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Noticias del gran mundo

🌟🌟🌟🌟


A veces, cuando veo a Eddie tirado en el sofá, aburrido en el encierro que separa sus paseos, me pregunto si esta vida es la más adecuada para él. Eddie, a su modo, también es un kiowa de las praderas, un ente salvaje que un día apareció abandonado en un camino, como la niña Johanna que se encuentra Tom Hanks camino de sus lecturas. Conmigo Eddie tiene la comida asegurada, el agua, el calor, el paseo puntual por el monte. Hasta sanidad privada, tiene, el muy jodido. Otros perros de por aquí jamás salen sin correa, o languidecen atados en las fincas. Ay, si uno gozara del poder de mover objetos con la mente... Milana bonita.

Puede que sea una sandez, pero a veces siento con pena que éste no es su lugar: que él sería más feliz vagabundeando, libre como un indio, cazando durante un rato y luego tirándose a la bartola en cualquier lugar, a la sombra de un árbol, o al solete de unas hierbas, saludando con el rabo a los que se acerquen a saludar.

A veces también siento que La Pedanía no es mi lugar, aunque la glose de vez en cuando en las fotografías. Siento que me pasa como a Tom Hanks en la película, que tampoco se encuentra a sí mismo. Él, como yo, ha emprendido un vagabundear por la geografía que ya dura demasiado, sin atreverse a detener el carromato. Él sabe que su lugar en el mundo es San Antonio, pero le faltan las agallas, le tiembla el pulso, y le carcomen los recuerdos. Yo, por mi parte, sé que mi sitio está en el mar, en el Norte, como si las olas me llamaran, y la lluvia fuera mi elemento. Pero nunca he tenido el valor de rehacer el petate, de embarcarme en tierra para llegar hasta la orilla.

Afortunadamente, para seguir procrastinando en mi decisión, tengo las estadísticas de mi lado. La Pedanía del siglo XXI es un lugar mucho más prometedor para la longevidad que el Far West del siglo XIX. Hanks, en la película, en un viaje de pocas semanas, tiene tiempo de enfrentarse a varios tiroteos, a un tornado, a un accidente de carromato, a un brote de cólera, a una maldición atravesada que le lanzan los kiowas... Le pasa de todo. Le roza la muerte en demasiadas ocasiones, y al final concluye que ya es hora de dejar de hacer el indio, siendo el, además, anglosajón, y excapitán de los ejércitos. Casi nadie llega a viejo en el Far West, y hay que tomar las decisiones importantes con más celeridad. Yo, de momento, sigo aquí, rascándome la barriga, deshojando la margarita, agarrado como un gilipollas a la esperanza de vida que marcan las estadísticas.



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22 de julio

🌟🌟🌟

Enfrentado a las grandes tragedias de nuestro tiempo, este blog prefiere deslizarse por el comentario irónico y al chascarrillo tontorrón. Un ejercicio cínico ante las cosas del mundo, como si me las diera de ermitaño en la montaña, o de Montaigne en su castillo. O de Diógenes en su tonel. Un tipo de vuelta de todo, sabio y jocoso en el otoño de la edad. El resultado, claro, suele ser más bien patético, de vérsele a uno la impostura y la falta de oficio. Porque a fin de cuentas, uno, de la vida, sólo ha visto las sombras proyectadas en la cueva de Platón. 

    Pero ése es mi registro, qué le vamos a hacer: mi tono habitual, lo que me sale de la entraña cuando cojo la pluma y pincho con ella en las teclas del ordenador. Mi oficio es hacer comedia de las tragedias sumadas al tiempo, como formuló Woody Allen en su famosísima ecuación. Al igual que E=mc2, C=T+t, es otra igualdad que sostiene la estructura básica de nuestro universo, y que yo tengo puesta en un cartel que está siempre a la vista, aquí donde escribo.

    Y claro: llegan películas como 22 de julio y me quedo paralizado, con la escritura amordazada, jugando al solitario o al Apalabrados en el ordenador, haciendo tiempo a ver qué sale de las meninges contrariadas. De la matanza perpetrada por Anders Breivik en la isla de Utoya -y unas horas antes en el complejo gubernamental- poca ironía puede hacerse. Ninguna, la verdad. La locura de Breivik, el "caballero templario", es el terror en estado puro. Imaginarse a ese fulano disparando sobre un grupo de adolescentes como quien mata conejos en su finca ya es difícil de tragar. Verlo, ahora, representado en pantalla, ejecutando sus "crímenes políticos" ante la cámara temblorosa y puñetera de Paul Greengrass -que ya parece, por cierto, un director especializado en masacres contemporáneas-, le amarga a uno la digestión de la cena, y le crea, además, un sentimiento de culpabilidad, por haberse prestado a este juego malsano como espectador.

     El primer tercio de 22 de julio es asqueroso, pero es una obra maestra, no sé si se entenderá; los dos tercios restantes sostienen un discurso optimista, reparador, pero son tan aburridos como un telefilm de Antena 3 en la sobremesa. Es una jodida contradicción.


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Capitán Phillips

🌟🌟🌟🌟

Uno siempre se ha preguntado qué haría en una situación límite como la que vive el capitán Phillips en la película que narra su desventura. Uno se imagina secuestrado por un grupo de somalíes belicosos, encerrado en un bote de salvamento camino de la costa pirata, y lo primero que se le viene a la cabeza es una flojera de esfínteres, un desmayo, una escena patética de súplicas y besapiés. John Turturro en el Miller's Crossing...

    Uno, por fortuna, jamás se las ha visto con tipejos armados que chillan y amenazan de muerte. Ni un simple atraco de yonqui, que ya es decir, siempre viviendo en provincias, alejado del mundanal ruido, con pocas cosas que hacer en las madrugadas tentadoras. Hay quien dice que los héroes surgen insospechados y sorpresivos, y que es la circunstancia, y no la predisposición, quien los fabrica en el momento. Pero no lo creo. Ya son muchos los años que he pasado en mi propia compañía, y me conozco lo suficiente para saber que en el lugar del capitán Phillips me habría comportado como un cobarde, como una auténtica nenaza. Como aquel capitán infausto del Costa Concordia... Todas las cosas que Tom Hanks discurre con inteligencia preclara en la película a mí se me irían por el ojete de puro canguelo, y no hubiera sobrevivido ni a la mitad de las tesituras que este hombre tuvo que pasar.  



    Por lo demás, hay quien dice que Paul Greengrass ha perdido una oportunidad de oro para hacer pedagogía política con su película. Que los malos del asunto le han quedado demasiado malos, casi caricaturescos, negros chillones que desorbitan los ojos armados del Kalashnikov. Sólo al principio de la película, en cuatro pinceladas apresuradas, nos cuentan que estos piratas se lanzan al mar obligados, amenazados por los señores de la guerra que luego se llevan la pasta gansa de los rescates. Pero, luego, en el transcurso de la refriega, los moros resignados a su suerte se convierten en malos de pacotilla que se dejan llevar por la violencia gratuita y gritan consignas muy islamistas contra los yanquis. Que una película esté basada en hechos reales no significa, en principio, que plasme al dedillo los hechos reales. Sólo el capitán Phillips verdadero conoce la desviación -si es que la hay- entre la realidad y la ficción.




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Bloody Sunday


🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un conocido en la adolescencia que de mayor quería ingresar en la Guardia Civil solo para "matar rojos". Soñaba con enfrentarse a ellos en alguna manifestación, en alguna marcha de sindicalistas del 1º de Mayo -que era la fantasía castrense que más le ponía- y recibir una pedrada en la cabeza que le diera la excusa para desenfundar el arma reglamentaria y vengar la década y media que llevábamos de democracia. 

    Mi conocido, como se ve, se creía un falangista de los tiempos de la II República; un pistolero del Far West que podía disparar contra pieles rojas sin que nadie le pidiera explicaciones. Sus familiares -que no estaban mucho mejor de la chaveta- eran unos nostálgicos del franquismo que aún no habían dado la Guerra Civil por concluida. En aquel tiempo gobernaban los socialistas de Felipe González que permitían que los putones y los maricones cantaran alegremente en televisión, y esa gente se sentía muy ofendida cada vez que sintonizaban la Primera o el UHF. Mi conocido escuchaba sus relatos, digería su frustración, y se vio a sí mismo como un ángel justiciero de la decadencia de Occidente.

    Con los años, guiado por el entusiasmo y por los buenos estudios, consiguió entrar en el cuerpo menetérico, que dijo una vez Chiquito de la Calzada. El exceso de ardor guerrero, o la fatalidad del destino, terminó dando con sus huesos en el País Vasco. Sé por otras amistades que allí lo pasó muy mal, arrodillado todas las mañanas ante su coche particular para revisar los bajos explotantes. Años después, tuvo la fortuna de regresar sano y salvo a la Meseta para llevar la misma vida de misa dominical, voto fidedigno al PP e indignación colérica contra los rojos que poblaban la televisión. Supongo que a veces, en el sofá, para amenizar la tertulia, todavía acaricia el arma reglamentaria entre las piernas soñando con grandes hazañas bélicas que ya nunca llegarán.



    Hoy por la noche he visto Bloody Sunday, el relato modélico que hizo Paul Greengrass de la histórica matanza de Derry. Trece muertos, y uno posterior, que inspiraron la celebérrima canción de U2. En alguno de esos paracaidistas británicos que dispararon contra la multitud he creído reconocer el gesto vengativo, el aire falangista, la pose marcial y fanática, de aquel conocido mío que también soñó con disparar algo más que pelotas de goma y gases lacrimógenos contra los chavales del pelo largo. 



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United 93

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En el chiste de Gila, un pasajero con miedo a volar razonaba que era imposible que los aviones se estrellaran como aseguraban en los telediarios, y que todos sus ocupantes muriesen al mismo tiempo en la tragedia, porque ya sería mucha casualidad que todos tuvieran señalado el mismo día para morirse, y que eso era un sindiós matemático, y una probabilidad ínfima que no podía ni considerarse. 

-Salvo que sea el día señalado para el piloto -respondía su compañero de asiento, muy poco tranquilizado en sus terrores, en cuyo caso ya poco importaban los destinos individuales, y los designios de las matemáticas.

    Eso fue lo que sucedió a bordo del United Flight 93 que acabó estrellándose en un campo de Pensilvania en la aciaga jornada del 11-S. Que sus pasajeros seguramente tenían marcado otro día fatídico en el calendario, cada uno en su destino, pero que fueron a coincidir el 11 de septiembre del 2001 con el día señalado para el piloto, para sus compinches en la fe. Y contra eso no pudieron hacer nada las cábalas probabilísticas. Ni sus intentos desesperados por defenderse. Y mira que lo intentaron, según la versión oficial que recoge la película de Paul Greengrass. Y a fe que hubieran logrado salvar sus vidas si ese mamón que controlaba los mandos no hubiera sido un fanático redomado, un ansioso de las mil vírgenes que le esperaban en el paraíso. Pero esto, ya digo, lo cuenta la versión oficial, que al parecer ha reconstruido los hechos gracias a las llamadas telefónicas que se produjeron desde el avión. Los terroristas perpetran el secuestro, los secuestrados se resisten, y a consecuencia de la lucha que se produce en la cabina, el United 93 se precipita contra el suelo. Punto final. Un asunto muy simple, y muy verosímil, que en la película te pone los pelos de punta y te quita las ganas de viajar en avión para una larga temporada. Al menos hasta que llegue el verano y la canícula  se vuelva más insoportable que el canguelo de volar. Pero hay otras teorías, ya digo, que circulan por ahí desde el mismo día de los hechos.
    Teorías que darían para rodar casi exactamente la misma película, pero con un final alternativo, y mucho menos edificante para el gran sueño americano, y para la gran patria que nos gobierna. 


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Jason Bourne

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Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Jason Bourne debería ser una obra maestra porque ofrece exactamente lo que promete: Jason Bourne, el ex agente de la CIA que busca su pasado, cuatro hijos de puta en Langley que tratan de ocultárselo, y un sicario muy eficiente que lo persigue por varios escenarios del mundo -sañudo, concienzudo, hipervitaminado- hasta llegar a la pelea final. Si alguien buscaba otra fórmula, otro derrotero, iba dado con la experiencia. Las películas de Jason Bourne, sobre todo si las dirige Paul Greengrass, se hacen con un molde que es al mismo tiempo muy eficaz y muy previsible: tiros, hostias, persecuciones, montaje frenético, muertos que se lo buscan y muertos que pasaban por allí. Y entre medias, como en un contenido transversal que articula toda la saga, un poco de filosofía existencial sobre la naturaleza asesina o no del pobre Jason, que al parecer no quería ser asesino pero le metieron en el lío, esos mamones de sus compatriotas.


    Cuatro películas llevamos ya con el asunto y la duda no tiene pinta de resolverse. Jason dice que no, que él no es un matarife. Que entre uno que lo reclutó, uno que lo lió y otro que le lavó el cerebro con muy malas artes, él ha matado sin un afán verdadero de matar, y que quiere retirarse del oficio para vivir en una isla desierta. Los malos de cada película, sin embargo, que van cambiando de rostros a medida que Bourne se los va cargando,  sostienen que Jason es un asesino fetén, un verdadero "nasío pa matá", y que mejor haría en aceptar su naturaleza, volver al redil de la CIA y dejar de vagar por esos mundos, buscándose sin encontrarse. 

    Yo, la verdad, en este asunto de la identidad profunda de Bourne, estoy más de acuerdo con los malosos de Langley que con el héroe de la función, pero prefiero, por el bien de la saga, para que siga produciendo entretenimientos, que Bourne siga caminando por ahí como alma en pena, creyéndose un trozo de mazapán torturado. 



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