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Polvo de estrellas (o el iPod de Proust)

 

Si Marcel Proust viajó a su infancia tras probar una magdalena mojada en té, yo, estos días, he viajado a la mía escuchando viejos podcasts en un iPod. Los de Polvo de Estrellas de Antena 3, aquel programa de cine que Carlos Pumares presentaba en las madrugadas de la radio justo cuando José María García tenía a bien soltar el micrófono.

En las últimas semanas, cada vez que salía a pasear por el monte, ponía en el iPod una de aquellas emisiones, y entre que apenas me cruzo con nadie, y que la naturaleza del monte podría ser casi la misma de antaño, porque aquí hasta las furgonetas de los hortelanos siguen siendo las Citroën de toda la vida, el iPod se me ha vuelto condensador de fluzo nada más rebasar yo la velocidad de 5 kms/h, y  ha obrado el milagro del retroceso en los relojes. Era tal, el efecto que obraban en mí los viejos programas de Pumares, que, sugestionado, transportado a otra época de mi vida, yo apretaba el paso por los senderos como hacía de chavalote, sin jadeos ni fastidios, apurando los hectómetros como si ya no existieran las lorzas ni las oxidaciones celulares.

    Iba por el monte, sí, pero en realidad yo estaba vez otra vez tumbado en mi cama, en León, a las dos o tres de la madrugada, haciendo como que repasaba el temario para un examen, o dejando que transcurriera lánguidamente la madrugada. Una verdadera sinestesia, ésa que me llevaba del archivo sonoro a la sensación táctil de estar tumbado a oscuras, soñando con una vida futura más divertida y excitante, que ya ves tú qué mierda, de mejoría... Mis paseos transcurrían en el año 2020 del Señor, pero en el iPod salían oyentes que le preguntan a Pumares si era mejor el sistema VHS o el Beta, y qué narices es eso del DVD plateado que viene anunciado de América, o si merece la pena comprar un televisor panorámico o seguir apostando por uno cuadrado tradicional. Oyentes preocupados por si algún día se rodará la segunda parte de El Señor de los Anillos en dibujos animados, o si algún día existirá un banco de datos donde puedan hacerse consultas  de cine sin confiarlo todo a la memoria prodigiosa del señor Pumares... Y yo, teletransportado, pero con un pie puesto en el presente para no despeñarme, no sabía si maravillarme por tanto disparate anacrónico y echarme a reír, o si hacer la cuenta exacta de los años que han pasado y dejarme llevar por la melancolía, allá en el monte solitario, acompañado tan sólo por el perrete, que perseguía a los conejos y a los topillos entre las viñas de las laderas.






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Carlos Pumares. Un grito en la noche

Cuando supe de su existencia, pensé que el libro Carlos Pumares: un grito en la noche estaría descatalogado, y que tendría que volverme loco en internet para conseguirlo, pagando, tal vez, un precio desorbitado por lo que ya seguramente era un libro de culto. La Biblia Pumariana, para los cuarentones que le escuchábamos en la adolescencia, robándole horas al sueño para dedicárselas al cine, o al Monolito, a lo que surgiera de aquellos micrófonos imprevisibles, que podían ser recetas de cocina o  llamadas a la rebeldía ciudadana contra el gobierno.

    (Luego, con los años, cuando supimos algo más de política, descubrimos que Carlos Pumares era un anarquista de derechas reaccionario y vociferante, y de pronto ya no nos hacían tanta gracia sus teorías sobre la iniquidad de los impuestos, o la sacrosanta voluntad de los empresarios. Peccata minuta, en todo caso, para un tipo que nos regaló la pasión por el cine como Prometeo nos regaló el fuego en los albores. El día que empecemos de una puta vez la Revolución, al Pumares lo indultaremos, y le haremos rezar tres himnos de Riego en penitencia, y luego le investiremos como Ministro de la Cosa Ésa del Cine, como él mismo decía).


    Para mi sorpresa, encontré el libro en una sitio online que todo el mundo conoce, y comprendí que éramos muchos los que todavía sentíamos curiosidad por el personaje, y estábamos dispuestos a pagar 16 euros para satisfacer nuestra curiosidad de ex oyentes del programa. ¿De dónde venía Carlos Pumares? ¿Cómo se gestó su Polvo de Estrellas? ¿Por qué duró tan poco el experimento en la televisión? ¿Qué pintaba don Carlos haciendo el indio en Crónicas Marcianas? ¿Dónde estaba ahora el tipo que nos hizo reír como cosacos en las madrugadas de los gamberros? ¿El que malogró nuestras vidas para siempre, convirtiéndonos en trasnochadores de la radio y de la vida?  

    Pero, queda, al final, un poso triste tras la lectura. Pumares se autodescribe como un ser solitario, medio amargado, dejado de lado por todos los que una vez consideró amigos, o al menos compañeros. En el año 2007, fecha de publicación del libro, ya nadie contaba con él para nada serio: blogs ignotos de internet; paseíllos por televisiones cutres; charlas en pueblos perdidos; críticas de cine para los periódicos del facherío... Una mierda, con perdón. Pura supervivencia. Un final indigno para el hombre que muchos cinéfilos consideramos un maestro, y un referente, aunque suene todo tan manido como cursi. Pumares era divertido, culto, atrabiliario, ingenioso, didáctico, puñetero, leído, facha, insoportable, entrañable. Irrepetible. 

    Todavía hoy, siempre que termino de ver una película, me pregunto: "¿Qué opinará el Pumares de ella?"

- ¿Y el contacto con la gente?
- Me hago mayor y cada vez más raro. Y como he sido hijo único y siempre he estado a gusto solo, pues el sentimiento se agudiza. No tengo problemas por estar solo. Me gusta. 





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Carlos Pumares. Polvo de Estrellas

La muerte de Gaspar Rosety ha revuelto los recuerdos de mi desván. Buscando su voz cuando cantaba los goles del Madrid en las remontadas, o de la Selección Española en los Mundiales, he ido a topar con un archivo sonoro de Antena 3 Radio, aquel nido de alianzapopuleros que se decían independientes y montaraces. Estos hijos de mala madre, nostálgicos de una derecha que pusiera en vereda al rojerío campante, aprovechaban cualquier programa, político o no, para atizar al PSOE y clamar de paso contra el poder del Estado, que maniataba a los emprendedores, subía los impuestos y construía trenes innecesarios de alta velocidad.

    Carlos Pumares -que a eso venía- era uno de los locutores más vocingleros. Su programa de cine -que luego era de cualquier cosa- venía después de Supergarcía, y los adolescentes que ya trasnochábamos por los estudios, y por las ganas infinitas de vivir, nos quedábamos hasta las tantas de la madrugada oyendo sus monsergas de rancio conservador. Pero nos daba igual, su facherío. Nosotros estábamos a lo del cine, o la que surgiera, que podía ser una receta culinaria o la última crónica de una multa en carretera. Pumares, en aquel magacín encubierto, en aquel showtime de la madrugada, era mi pequeño dios de las ondas, un fulano tan cínico como divertido, tan faltón como seductor.

    Y eso que Pumares, cinéfilo de otra generación, odiaba a muchos cineastas que yo adoraba. Y no sólo los odiaba: se mofaba de ellos, los ponía a caldo, los ridiculizaba en antena si algún oyente se ponía pesado defendiéndolos. Pero yo me meaba de la risa, y me daba lo mismo no coincidir. Pumares era un fulano directo, vitriólico, que tenía muy pocos filtros en el paladar. Y una gracia de la hostia. Aunque sufría chifladuras de crítico arqueológico, Pumares me transmitió su pasión por el cine. Una pasión que yo traía de serie a su programa, pero que él mantuvo viva en los años idiotas de la adolescencia, cuando todo pudo haber sucedido. Pumares fue, aunque suene manido y resobado, mi maestro.

    Casi tres lustros después escucho de nuevo sus programas, en el ipod, mientras camino por los montes, y me sigo descojonando yo solo con sus paridas, con sus desplantes, con sus arranques de genialidad. Un personaje único.

Oyente: Pumares, es que mis amigos dicen que la película X es muy mala.
Pumares: Pues cambia de amigos


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