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La ciudad no es para mí

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La primera vez que pisé Madrid, en una excursión organizada por los hermanos Maristas, un compañero y yo nos descolgamos del grupo nada más bajar del autobús. Lo habíamos hablado durante el viaje en conciliábulo secreto: en el primer semáforo que cruzásemos, por esas avenidas inconcebibles en León de tres carriles o más en cada sentido, le haríamos un homenaje a Paco Martínez Soria en “La ciudad no es para mí”, que era una película que pasaban mucho por la tele y que nos gustaba mucho a los paletos de provincias.

    Don Agustín, al salir de la estación de Atocha y enfrentarse por primera vez al tráfico moderno, se las veía y se las deseaba para cruzar por la glorieta de Carlos V, desesperando al guardia urbano encargado de enseñarle la diferencia entre el disco verde y el disco "colorao", porque rojo no se podía decir en las películas de la época. Mi compañero y yo, que éramos cinéfilos porque no teníamos novia -que si no de qué- queríamos imitar la gansada de no entender el semáforo, de entrar y salir de los carriles con aire de despistados, mirando hacia los lados como quien se ve atrapado en una estampida de bisontes.

Y casi lo conseguimos. Nuestro grupo ya estaba en la mediana de la primera gran avenida -creo recordar que la Castellana, a la altura del Museo Arqueológico- cuando nosotros, veinte metros por detrás, y silbando la musiquilla ye-yé de las películas sesenteras, pusimos un pie en el asfalto con el semáforo de nuevo cerrado en rojo. O en colorado... Dimos dos o tres pasos entre el tráfico como si fuéramos Chiquito de la Calzada en uno de sus chistes -quietoorr, noorr, cuidadín- cuando de pronto, a punto de retroceder para reiniciar el numerito, dos manos poderosas, la izquierda y la derecha de nuestro tutor, nos jalaron con fuerza hasta la acera y al llegar allí nos soltaron un par de capones muy certeros en el pescuezo. Los hermanos Maristas, en eso de arrear hostias, eran unos karatekas muy consumados porque también tenían misiones en Japón y en Indochina y creo que los destinaban allí por turnos rotatorios. 



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Vente a Alemania, Pepe

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En el remake imaginario de estos tiempos la película se titularía Vente a Alemania, Jairo, o Vente a Alemania, Vanesa, y los currantes ya no irían con la boina calada por las strasses, ni dejarían caer la quijada cuando se cruzaran con una rubiaza. En eso, la verdad, hemos avanzado bastante. Ahora somos más altos, chapurreamos cualquier idioma y estamos más cerca de casa porque podemos ver la liga de fútbol gracias a los satélites geoestacionarios. Pero, por lo demás, seguimos casi en las mismas. Medio siglo después de que Alfredo Landa aterrizara en el aeropuerto de Frankfurt hablando en cristiano, muchos españolitos y españolitas siguen buscándose las habichuelas en Alemania y en sus países limítrofes: esa Europa civilizada que escribe sus idiomas con muchas consonantes y siempre personal para manejar las máquinas y cuidar de los retoños.

    Aquí, en los años de la economía loca, cuando todos jugábamos al Monopoly de los pisos en la ciudad y de los apartamentos en la costa, llegamos a pensar que ya nunca necesitaríamos a los alemanes para que nos proporcionaran el sustento. Sólo los que venían a nuestras playas a beber la sangría y a comer la paella. O a comprar por trocitos la isla entera de Mallorca. Lo de Alfredo Landa limpiando cristales en Münich parecía una paletada tardofranquista que nunca iba a repetirse. Los españoles de la post-Transición jugábamos al pádel y hacíamos pinitos como inversores en la Bolsa; y de pronto, allá por los albores del siglo XXI, una familia de Nebraska dejó de pagar su hipoteca subprime y el efecto económico de ese aleteo mariposil provocó que aquí, en España, todo el tenderete se lo llevara el grito hipohuracanado de Pepe Pótamo.

En medio de ese derrumbe, apareció en la tele una ministra medio imbécil que lo confiaba todo a la Virgen del Rocío, y que declaro, reinaugurada, como en los tiempos del landismo, y del tartamudismo de José Sacristán, la "movilidad exterior".




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El turismo es un gran invento

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En El turismo es un gran invento, Benito Requejo, que es el alcalde de Valdemorillo del Moncayo, has a dream durante una noche de pesada digestión, y a la mañana siguiente, iluminado como Juana de Arco, convoca al vecindario para exponer su plan de desarrollo: convertir el pueblo en un gran centro turístico. 

Sólo así, argumenta, podrán evitar que los mozos se marchen a Barcelona a trabajar en las fábricas, y que las mozas los sigan detrás para servir como chachas. Pero al señor alcalde no sólo le mueve la preocupación por la demografía que se desploma: la vida en la gran ciudad es disoluta, perniciosa, con boîtes de luces coloreadas, y bailes agarrados en la oscuridad, y los jóvenes valdemorillenses, que han sido criados en el temor de Dios, son carne de cañón para los maleantes sin escrúpulos, para los tejemanejes de la tentación. La cruzada de don Benito es económica, pero también moral, en esa España vigilante y vaciada que aún resiste el azote del fornicio, y de la desvergüenza.


    Los vecinos de Valdemorillo reciben sus propuestas con escepticismo de paletos, pero don Benito, que es un pesado muy convincente, argumenta que si los pueblos de Levante eran villorrios de pescadores y ahora nadan en la abundancia gracias a que las suecas nadan en sus playas, por qué ellos, que también viven del sector agropecuario, y tienen los mismos cojones que cualquiera -y uno más escondido en el rabo de la boina- no van a desarrollar también su propia industria del turismo. Cierto es que en el Moncayo no hay playa. ¡Pero qué es una playa -con su arena incómoda, su basura flotando, sus niños dando por el culo- comparada con ese pasaje inigualable de los montecicos y los vallecicos! Con las plantaciones de malacatones y la ermita milenaria de la Virgen.

    Con estos argumentos irrebatibles, los vecinos tragan, las ilusiones se disparan, y en lo que ahora se llamaría un crowfunding -y que antes se llamaba suscripción popular- todos ponen un dinero para que don Benito y el secretario se vayan a la costa a estudiar las cosas del turismo. O lo que es lo mismo: alojarse en hoteles muy caros, tostarse los callos en las piscinas y sobre todo, por encima de cualquier estudio de mercado, departir con las extranjeras que por allí se exhiben, tan distintas a las cejijuntas y bigotudas que se han quedado en Valdemorillo rezando los rosarios y bailando las jotas. 

Don Benito y su secretario, que habían venido en misión espiritual, en cruzada aragonesa para salvar a sus compatriotas de la perdición, descubren que el turismo, al final, consiste en venderle el alma al diablo, y llenar la Plaza Mayor de rubias con poca ropa que provoquen el sofocón en las parientas, el infarto en el señor cura, y la masturbación compulsiva en los catetos que jamás vieron otra cosa en la vida, salvo los ángeles en las pinturas. 




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Vaya par de gemelos

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Las personas que me conocen superficialmente piensan que soy un tipo culto, leído, que se expresa con una corrección lingüística infrecuente, y también algo pedante, si se cruzan dos cervezas por el gaznate. A ello me ayuda, y mucho, esta facha que Dios me dio, a medio camino entre el empollón irritante y el jesuita exclaustrado. Un siniestro parecido a ese vaticanista insoportable de Juan Manuel de Prada, que escribe en los periódicos y diserta en las tertulias. Mi némesis.... Yo reniego de ese parecido, y si he bajado kilos en los últimos tiempos no es para cuidarme la salud, ni para pavonearme ante las mujeres, que la salud y las mujeres son dos suertes caprichosas como el rayo o como el pedrisco, sino por dejar de encontrarme con Juan Manuel en los espejos, y dejar de pegarme unos sustos de muerte cuando voy medio dormido, o medio inconsciente, por el pasillo, y pienso durante un segundo terrorífico que el gachó se ha colado en mi casa para afearme las conductas y los pensamientos. 



    Parezco muy fino, sí, pero sólo doy el pego ante las personas que me frecuentan poco y mal. Los que me conocen saben que por debajo de estas imposturas sigue hablando el chico criado en el arrabal, uno que fue a colegios de curas muy severos y exigentes, sí, pero que luego pasaba el fin de semana jugando al fútbol con lo peor de cada casa. Con el paso de los años, y de las cinefilias, y de las largas horas perdidas ante el televisor, he ido incorporando a mi lenguaje decenas de muletillas, de gracietas, de paridas estúpidas que ya forman parte del acervo incultural, y que echan por tierra cualquier pretensión lingüistica de parecer un tipo serio y respetable. Yo soy de los que digo "fistro" cuando hablo de un chapucero, y "pecador de la pradera" cuando me ahorro un insulto más grave, y digo "comooorl", y "jaaarl", y "ten cuidadín", y muchas más chorradas que vinieron del Chiquitistán. Yo soy de los que digo "potito" en lugar de bonito, y "Encanna" cuando conozco una tal, y "digamelón" cuando cojo el teléfono y hay confianza entre las partes. Yo soy de los que digo "efectiviwonder", y "cuñaaaao", y "no, hija, no", y "piticlín, piticlín", y cientos de sandeces más que se han quedado pegadas a mi paladar con cola de carpintero. 

    Hoy por la tarde, avergonzado por estar partiéndome el culo con Vaya par de gemelos, la comedia de Paco Martínez Soria, he recordado que al tal Lucas le debo lo de llamar "tísicos" a los físicos, y de decir "culuculado" en lugar de calculado, y "buenisma" en vez de buenísima, gilipolleces que suelto con toda la conciencia de estar hablando mal porque pienso que los demás comparten la gracia y la génesis, la tontería y el guiño, y que suelen dejarme en un ridículo lamentable, y en un mal lugar difícil de remontar.

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El Tigre de Chamberí. Los tramposos.

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En El Tigre de Chamberí, un patán conquista el amor de la muchacha más guapa a fuerza de ser íntegro y buen tío. En Los tramposos, un par de timadores dejan la mala vida y reciben como premio a dos chicas bellísimas de tetas kilométricas. Son  películas de la España católica y moralista, que narraban vidas descarriadas que terminaban siendo ejemplares. 

En aquellos tiempos, ser alguien decente y con estudios te aseguraba una buena opción en el draft de las mujeres. Ellas mismas te preferían antes que liarse con el cantamañanas que iba de discotecas, de guateques, que las manoseaba a destiempo en los asientos del 600. Sólo las pelanduscas preferían subirse a la Vespino de estos tipejos engominados. Los años cincuenta y sesenta fueron muy duros en la política y en la economía, pero en el terreno sexual fueron el paraíso de los mediocres, de los tipos grises pero formales. Yo hubiese sido la hostia, en aquella España sin monarquía constitucional, con mis costumbres espartanas, con mis gafas de concha, con mi adusta seriedad. Se me hubieran rifado, las mozas del lugar: las vecinitas del quinto, o las señoras del supermercado. 

Sin embargo, cuando yo nací, estos méritos ya eran filfa y baratija de los rastrillos. Las chicas ochentosas y noventeras estaban en otro rollo, en otra onda. Fueron los años dorados de los ligones, de los chuloputas, de los graciosillos del chiste estúpido. De los pretendientes motorizados. Del chico más canalla o del quinqui más gilipollas. Del que más bebía, del que más fardaba, del que más grande aseguraba tenerla. 

    La bendita democracia fue una desgracia para nosotros, los aburridos. Somos, en lo nuestro, unos nostálgicos del No-Do.





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