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Harper, investigador privado

🌟🌟🌟🌟


Será que la película me ha pillado releyendo las novelas de Vázquez Montalbán, pero las aventuras de Harper, el investigador privado, me han recordado mucho las aventuras de Pepe, el detective de Barcelona. Lew Harper y Pepe Carvalho... También podrían haber sido Lew Carvalho y Pepe Harper. Las dos combinaciones suenan muy bien. No desmerecen el renombre de ninguno. 

Paul Newman, eso sí, es más guapo que Eusebio Poncela, que es la encarnación más recordada del detective galaicocatalán. Pero cada uno, en su ecosistema, el primero en California y el segundo en Barcelona, arrasa entre las mujeres predispuestas. Harper recibe tres o cuatro insinuaciones sexuales a lo largo de la película -que transcurre más o menos en tres días-, mientras que Carvalho, sin contar a Charo, se acuesta con un par de mujeres en cada novela de las suyas, que suelen abarcar un par de semanas de pesquisas y encontronazos. Es cierto que la muerte vive más próxima a ellos que a nosotros, amenazándoles en forma de bala, de navajazo, de accidente automovilístico. De porrazo traicionero en la cocorota. Pero no sé: me dan un poco de envidia estos fuckers de ojos claros, aunque ellos sean muy ficticios y yo tan verdadero.

“Harper, investigador privado” también se parece mucho a “El sueño eterno” porque ambas son un lío del copón. Las dos comienzan con Lauren Bacall recibiendo al detective de turno en un casoplón, lo que contribuye mucho al parecido. Pero no es solo eso: el caso de Lew Harper es casi tan enredoso como aquel otro de Philip Marlowe, con un malo que secuestra a uno que había desfalcado a otro que había asesinado a no sé quién... Y muchas mujeres fatales de por medio. 

En ambos casos el enredo no desmerece la película, pero sí que te obliga a rascarte de vez en cuando el colodrillo. “Harper, investigador privado” parece cine para todos los públicos, entretenido y escapista, pero en realidad es una película muy intelectual, para gente despierta y de muy buena memoria. 


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The last movie stars

🌟🌟🌟🌟

El contraste de estos documentales con la vida real es casi espeluznante. La vida real está llena de gente fea, sin trascendencia, sin apenas pedigrí. Yo me incluyo, por supuesto. La vida real casi nunca es rubia y con ojos azules. Y cuando lo es, suele terminar en un espejismo o en una estafa: una apariencia angelical que escondía a un gilipollas o a una caprichosa. Yo, al menos, veo una mujer como Joanne Woodward y aunque puedo pensar que es muy bella me cambio de acera. O veo a un fulano con aires de Paul Newman y pienso que está a punto de venderme algo, o de chulearse con algo que lleva puesto o que compró. 

Salvo honrosas excepciones, los Newman Rodríguez o los Woodward García suelen ser fraudulentos o hacérselo con un bote del Carrefour. Para más inri, suelen pertenecer a la alta sociedad de los pijos, de la realeza, de la casta económica dominante. Los rubios de barrio -como mi hijo, al que su abuela sigue llamando Paul Newman porque es su abuela- ya tienen otro brillo en el pelo y otro fulgor en la mirada: en ellos todo es más mate y tristón.

Quiero decir que a este lado del océano no existen parejas tan ideales como Paul Newman y Joanne Woodward. Tan físicamente, moralmente y diplomáticamente envidiables, como diría Chiquito de la Calzada. Qué gran película, por cierto, hubiera sido una que juntara a nuestro Chiquito con estos dos anglosajones de la pradera: “Tenéis los ojos más claros que la sopa de mi mujer”... Es verdad que Paul Newman tenía arrebatos de alcoholismo y que Joanne Woodward parecía un tanto arpía para los suyos. Pero joder: son minucias en este sistema binario de dos estrellas que danzaron una alrededor de la otra hasta la extinción de la primera y el apagamiento de la segunda. 

Por lo demás, Newman y Woodward eran un dechado de virtudes: filantrópicos, majetes, listos, con sentido del humor. Tan buenos artistas como padres preocupados. Activos, incansables, sagaces para los negocios. De izquierdas, incluso, aunque de izquierda americana, claro, que es como aquí ser votante del PP. Pero bueno: se agradece. No sé... Son tan admirables que hasta dan un poco de grima. 





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Esperando a Mr. Bridge

🌟🌟

Al señor Bridge no le gustan los comunistas porque dice que los pobres lo son por devoción, y por vaguería, como decía Esperanza Aguirre en sus años estupendos, y que él no tiene por qué alimentarlos ni vestirlos con sus impuestos.

    Al señor Bridge los negros no le caen ni bien ni mal: simplemente los considera sirvientes, ganado, y tacharle de racista sería como llamarle gatista, o perrista, un absurdo tratándose de especies tan distanciadas en la escala evolutiva.

   Al señor Bridge le horrorizan los homosexuales, sus actos contra natura. Sólo de pensar que hacen… eso, en la intimidad de sus cuevas, se le revuelven las tripas y pierde el apetito. El señor Bridge aplaude a rabiar el castigo bíblico que cayó sobre Sodoma, aunque luego, en las homilías del pastor, nunca se acuerda de preguntar cuál fue el pecado de los gomorritas, jamás mencionado, quizá por olvido, quizá por no herir las almas sensibles de los feligreses. Menos mal que en el entorno social de Mr. Bridge -en el Casino, en el Colegio de Abogados, en las barbacoas de la gente decente- los homosexuales son impensables, seres de otra galaxia, porculadores de otros barrios y otras realidades. 

    A las lesbianas, por supuesto, el señor Bridge ni las concibe, o sólo las imagina magreándose en Europa, en baretos de mala muerte, francesas, seguramente...



    Al señor Bridge no le gusta que sus hijas traigan los novios a casa, a escondidas, a preambular los ardores. O a consumarlos, los muy guarros, y las muy desobedientes, si no fuera porque él siempre duerme con un ojo abierto, atento a cualquier gemido, a cualquier cremallera, para bajar por las escaleras con la lupara y cortar de raíz cualquier arrebato prematrimonial dentro de su propiedad.

    Al señor Bridge no le gusta que su mujer le lleve la contraria, ni le altere las rutinas, ni se queje como una plañidera. Al señor Bridge, por la mañana, le gusta tomarse el desayuno con tranquilidad, mientras lee el periódico y pontifica contra la modernidad, y luego, por la tarde, tomarse el güisquito en el sillón con la satisfacción de la jornada bien rematada. Para el señor Bridge, la señora Bridge, aunque la quiere y la respeta, es como todas las mujeres: sólo sirve para dejarse fornicar, para malgastar el dinero en compras absurdas, y para cotorrear con sus amigas asuntos banales que jamás cambiarán el mundo.

    Esperando a Mr. Bridge…



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Dulce pájaro de juventud

🌟🌟🌟

Una vez yo conocí a un dulce pájaro de juventud como el Paul Newman de la película. Un gigoló del entorno rural -aquí, en la provincia del Noroeste, muy lejos del Golfo de México- que ponía la postura y la sonrisa y con esas dos armas biológicas se abrió camino en la vida hasta conquistarla como un campeón. Folló de lo lindo, probó varios trabajos, fue amado y repudiado por sus vecinos, y al final, con  un currículum más o menos presentable, se ligó a la soltera más apreciada de los contornos. Es una historia casi calcada a la de Tennessee Williams. Una de norteños en Invernalia, no de sureños en Alabama, pero cai con el mismo enredo y la misma pasión atolondrada.


    El gigoló que yo conocí “in person” se bebió la vida a sorbos, como decía el cantar, provisto únicamente de la jeta y del torso musculado. No había más dones que esos, en aquella escultura vaciada. Pero quien piense que hablo en tono peyorativo sobre la vacuidad del aspecto físico se equivoca. Lejos de mí, ese cliché. La belleza o la fealdad nos vienen dadas del mismo modo que la inteligencia o la tontuna. Son designios divinos. A quien Dios se la da, San Pedro se la bendice, para bien y para mal, y a nosotros sólo nos queda pulir el don, o disimular la putada. El inteligente no tiene mayor mérito que el guapo. Eso es una gilipollez. No hay ningún mérito intrínseco, adaptativo, digno de presunción, en descifrar un libro sobre mecánica cuántica o en comprender un soneto de García Lorca. Yo, en mi caso, que soy capaz de lograr tan palurdas hazañas, preferiría plantarme en la discoteca y derretir a las divorciadas con un simple escorzo de la mirada. Eso sí que tiene mérito, y además sirve para algo.

    Éste pájaro de juventud que yo conocí era, además de un impresentable, un pecador de la pradera. No tenía los ojos azules de Paul Newman, sino los ojos verdes de la hierba donde se trajinaba a las zagalas. A mi gigoló provinciano tendría que interpretarlo -en caso de que algún productor se interesara por este biopic rural, semivasco, tal vez un Montxo Armendáriz o un Julio Medem que regresara a los orígenes agropecuarios- un actor de ojos verdes que ahora mismo no me viene a la cabeza. Porque yo, a los ojos, en plan escrutador, de retenerlos en la memoria, sólo miro los ojos de las actrices, como los de Charlize Theron el otro día, que con tanto rollo no llegué a decir que sigue siendo la mujer más hermosa del mundo, se ponga como se ponga, y se pongan como se pongan. Sólo quería apostillarlo.




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La gata sobre el tejado de zinc

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La gata sobre el tejado de zinc era, finalmente, la propia Maggie Pollitt, que andaba más caliente que el palo de un churrero. He tenido que llegar casi hasta la senectud para comprender tan erótica metáfora. La íntima pasión de esos maullidos desesperados. Ahora ya sólo me queda conocer quién coño voló sobre el nido del cuco, allá en el manicomio de Oregón, para morir en paz y dejar resueltos los grandes enigmas de mi cinefilia.

    Era, pues, la mujer, la felina; y el tejado, el lecho conyugal. Y el zinc, supongo, el algodón de la sábana, o del lino. En cualquier caso, el material resudado y recalentado, porque eso, lo de caliente, siempre nos lo robaron en el título castellano. Para no dar pistas. Qué cabrones, los censores, y qué eficaces además, siempre traduciendo a su libre albedrío para darnos gato por liebre, y gata por esposa. Cuando Maggie, ya casi desprendida de su camisón, le suelta a su marido la metáfora libidinal, éste, en el inglés vernáculo, le responde que se busque un amante, y que a él que lo deje tranquilo, con su bourbon y con su muleta. En la versión doblada, sin embargo, Paul Newman le suelta un enigmático “pues diviértete”, que lo dice todo si estás atento, y no dice nada si andas medio despistado, buscando otros significados, otras literaturas que no pertenezcan a la sonrisa vertical…


    A la pobre Maggie ya sólo le queda gritar “¡fóllame, hostia!” a la cara de su marido, que interpreta indiferencias sólo por fastidiarla. Hay que tener mucho orgullo, y mucho aguante, para que una mujer como Elizabeth Taylor, en paños menores, a medio metro de tu cuerpo, te diga que va calentísima hasta las trancas y tu finjas que no te interesa, que prefieres seguir dándole al bourbon en el dormitorio y al manubrio en el cuarto de baño. Es lo que tienen los matrimonios sin amor, que hasta el sexo se vuelve aburrido y prescindible. Es lo que tienen los matrimonios de conveniencia, que se conciertan para que el patriarca de la familia tenga nietos en quienes poder legar las haciendas y las obras de arte.

Es lo que tienen los matrimonios cuando uno prefiere el sexo con el amigo al sexo con la mujer, y el amigo, por una desgracia, se va para siempre, y algo se muere en el alma.  



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Veredicto final

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Como era un hombre muy guapo y tenía ojos azules de quitar el hipo, Paul Newman, siempre vivió bajo la sospecha de vivir sólo del cuento, de lucir sólo el palmito. Le tuvieron que salir pelos en las orejas, y bolsas bajo los ojos, y una expresión de hombre muy vivido en la mirada, para que los tuertos empezaran a verle como un actor de la hostia, todoterreno, lo mismo en la comedia que en el drama, No sé si un actor del método o un talento de la naturaleza, pero un actor como la copa de un pino. Un señor respetable, cincuentón largo, de canas lustrosas, ya de vuelta de los premios que nunca le concedían, al que Sidney Lumet ofreció el papel principal en Veredicto final. El actor idóneo para dotar de dignidad a un personaje que al principio de la película no la tenía, pero que la buscaba afanosamente para redimir su pasado de abogado chanchullero. De leguleyo que siempre prefirió el acuerdo entre bambalinas a la esgrima ante el jurado. De picapleitos que siempre eligió la comisión a la justicia, el dinero fácil a la satisfacción plena. 


    Frank Galvin vive el crepúsculo muy poco glorioso de su carrera, ya más borracho que lúcido, ya más ausente que presente, hasta que un caso de los que nadie en su sano juicio aceptaría -porque la demanda es contra un hospital de la Iglesia, y unos abogados no quieren arder en el infierno, y otros no se atreven  a ser aplastados por la milenaria institución- le concede una última oportunidad de recuperar el orgullo y la decencia. Galvin seguramente morírá alcoholizado, o depresivo, o llevado por un mal cáncer de la tristeza, en un fallo multisistémico por la mugre que se acumula. Pero quiere morirse con el título de licenciado limpio de polvo y manchurrones. Ante la pobre chica que yace medio muerta en el hospital, víctima de una negligencia médica, Galvin, como en una revelación religiosa, como en el despertar de una pesadilla etílica, se caerá del caballo negro que lo llevaba camino de Damasco y se subirá a un corcel alado que lo llevará en volandas hacia la búsqueda de la Verdad.

    Mientras Paul Newman cambia de caballo, y clava su papel de abogado redimido, la inquietante Charlotte Rampling clava su turbia mirada en sus espaldas...




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El castañazo

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Sé de cuarentones como yo, que nos criamos en el solar del arrabal y en el videoclub de la esquina, que tienen El castañazo de George Roy Hill como película de cabecera. Divorciados de facto, o de deseo, que cuando ven un trompazo antideportivo en la televisión, un bloqueo sañudo en la NBA o una entrada criminal en la liga de fútbol, recuerdan con alborozo las hazañas de los hermanos Hanson, que eran aquellos gafotas culovaseros que aupaban al Charlestown Chiefs de Paul Newman al primer puesto en la liga, dando cera con el stick, y estopa con los codos. 

Recuerdo que El castañazo era una película altamente cotizada en el videoclub, y que había que probar suerte varias veces para encontrarla disponible. Todos los chavales del barrio -al menos los que éramos medio cinéfilos y medio salvajes- la habíamos visto tres o cuatro veces como poco, y nunca dejábamos de reírnos con los hostiazos ya consabidos, y con las caras de Paul Newman descojonándose de todo lo que sucedía a su alrededor, con aquel aíre de pícaro que el muy cabronazo clavaba como nadie.


    El castañazo, sin embargo, con todo su aura gamberril y toda su mística barriobajera, no hizo que le cogiéramos afición al hockey sobre hielo, ni que se la cogiéramos jamás, básicamente porque en televisión, cuando ponían los partidos en los Juegos Olímpicos, era un deporte inescrutable en el que no podías seguir el disco con la mirada. Vimos algún enfrentamiento histórico entre rusos y americanos, que se jugaban mucho más que una medalla, y pare usted de contar. Así que lo poco que sabemos sobre el hockey hielo se lo debemos a George Roy Hill y a Paul Newman, o sea, casi nada, porque ellos, lejos de la didáctica y del fair play, quisieron hacer un desparrame, una tontería, casi un cómic sobre las ligas menores donde se ganan el pan los mastuerzos sin talento. 

    El propio Paul Newman llegó a decir que jamás se lo pasó tan bien rodando una película. Y pardiez que se nota.... Como película, si nos ponemos en plan sesudo y cinéfilo, El castañazo no vale apenas nada: sólo es una broma, una gansada, un homenaje que se dieron dos buenos amigos a costa de Universal Pictures. En cambio, si nos ponemos en plan nostálgico y juguetón, El castañazo es un divertimento que todavía funciona para alegrar la tarde de canícula, porque su espíritu libre, su ánimo transgresor, su afán profundamente antididáctico y muy poco ejemplarizante, es de los que calan en el ánimo y contagian el espíritu.



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Dos hombres y un destino

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La amistad, después del odio, es el sentimiento más puro que existe. Porque el amor, tan ensalzado por el vulgo, y por los bardos, sólo es una engañifa de los genes, una alteración hormonal elevada a categoría de arrebato. 

Uno, por supuesto, se ha enamorado varias veces en la vida, de mujeres que al menos en ese rapto parecían llamadas a otorgar la felicidad. Y espero volver a enamorarme de aquí a que llegue el invierno, aunque parezca contradictorio, porque aun falsario y estúpido, el amor es un síntoma inequívoco de que uno sigue vivo, y de que las carnes aún gritan su correcto metabolismo. Pero el amor es eso que dijo Severo Ochoa: una exaltación bioquímica, y nada más. Una alienación en el sentido más marxista de la palabra, porque en el amor uno ya no es uno, sino el obrero al servicio de sus genes, que lo llevan y lo traen como a un pelele sin voluntad.

    El amor se parece demasiado a una enfermedad para ser un sentimiento puro y estimable. Hay fiebres, dolores, palpitaciones... El odio, en cambio, es una emoción preclara, decidida. Si en el amor uno va aturdido y alelado por las calles, persiguiendo mariposas como un imbécil, en el odio uno nota los sentidos afilados, y el yo reafirmado, la fuerza de la naturaleza recorriendo las venas. Es un sentimiento muy auténtico, el odio, pero también muy jodido, de consecuencias imprevisibles y funestas, que sólo sirve de estrategia evolutiva en casos muy contados.


    Así pues, para levantar las copas y celebrar verdaderamente un sentimiento, sólo nos queda la amistad, que es una querencia noble y desinteresada, que no viene determinada por la sangre ni por los cromosomas, sino por la simple voluntad, libre y inviolada. Un apego que se cuece a fuego lento para formar vínculos de hierro. Es por eso que a mí me gustan mucho las películas de amigos, y no tanto las de amor. Y de películas de amigos, de tipos que están a las duras y a las maduras incluso en los peores momentos, tengo en la mayor estima a Dos hombres y un destino. Una película que no es drama ni comedia, que no es western ni crepúsculo. Que si atendemos a las entrevistas que vienen en el DVD, es una cosa rara que ni sus responsables supieron muy bien cómo abordar al principio, y cómo definir al final. Ni el propio William Goldman, que escribió el guión en un arrebato de creatividad, sabe explicarse muy bien. Luego su guión tuvo la suerte de dar con el director adecuado, Roy Hill, y con los jetos adecuados, los de Redford y Newman, que sieno tan hermosos, pero tan profesionales, tan griegos del clasicismo pero tan gringos del cuatrerismo, nos dejaron cien guiños para el recuerdo.



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El golpe

🌟🌟🌟🌟🌟

Las películas como El golpe pueden verse varias veces sin temor a perder la tarde, o a desaprovechar la madrugada. No importa que ya sepamos el desenlace, que anticipemos las sorpresas, que conozcamos el secreto último de cada personaje. Da lo mismo. Tantas reposiciones después, El golpe nos sigue divirtiendo como a niños primerizos porque está muy bien hecha, y muy bien escrita, y nos deleitamos en la contemplación del mecanismo interno, que es un reloj de mucha precisión. Ya no nos fascina la película, sino la arquitectura de la película, que es lo que distingue a los grandes clásicos de las cintas olvidables. Es como se distinguen también las grandes novelas, o los grandes partidos de fútbol, que puedes releer sin la gratificación de la sorpresa, o rescatar de los archivos aunque el marcador se haya quedado inamovible.


    Y luego están sus actores, claro, milagrosos y precisos como una conjunción astral de tres planetas. La partida de póker de Paul Newman nos sigue divirtiendo como el primer día, con su borrachera fingida y su impertinencia ahostiable. Su frotarse las manos de gañán en cada mano ganada. Nos importa un carajo saber de antemano el enredo de las barajas y el resultado de los órdagos. Nadie miró jamás a nadie con tanto odio reconcentrado como le dedica el señor Lonnegan en la partida, o Loniman, o como coño se llame, un excelso Robert Shaw que es el malo perfecto de la película, tan entrañable que a veces dan ganas de susurrarle desde el sofá que tenga cuidado, que esos listillos del barrio lo están enredando como a un tontaina fanfarrón. Hasta Robert Redford se nos descuelga con un par de gestos memorables, históricos, y me sigue saliendo la carcajada, descojonada e irreprimible, cuando Paul Newman pifia un juego de cartas y Redford le mira con los ojos desorbitados como queriendo decirle: "¿Y con esas manos de borrachuzo te vas a presentar ante Lonnegan, o Latiman, o como narices se diga, para contrarrestarle las trampas?".


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Camino a la perdición

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El personaje trágico de Camino a la perdición es el mafioso John Rooney, al que da vida, y altura, un inmenso Paul Newman. Un protagonista de tragedia griega, si no estuviéramos entre irlandeses con metralleta y borsalino.

    A punto ya de jubilarse por edad, o temeroso de que lo jubilen a tiros las bandas rivales, el anciano sopesa a quién legar los negocios ilícitos que lo han hecho un hombre respetable. El hijo genético, la carne de su carne, es un psicópata de gatillo fácil que no sabe mantener la boca cerrada, ni el arma en la cintura. El personaje de Daniel Craig es, además, un tipo apocado y rencoroso, que no tiene el don de la paciencia ni la virtud de la mansedumbre. Un perfecto inútil que dilapidará en poco tiempo la herencia recibida. Tantos asesinatos, tantas piernas rotas, tantas cabezas descalabradas en el Medio Oeste americano, para que luego llegue el chaval y lo arruine todo con tres locuras y cuatro tonterías. Una inversión de alto riesgo, como poco.

    El otro hijo de Paul Newman es Michael Sullivan, el personaje de Tom Hanks. Un matarife profesional, como aquellos que añoraba el gallego Pazos en Airbag. Sullivan es un sicario que sabe cuándo hablar y cuándo disparar. Cuándo conceder la prórroga y cuándo empezar la balacera. Cuándo dejar un testigo vivo y cuándo no. Un tipo responsable y cabal que sin embargo, ay, no lleva en su venas la sangre de los Rooney. Él es un hijo adoptado, como el Tom Hagen de la familia Corleone, y aunque sería el candidato ideal para suceder al anciano, los imperativos genéticos pueden más que los raciocinios de la conveniencia. Cuando la película se enrede, y John Rooney tenga que mojarse en su elección, se desatará la tragedia anunciada en el título. El camino hacia Perdición, y hacia la perdición, que tanto monta y monta tanto.

    Mientras veía la obra maestra de Sam Mendes, y contemplaba las dudas desgarradoras de John Rooney, he recordado aquel discurso que Tywin Lannister le soltaba a su hijo Jaime en la tienda de campaña. Para ilustrar a quienes vieron Camino a la perdición y se echaron las manos a la cabeza:

    "En poco tiempo yo habré muerto. Y tú, y tu hermano, y tu hermana, y todos su hijos. Todos moriremos. Todos nos pudriremos en la tierra. El apellido de la familia es lo que pervive. Todo cuanto pervive. Ni la gloria personal, ni el honor. La familia". 


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El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas

🌟🌟🌟🌟🌟

Matilda Hunsdorfer, la niña más inteligente de su curso, explica ante sus compañeros los resultados de sus experimentos con las margaritas:

"Las semillas que recibieron menos rayos gamma se convirtieron en plantas en apariencia normales. Las que recibieron una radiación moderada dieron lugar a plantas con mutaciones. Las semillas que recibieron una radiación mayor murieron o dieron lugar a plantas enanas".


        El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas no es, como se ve, un documental de La 2, sino el extraño título de esta película dirigida por Paul Newman. Las margaritas irradiadas con cobalto 60 no son, obviamente, las protagonistas de la película. Aquí no se ve crecer la hierba, ni las flores, como decía Gene Hackman de las películas de Rohmer. Las margaritas pochas sólo son la metáfora de estas dos niñas condenadas al fracaso, las hermanas Hunsdorfer, hijas de una alcohólica majareta que interpreta sin histrionismos la inmensa Joanne Woodward, esposa bellísima del director.

       Ruth y Matilda son dos niñas inteligentes y despiertas que llevan dentro la semilla de la inadaptación. Abandonadas por su padre, y reducidas a la economía de subsistencia, los años escolares tienen pinta de ser los mejores que vivirán antes de lanzarse a la vida. Los defensores de la influencia ambiental dirán que es el entorno empobrecido lo que influye fatalmente en su destino. Como si el trastorno de la madre o la ausencia del padre lloviera sobre sus cabezas, y las impregnara de un líquido negro y espeso. Los que hemos leído los libros prohibidos sabemos, sin embargo, que los seres humanos somos el resultado de los genes, y poco más. Que no hay más cera que la que arde, y que el destino viene escrito en el lenguaje del ADN. La felicidad o la desgracia, el talento o la ineptitud, la inteligencia o la tontuna, no son cosas que se puedan comprar o vender en el supermercado de la vida. Vienen de serie en nuestro organismo, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. 

El cobalto 60 que irradiaba las margaritas de Matilda es, en nuestro caso, el azar de las mutaciones nucleótidas, que nos hace como somos.







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El buscavidas

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El buscavidas es una de las películas de mi vida. Primero porque es cojonuda, y segundo porque en ella juegan al billar, y a mí esa liturgia del taco me deja boquiabierto y ensoñando como un niño tonto. Si Eddie Felson se hubiese dedicado a trampear en partidas de póker, o en torneos de dardos, El buscavidas, para quien esto escribe, no habría tenido la misma relevancia, la misma mística que la ha convertido en una referencia continua de las tertulias. 

    Los lectores de estas malandanzas ya saben que lo mío con el billar es una fijación de autista, una obsesión de haber perdido la chaveta. Una vocación que nació no tardía, sino ya directamente muerta, a destiempo de cualquier aprendizaje y de cualquier futuro viable. Uno apenas sabe agarrar el taco, posicionar el cuerpo, realizar los golpes más básicos. Mi destreza manual, tan poco simiesca, apenas me llega para pelar los plátanos, o para fregar los platos sin estrellarlos contra el suelo. Mi padre, el pobre, vivía del arte que producían su manos, y yo sin embargo, entrampado en un laberinto genético, sobrevivo a pesar de mis manos. Así que me conformo con verlo en la tele, en los canales de pago, en largas veladas que me dejan hipnotizado, y evaporan el tiempo densísimo para convertirlo en apenas un suspiro. 

          El buscavidas, decía, es una de las diez películas que me llevaría a la isla desierta. O de las cinco, quizá, si me pillara en un día propicio. Y lo haría, sin embargo, en total desacuerdo con la moraleja final. Eddie Felson viene de California con una sonrisa de sol en la cara, y una taquera bien chula junto a la maleta, dispuesto a comerse el mundo de los billares. Pero Minnesota Fats, en su primer desafío, tras varias horas de juego, y varias botellas de whisky en el coleto, termina por destrozarlo. Minnesota es un veterano de mil batallas: se mueve despacio, cariacontecido, con una seguridad pasmosa en todo lo que hace. No se pone nervioso, no se apresura, encaja las malas rachas con una sonrisa de complacencia mientras se afila las uñas a escondidas. Eddie, por contra, es un chulo de los antros, un borrachín sin aguante, un pelele dominado por la frustración. Le llegan las malas rachas y se desmorona; le llegan las buenas y no sabe cuándo parar. 

    Vapuleado en este primer reto, retornará a sus cuarteles de invierno, al hotel desvencijado de cuatro chavos por noche. En la ciudad conocerá el amor, la lesión, la tragedia... La prostitución de su propio talento, en busca de ganarse una revancha contra Minnesota. Se presentará ante el gordo entrañable con un semblante distinto, con un autodominio insospechado. Y le vencerá. "Ahora tengo carácter", le grita Eddie a la cara, convencido de que el carácter es una cosa que se adquiere, que se trabaja, que casi se merece a cambio de los sinsabores personales. Pero el carácter, como todos sabemos, es una cuestión cromosómica que nos viene dada. Que nace con nosotros y muere con nosotros. El carácter no es una parte de nosotros: es nosotros, literalmente. Forma parte de nuestra estructura básica, como la sangre, o como los nervios. Ir por ahí gritando "ahora tengo carácter" es tan ridículo como gritar "ya tengo sistema nervioso", o "por fin me han colocado el esqueleto". Eddie dice que descubrió su carácter, pero en realidad lo está fingiendo, o lo fingía antes.




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El color del dinero

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A Paul Newman no le concedieron el Oscar por El buscavidas, ni por Veredicto final, ni por La leyenda del indomable. Tres interpretaciones que ya son un clásico de nuestra cinefilia, y un punto de acuerdo entre los aficionados, se fueron al trastero polvoriento donde Hollywood guarda sus cagadas fosilizadas. Sería la mala suerte, o la incomprensión de su talento, o la improbable superioridad consecutiva de sus rivales. Cuando Paul Newman cumplió sesenta años, algún responsable de los premios debió de ver un ciclo suyo por la televisión, o se lo cruzó en alguna fiesta de alto copete, y recordó, como iluminado por un saber ancestral, que hubo una vez un actor mayúsculo que superó el estigma de su belleza para regalarnos actuaciones prodigiosas y personajes imborrables. En la ceremonia de 1986 le concedieron un Oscar honorífico que sabía a justicia, y un poquitín, también, a penitencia.

            Justo un año después, cuando todo el mundo ya imagiunaba a Paul Newman satisfecho del ultraje, y dedicado a sus otras pasiones de los coches de carreras y de las salsas para espaguetis, él, como espoleado en su orgullo, retomó el taco de billar y el papel de Eddie Felson para merecer el premio trabajando sobre el set.  Yo era por entonces un chaval, y me alegré mucho por Paul Newman. Aquella mañana de marzo, cuando me levanté a desayunar para ir al colegio y puse la radio, di un salto de alegría al enterarme de su victoria en la madrugada lejana de Los Ángeles. El siguiente fin de semana fui al cine, y juré sobre mi biblia de apóstata que El color del dinero era una película insuperable, la madre de todos los billares. Ahora veo la película y descubro que a Scorsese se le va un poco la mano con las bolas, con las músicas, con las gesticulaciones de los actores, y obliga a Paul Newman a componer un personaje, olvidando que los actores como Newman sólo necesitaban mover la ceja y despegar los labios. Newman fue muchas veces grande, grandísimo, pero aquí sólo es un buen actor que sostiene el entramado de una película irregular que a veces mola  y a veces produce urticaria. 




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Rachel, Rachel

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En este principio de curso, con la tristeza de quien regresa a la dictadura del trabajo, me topo en los canales de pago con Rachel, Rachel, película dirigida por Paul Newman y protagonizada por su esposa Joanne Woodward. Rachel es una colega de profesión, allá en la profundidad de las Américas, que vive el último día de clase antes de que lleguen las vacaciones de verano. Uno, al principio, teme que la película nos restriegue, a los profesores que transitamos septiembre, la felicidad inmensa de los que aún viven el junio alborozado. Sería el colmo de la ironía. Pero no es el caso. Para la maestra Rachel, el verano es el desierto inabarcable del tiempo libre, el caudal inagotable de horas consecutivas en las que no podrá olvidar que es una mujer fracasada -al estilo de como fracasaban, o creían fracasar, las mujeres de antes: sin marido, sin hijos, al cuidado esclavizado de una madre manipuladora.

Yo entiendo a Rachel. Su mal es el mismo mal que yo padezco. Durante el curso uno tiene el trabajo, el fútbol, el trabajo doméstico, ¡las películas!, y cuando la soledad de un tiempo muerto amenaza con abrir la puerta a los fantasmas, ahí está la llegada del sueño, fulminante, para escabullirnos por otra. Pero en verano los días se estiran, el fútbol desaparece, y el largo sueño de la noche ya no deja regresar al liviano sueño de las tardes. Uno aprovecha para ver el cine que no vio durante el curso, casi siempre malo. Hay que caminar a tientas para no encontrarse con los monstruos en cualquier esquina, acechantes, y malolientes. El verano da miedo. El sol lo ilumina todo con una luz delatora.

En el aula vacía de los niños, ante la depresión veraniega que se acerca, Rachel pronuncia este pensamiento tan parecido a las confesiones que hace Louis C.K. en sus shows nocturnos. Tan parecido, también, a mis propias reflexiones de cuarentón recién estrenado, barrigudo y decadente:

“He llegado exactamente a la mitad de mi vida. Este es el último verano ascendente de mi vida. A partir de ahora todo será cuesta abajo, hasta llegar al final”.

Solo que yo, me temo, llevo ya varios veranos descendentes. Rachel, con sus treinta y pocos años, no deja de ser una jovencita para mí. Envidiable y bonita, colega de los temores, cofrade de la vocación fracasada.




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