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Quien a hierro mata


🌟🌟🌟

Nos hemos acostumbrado, desde niños, desde que veíamos las películas americanas los sábados por la tarde,  a que las cosas inverosímiles, altamente improbables, suceden con la mayor naturalidad del mundo en Los Ángeles, o en Nueva York, o a mitad de camino, en el cruce del Misisipi -que de niños había un chiste que decía que el río más corto del mundo, en contraposición, era el Mispispís. Y no sólo las películas de ciencia ficción, o los musicales coloridos, que son monopolio casi exclusivo de la imaginación americana, sino esas películas violentas que van dejando muertos por todas las esquinas: tiroteos, persecuciones, malotes de gatillo fácil y policías que desenfundan sin mucho protocolo, que luego, a la mañana siguiente, uno se imagina a los jueces del condado levantando cadáveres por doquier y comprende que no pueden dar abasto, los pobrecicos.



    Las cosas inconcebibles que suceden en Quien a hierro mata no nos harían sonreír de incredulidad si los narcotraficantes vivieran en Miami y el ángel vengador se pareciera un poco más a George Clooney, o a Al Pacino, en otro registro. No nos harían escribir estas pequeñas maldades si toda esta gente del hampa hablara inglés con acento cubano, o colombiano. O si la película -como reza su título en inglés- se llamara Eye for an eye, que siempre queda muy chulo, de hombre Marlboro, de  sabor a viejo western, a Harry el Sucio, o a Charles Bronson enturbiando la mirada, y no como en el título original, que lleva ese refrán popular que suena a retahíla desdentada de la abuela.

    La película de Paco Plaza deja un montón de muertos por las pacíficas calles de Cambados, que uno se imaginaba repleta de otros cadáveres más sustanciosos, caparazones de nécoras, y cáscaras de mejillón.  En Quien a hierro mata hay ahogados en bateas, acribillados por chinorris, acuchillados en centros penitenciarios, gángsters estampados contra parabrisas, médicos asesinados en el salón de su casa, familiares ajusticiados en terribles actos de venganza… Casi un escaparate de muertes posibles. Y uno, que navega por todo esto muy entretenido, pero también con una sonrisa socarrona, se imagina este mondongo de venganzas explicado en el Telediario de La 1, al día siguiente, como noticia de apertura, y comprende que a los guionistas del asunto se les ha ido un poco la pinza. Ni lo de Puerto Urraco, que es la americanada más reciente de nuestra historia, llegó a tanto…



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Verónica

🌟🌟

Verónica cuenta dos historias de terror. Y la más aburrida, para mi mal, es la que se lleva gran parte del metraje. La que protagoniza propiamente Verónica, la chica de los gritos y las contorsiones. La chica que huye de los espíritus malignos, de la monja con glaucoma, de las sombras del pasillo. Lo archisabido, vamos. Y eso que esta vez, para variar, no se trata de una casa encantada, ni de una cabaña en el bosque, sino de un piso obrero de Vallecas con fantasmas de muy poca alcurnia y apellidos muy de andar por casa. Verónica es una película de terror al cuadrado porque además transcurre en habitaciones minúsculas, con sofás de escay, baños con orines y suelos que necesitan dos manos de amoníaco para recuperar el brillo de la primera pisada.

    La historia que da verdadero pavor es jusgtamente esa: la pobreza, la precariedad, la esclavitud de los pobres, y no la mandanga de los poltergeists y los sustos de los cojones. Lo que da canguelo es la vida de Ana, la madre de Verónica, esa mujer con cuatro hijos que nunca está en casa, y que cuando está, sólo lo hace para dormir, y para sobrellevar los dolores de cabeza. Ana trabaja a destajo en un bareto de mala muerte, con horarios imposibles y descansos inexistentes. Se ha quedado avejentada, jodida por su marido ausente, y ha delegado las labores del hogar en Verónica, su hija mayor, a la que explota con todo el dolor de su corazón. Ana es una currante de manos callosas y ojeras como mochilas que no se entera de nada hasta el penúltimo fotograma de la película, tan cansada como va, tan derrotada como viene. 

Verónica, su hija, no se vuelve tarumba porque el espíritu del mal se haya colado por la rendija de la ouija, ni porque su primera regla le esté poniendo el sistema hormonal patas arriba. Verónica es una víctima colateral de la explotación de la clase obrera, que ahí sigue, recrudecida, desde los tiempos del bisabuelo Karl. La chavala, simplemente, ya no puede abarcar más: tres hermanos que cuidar, unos estudios que cumplir, unas amigas que contentar… Sin un minuto libre, al límite de su exuberante energía. Una olla a presión que dejará salir el vapor por el lado torcido de la realidad. O de la irrealidad...




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