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Mi tío Jacinto

🌟🌟🌟🌟

Jacinto es un torturador de animales -en concreto un torero- que se pasa los días de la posguerra bebiendo como un cosaco. Por el deterioro de su físico y la ruina de su casa deducimos que lleva así diecisiete años, de melopea en melopea, desde que el ejército rojo cayó cautivo y desarmado hasta el año 1956 en el que transcurre la película.

Ya no es posguerra exactamente, pero sigue habiendo pobres a mansalva. Quizá ya nadie muera de hambre, pero todo el mundo lleva el mismo traje a lo largo de la película. Si hubo un tiempo en que la arruga llegó a ser bella, hubo otro en que el lamparón llegó a ser lo último en estilismo.

Como no sabemos nada de su pasado, y en el fondo Jacinto parece una buena persona con esa cara de tontalán, preferimos pensar que es un socialista que perdida la guerra decidió bajarse del mundo y refugiarse en la bebida, hasta que Franco se muriera o los soviéticos invadieran. El futuro incierto está, le decía el maestro Yoda cuando alcanzaba el delirium tremens en la madrugada... Tan borracho vive Jacinto, y tan ajeno dormita a la actualidad, que ni siquiera se entera de las ofertas de trabajo que le ofrecen los matarifes de Las Ventas, y que podrían aliviar en parte el desaguisado de sus bolsillos. Jacinto es un caso, desde luego, y además lleva un traje muy parecido al de Carpanta, el hambriento de los tebeos, ahora que caigo.

El espectador -insisto- quiere estar con Jacinto. Abrazar la causa del pobre, del débil, del desheredado... Pero es que Jacinto no lo pone nada fácil. Porque a su cargo -es un decir- tiene a un sobrinito llamado Pepote que es quien pone la comida sobre la mesa. Un vaso de leche, y un mendrugo de pan, pero comida al fin y al cabo. Pepote se parece mucho a otro niño muy famoso de la posguerra, Marcelino Pan y Vino. Tanto, que estoy por pensar que al final Marcelino resucitó de entre los muertos como su amigo el crucificado y luego regresó en forma de ángel para ayudar a Jacinto con sus merluzas. Quizá para ganarse las alas definitivas, como aquel ángel bonachón de “Qué bello es vivir”.





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El verdugo

🌟🌟🌟🌟🌟

“El verdugo” fue aplaudida por el antifranquismo como una comedia negra que protestaba contra la pena de muerte. La crítica escribió que la película era una excusa muy hábil para retratar la inmoralidad de las leyes, y la podredumbre del sistema, y que Azcona y Berlanga eran dos tipos muy listos que habían liado a los censores con los escarceos sexuales mientras cebaban con pólvora los cañones de la pena capital.

    Es indudable que Azcona y Berlanga se posicionan contra la pena de muerte en "El verdugo", y que dejan caer su crítica en un par de líneas de diálogos “inocentes”, aparte de lo grotesco de las situaciones. “Yo pienso que todo el mundo tiene que morirse en su cama...”, dice el personaje de Nino Manfredi. Pero tengo la impresión de que Azcona y Berlanga sobrevuelan lo espinoso como queriendo pasar rápidamente a lo sustancial, que es otra cosa. Me da -es un pálpito, una lectura quizá demasiado personal- que en “El verdugo” se ponen más antropólogos que políticos, más biólogos que filósofos, y que lo que les interesaba de verdad era hablar de la maldición del trabajo, y del hombre atrapado en el matrimonio. De la suerte que le espera al homínido que se deja llevar por los instintos genitales y luego se ve atrapado en las responsabilidades derivadas.

Que Franco era un militar carnicero o  que la pena de muerte era una práctica del Medievo son dos evidencias que no necesitaban mayor explicación. Azcona y Berlanga, más inteligentes que todo eso, dan el asunto por archisabido y lo utilizan como telón de fondo para narrar una historia de pobres que se enamoran. Aquí lo que importa es que hay un piso precioso en Madrid, amplio, luminoso, con vistas a la sierra de Guadarrama, y que si José Luis Rodríguez -que no es el Puma, sino un pobre desgraciado- no hereda el oficio de su suegro, todos tendrán que regresar al piso de mala muerte a malvivir de su parco sueldo en la funeraria. Un asunto socioeconómico, en un último término, si es que en la vida hay algo que no sea socioeconómico. La infraestructura, y la superestructura, que  explicaba el abuelo Karl. 



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El cochecito

🌟🌟🌟🌟

Todas las mañanas de escuela, cuando saco a mi perro Eddie para mear, me encuentro con una vecina que lleva su hijo al colegio. En coche. Sólo trescientos metros separan su domicilio del centro escolar, y el chaval, ya crecidito, no padece ninguna minusvalía física que yo sepa, ni ningún sentido trágico de la desorientación. El primer día que los vi pensé: "Será que está buena mujer va a trabajar a la misma hora, o que el colegio le pilla justo de paso para hacer los recados..." Pero no hay tal caso. A los cinco minutos exactos, ella, invariablemente, sin más propósito que haber hecho el recorrido escolar, ya está de vuelta en su portal. No hay que ser Sherlock Holmes para deducir que esa familia es un poco disfuncional, muy poco ecológica, y que lo del coche es un vicio adquirido como cualquier otro. Siempre que los veo subirse al coche, gravemente, como si fueran a emprender un largo viaje hacia las Chimbambas, me acuerdo de aquella frase que escribió Bukowski en sus diarios cuando conoció las escaleras mecánicas en unos grandes almacenes:

    "Dentro de 4000 años no tendremos piernas, nos menearemos hacia delante usando el culo..."


    Esta noche, viendo El cochecito, me he acordado de mis vecinos motorizados, a los que mañana volveré a encontrar cuando Eddie levante la patita. En El cochecito, que es la segunda película que firmaron juntos Azcona y Ferreri, don Anselmo es un jubilado que teme quedarse sin amigos porque su íntimo compadre, ahora impedido, se mueve por Madrid con un cochecito de minusválido, y se ha juntado con otros "ángeles del infierno" para ir de correrías por la Casa de Campo. Don Anselmo, al que da vida el impagable Pepe Isbert, está más sano que una manzana, y sus familiares, con buen criterio, no ven la necesidad de gastarse un pastón en el capricho. Le advierten que si deja de caminar se le van a anquilosar las piernas, pero el vendedor de los cochecitos, un ortopedista que se está forrando con el invento, le convence de que ahora lo moderno es ir a todos los sitios sin caminar, y que en el año 2000 ya nadie va a necesitar las piernas para nada. Azcona y Bukowski, tan lúcidos, ya habían anunciado al nuevo hombre en sus escritos.




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