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Magia a la luz de la luna

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En la película Orígenes, Mike Cahill, que es un jovenzuelo que todavía disfruta del esplendor de la hierba, de la gloria de la juventud, no tuvo el valor de apoyar a su personaje en la cruzada científica contra el espiritismo. El doctor Ian, que con sus experimentos pretendía acabar con los des-razonamientos de los creacionistas, terminó convertido a la fe de los que defienden la reencarnación de las almas, en un guión tramposo y torticero que financiaba el poderoso lobby de los metafísicos. En Orígenes, tras las falsas esperanzas ofrecidas a los espectadores descreídos, finalmente triunfaba el más allá, el mundo fantástico de los espíritus. Y uno se quedó en el sofá con cara de tonto, como si le hubieran colado una homilía por toda la escuadra.



            En Magia a la luz de la luna, sin embargo, mi hermano Woody Allen, que ya va camino de los ochenta años, tiene la decencia moral, la valentía vital, de no dejarse engañar por los cantos de sirena que le anuncian un más allá donde podrá seguir rodando una película cada año. Woody Allen es demasiado inteligente, demasiado lúcido. El personaje de Colin Firth es un ilusionista que en sus ratos libres asiste a sesiones de espiritismo para desenmascarar los trucos de los adivinos, de los médiums, de los mensajeros que traen recados de los muertos. Stanley, que así se llama nuestro caballero cruzado, es un hombre de firmes convicciones que ha leído a Nietzsche, a Freud, a Schopenhauer, a los grandes filósofos de la refutación ultraterrena. Nadie va a convencerle de que los fantasmas nos visitan transustanciados en ese yogur líquido que los expertos en la majadería denominan ectoplasma. Nadie excepto una damisela tan hermosa como Emma Stone, por supuesto, que con sus trucos baratos de nigromanta lo dejará embobado, arrobado, perdidito de amor. Y quién no, pardiez, sucumbiría a ese cabello pelirrojo, a esos ojazos de niña vivaz, a esa voz cazallera que anuncia excitantes groserías en el dulce retozar… Emma Stone sigue siendo una de las reinas mimadas en este blog, tan republicano en convicciones, tan monárquico en sus amoríos.



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Orígenes

Me las prometía muy felices en el arranque de Orígenes porque su protagonista es un biólogo que estudia la evolución del ojo humano, y quiere poner fin a las monsergas de los creyentes en un Diseño Inteligente de la vida: esos tipos que aseguran que la selección natural no pudo cincelar paso a paso tal maravilla biológica, y que tuvo que ser un anciano con barba el que lo creara en un sólo golpe de ingenio, allá en el laboratorio de su nube interestelar.

    El doctor Ian es un hombre metódico, trabajador, convencido de la verdad científica que predicara Charles Darwin a sus discípulos. Los espectadores que militamos en el agnosticismo o en el ateísmo le animamos desde nuestro sofá cada vez que entra en el laboratorio y se pone a trajinar con los microscopios, como si no estuviésemos viendo una película, sino un partido de fútbol con penalti a favor. Yo, desde chaval, gracias a la labor misionera de los curas, soy hincha del Anticlerical F. C., y en Orígenes me pongo muy fanático, muy forofo. Cada vez que un personaje desliza la duda metafísica me levanto del sofá como si me levantara de mi asiento en la grada, y maldigo su nombre en varios idiomas irreproducibles.

         Llegamos a la mitad de la película y nuestro equipo va ganando por goleada a los creyentes, a los curas, a los catequistas que enseñan  la Creación de los Seis Días y el Séptimo en el sofá. El doctor Ian y la doctora Karen han activado y desactivado unos cuantos genes para otorgar la vista a gusanos que no antes no veían, como dicen que hizo Jesús con los ciegos humanos de Judea. Pero ojo (y valga la redundancia): aqui hay una chica preciosa que tiene cogido a nuestro héroe por la bragueta, enviada por el diablo para tentarle y hacerle dudar de sus demostraciones. Ella, entre polvo y polvo, trata de convencerle de la cortedad de sus planteamientos, de la existencia de un más allá espiritual  que él está incapacitado para percibir. Cualquier otro hombre hubiera sucumbido a las filosofías de esta mujer perfecta de ojos magnéticos. Pero Ian, para nuestro asombro, para nuestra envidia de hombres volubles y poco voluntariosos, aguanta como un coloso las embestidas de su lengua juguetona y viperina. Si no fuera porque juega en nuestro equipo, diríamos que es un santo varón.

    Pero ay, de Mike Cahill, el responsable de la función, que en el intermedio del partido recula posiciones como un cobarde en medio de la batalla, y empieza a pitarnos penaltis en contra, y a conceder goles que no son, y a sacarnos tarjetas rojas por cualquier tontería. Y así, en un plis plas, ante nuestros ojos atónitos, el F. C. Espiritual remonta el marcador y se pitorrea de nosotros. Cahill, al que yo creía paladín de nuestra causa, se saca de la chistera varios trucos para hacernos creer que bueno, que en fin, que quién sabe, que tal vez es posible que los cuerpos se pudran pero las almas permanezcan. Que la duda es beneficiosa y sana, y que hay que estar abiertos a otras posibilidades existenciales. Que millones de  personas en el mundo no pueden estar tan equivocadas cuando se abarrotan los templos y dan gracias al anciano alquimista que dicen que nos creó. 

    Nos han robado el partido, otra vez, a los mismos de siempre.



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