lector- volver a repetir argumentos tan conocidos.



Lo que a mí me deja La isla mínima es un desasosiego geográfico, un prurito de vergüenza propia. Hace unos minutos que he subsanado mis ignorancias en el Google Maps, pero en el momento de la película, mientras los detectives recorrían los canales, yo, en el sofá, me revolvía intranquilo porque era incapaz de localizar en el mapa mental las Marismas del Guadalquivir. Uno sabía que estaban ahí abajo, a la izquierda, después de Sevilla, siguiendo el curso del gran río, pero luego he descubierto que colindan con el Parque Nacional de Doñana, que uno hacía mucho más al Oeste, casi en la raya de Portugal... Y me duelen, me duelen muchísimo estas cosas, porque uno, con dos cervezas de más, o con dos siestas de menos, se pone a presumir de culto ante ciertas amistades, y sin embargo, en estas cuestiones de la geografía sureña, ando tan perdido que me salen los sonrojos. 
Ahora, gracias a la película, por lo menos ya sé dónde queda la Isla Mínima, que para más cojones no era una isla, sino un cortijo.




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La vida inesperada

🌟🌟🌟

Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Los amantes pasajeros

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Llevado más por la curiosidad que por el convencimiento, asiento mis reales en el sofá para ver Los amantes pasajeros. Meses de críticas negativas me habían preparado para asistir a la peor película de Pedro Almodóvar. Pero nunca, ni en el más pesimista de los augurios, para este disparate...

No le tengo ninguna manía al director manchego. Es más: le tengo por un hombre cercano a mi propio sentir, más allá de los gustos sexuales, o de la diferencia de edad que nos separa. Cuando habla en sus entrevistas, o escribe en sus guiones, siento que es un tipo de vehementes pasiones, de amores que alcanzan la locura y desencantos que hieren hasta el alma. Un hombre que arriesga en sus sentimientos, que goza o que sufre, pero que nunca se queda en la indiferencia, en el medio camino. Luego, sus películas, son harina de otro costal: algunas ya forman parte de mi educación sentimental, como La ley del deseo, o Hable con ella, y otras, por alocadas, por excesivas, por profundamente personales, quedan muy lejos de mi gusto, del terreno común que pudiéramos compartir entre ambas Castillas. Pero en todas sus películas, incluso en las más fallidas, he encontrado siempre un poso de hermandad, un fugaz encuentro en el laberinto de los sentimientos.  Hoy no. Hoy he pasado por Los amantes pasajeros sin detenerme en ningún chiste, en ningún romance, en ninguna exaltación de la libertad sexual. Ningún pájaro de los que viven en mi cable ha levantado el vuelo. Se han quedado quietecitos, adormilados, mirando el paisaje. Extrañados con la tontería supina mientras piaban por lo bajo.




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