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Californication. Temporada 7

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“Californication” es una serie incomprendida por las almas puras y los cuerpos ascéticos. Aunque en ella lluevan los polvos y se hable mucho sobre fetichismos raros y sexualidades compulsivas, siempre fue una serie sobre la búsqueda del ideal romántico y la pareja definitiva. Casi una novela de caballerías. Una adaptación muy libre de Don Quijote de la Mancha -aquí don Hank de Nueva York-, que buscando a su señora no se las tiene tiesas con bandidos en las mesetas, sino con mujerazas en las alcobas. 

En “Californication” todo el mundo busca el amor eterno y la ceremonia de fidelidad, y solo la contrariedad, o el azar, o el capricho de los dioses, hace que otras parejas irresistibles se interpongan en el afán.  “Californication” también podría ser una adaptación muy libre de la Odisea: si Ulises cruzó el mar Egeo para regresar con su amada Penélope, Hank cruzó siete temporadas para recuperar a Karen, la mujer sin apellido.

El final de la serie quiere ser bonito y esperanzador. Hank Moody, a lomos de su coche Rocinante, convencerá a Karen de que juntos se comerán las perdices de California hasta el final de sus días. Los espectadores, sin embargo, sabemos que Hank Moody no tardará en visitar sigiloso otros dormitorios, porque los machos alfa son así y no lo pueden evitar. Yo no dudo de que Hank esté enamorado, pero nadie de sangre caliente podría resistir la tentación continua de esos pibones que se le ofrecen. Que se le tiran literalmente encima y a todas horas. Ya escribí en otra crítica que los que presumimos de ser fieles y monógamos puede, simplemente, que no hayamos recibido las suficientes tentaciones. Quizá no seamos más que melones por abrir, invisibles para el diablo, con tanta virtud de la que vamos presumiendo por ahí. 

No quiero ser un aguafiestas, pero en la última escena de la serie suena de fondo el “Rocketman” de Elton John: el grito libertario de un astronauta que no puede parar quieto en el hogar, en la Tierra, al lado de su familia. 





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Californication. Temporada 6

🌟🌟🌟


Tengo que confesar que ya me cansa un poco “Californication”. Y eso que yo era su evangelista -su lúbrico evangelista- en esta tierra estéril de los infieles. La sexta temporada es un calco de todas las anteriores. Los chistes se repiten y el desenfreno se autoparodia. 

Incluso la trama central parece el mismo ADN duplicado: Hank Moody -que desde hace varias temporadas ya no es escritor y no sabemos muy bien de qué vive– le baila el agua a una estrella del rock and roll que a cambio le provee de titis y de drogas hasta jartarse. “En temporadas anteriores de Californication”, Moody, al menos, se curraba los triunfos con la escritura, o con la caidita de las Rayban sempiternas. Ahora le ponen los polvos como a Franco le ponían el atún, o al Emérito el oso siberiano, así que hace tiempo que se nos ha caído el mito del Hank Palomo que se guisaba y se comía sus propios platos suculentos. 

(Mientras tanto, entre polvo y polvo -polvo de coca y polvo de meteysaca, digo- Moody sigue echando de menos al amor de su vida, la tal Karen, que se ha vuelto otro personaje escurridizo y sin línea argumental, supongo que porque Natascha McElhone entraba y salía de los rodajes a causa de sus compromisos o de sus movidas personales). 

Eso sí: en esta sexta temporada sale la mujer más guapa de cuantas se acostaron con Hank Moody en la ficción. Y puede, incluso, que con David Duchovny en la realidad. Si California se ha convertido otra vez en el paraíso perdido de “Californication” es gracias a esta actriz llamada Maggie Grace que consigue que la atención del espectador vuelva a vitaminarse y mineralizarse. Mi Super Ratona... 

Cando ella no está dan ganas de avanzar el metraje con el puntero del ratón; cuando ella aparece con sus vestidos mínimos y sus botazas de rockera, dan ganas de congelar el momento para toda la eternidad. Bendito sea el código binario que la inmortalizará en nuestros ordenadores o en la nube de las plataformas. Dentro de las matemáticas se escondía una secuencia de unos y ceros que era la belleza absoluta -la soñada por el mismísimo Platón- y creo que los científicos ya la han encontrado.





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Californication. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟


A veces pienso que “Californication” solo es una excusa argumental para sacar tías buenas en la pantalla. La fantasía sexual de Tom Kapinos, quiero decir, que él enmascara escribiendo guiones donde pululan las surferas y las actrices, las putas de lujo y las patinadoras en la playa.

A veces también pienso que mi cinefilia solo es una excusa para conocer la belleza inabarcable de las mujeres. En vez de salir por los bares o de hojear revistas del corazón, me dedico a descubrir mujeres en las películas y en las series, que parece un método más artístico y civilizado.

En mi particular “Californication” de los últimos meses han salido Isabelle Huppert en “La puerta del cielo”; Marisa Tomei en “Mi primo Vinny”; Sarah Jones en “Damnation”; Ana de Armas en “Blonde”; Ana de Armas en “Puñales por la espalda”; Ana de Armas en los sueños de la noche.

Hannah Einbinder en “Hacks”; Charlotte Rampling en “Recuerdos”; Virginie Efira en “Benedetta”; François Fabian en “Mi noche con Maud”; Zouzou en “El amor después del mediodía”;  Caitriona Balfe en “Belfast”; Alessandra Mastronardi en “Master of none”; Carice Van Houten en “El libro negro”; Renate Reinsve en “La peor persona del mundo”; Jessica Chastain en “Secretos de un matrimonio”; Jessica Chastain en "Los perdonados".

Jessica...

Catherine Zeta Jones en “Crueldad intolerable”; Louise Chevillotte en “Amante por un día”; Anna Mouglalis en “Los celos”; Pascale Ogier en “Las noches de la luna llena”; Melissa Benoist en “Whiplash”; Ariadna Gil en “Los peores años de nuestra vida”; Victoria Almeida en “Días de pesca”; Rhea Seehorn en “Better Call Saul”;

Annabelle Wallis en “Peaky Blinders”; la mujer de Figo en “El caso Figo”; Jennifer Taylor en “Dos hombres y medio”, temporada 6; Kathleen Turner en “Fuego en el cuerpo”; Geraldine Chaplin en “Peppermint Frappé”; Reese Witherspoon en “En la cuerda floja”; Leonor Watling en “En la ciudad”; Leonor Watling en otro sueño que tuve por el otoño.

Alexandra Daddario  en “The White Lotus”; Meg Ryan en “Tienes un e-mail”; Anäis Demoustier en “Los amores de Anaïs”; Lucía Caraballo en “No me gusta conducir”.

Natascha McElhone en “Californication”.



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Californication. Temporada 4

 🌟🌟🌟🌟


Yo no sabía que Californication, antes de ser una serie de la tele, fue una canción de los Red Hot Chili Peppers. Me lo dijo el otro día T., que tiene una cultura musical abrumadora. 

Mientras ella me cita varias canciones de este grupo de descamisados, yo apenas consigo situarlos en la línea del tiempo. Esto es porque en la juventud, mientras yo me dejaba la miopía en los libros y los dineros en el  Canal +, ella escuchaba los discos molones, y acudía a los conciertos, e incluso tocaba la batería en un grupo cañero de su tierra. Ella vivía la vida de ahí fuera mientras yo vivía la vida de aquí dentro, hasta que un día nos conocimos en el dintel de la puerta, ella buscando una vida más doméstica y yo buscando una vida más salvaje.

Un día, en el coche, T. me preguntó por mi músico preferido, y yo, ajustándome el puente de las gafotas, no mentiroso, pero sí un poco pedante, porque le podría haber respondido cualquier cosa menos camerística, le respondí que Schubert. Y ya digo que era verdad, porque con el tío Franz y sus colegas del clasicismo yo me he pasado media vida leyendo los libros y paseando por los montes. Ella sonrió incrédula, frunció los labios como imitando el gesto finolis de un lord, y luego, calcando mi voz de cardenal pontificio, repitió varias veces. “¡Me mola Schubert, me mola Schubert...!” Ahora, cuando me pregunta por estas cosas, siempre le respondo que Santiago Auserón para salir del paso y no quedar como un gilipollas.

De todos modos, la Californication de los Red No Sé Qué tiene una letra muy críptica que no sé cómo relacionar con las andanzas de Hank Moody por la otra Californication. Es lo que tienen las canciones compuestas entre un tirito de coca, un porro de maría y un chute de heroína: que te sale un mejunje mental que lo mismo quiere decir una cosa que la contraria. Digamos que ambas Californias hablan de pornografías blandas, sueños defectuosos y paraísos perdidos. También hablan -y quizá vayan por ahí los tiros- de amores verdaderos, que son tan raros como los unicornios, aunque a veces la naturaleza, tan generosa, ponga un cuerno postizo en los caballos.




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Californication. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟

California, en “Californication”, es el paraíso perdido del sexo. El mismo que florecía entre el Tigris y el Éufrates y que ahora los seres humanos han recobrado mientras Dios se despistaba. Adán y Eva, aunque en los retratos salgan idealizados como caucásicos de libro, en realidad fueron los dos últimos bonobos de nuestro árbol genealógico: la mona chita y el mono chito. Los churumbeles que engendraron ya no fueron bonobos, sino “Austrolapitecus lejanensis”, y con ellos se cerró el tiempo feliz del loco fornicar.

Como los antiguos nada sabían de la selección natural ni de la mutación del ADN (que fueron las dos grandes putadas que nos convirtieron en la tristeza que ahora somos, monos vestidos y vergonzosos), los escribas se inventaron la figura poética del ángel flamígero para explicar que la fiesta se había terminado, y que ahora ya sólo quedaba apechugar, y apechugarse entre las sombras, a escondidas de los demás. Todo por el bien de la civilización.

“Californication” es una fábula moral sobre el regreso al árbol, a los tiempos prebíblicos en los que no había Dios ni escritura. Hank Moody se mueve con su coche sin faro -y su pene sin fallo- por una fantasía que limita al oeste con el océano de las surferas, y al este con las colinas de las millonarias, todas loquitas por sus huesos. Moody copula a todas horas, de noche y de día, a diestro y siniestro, a troche y moche... Mientras el amor de su vida -la tal Karen- deshoja la margarita eterna de los cien mil pétalos, Moody va por las fiestas tarareando los versos de George Michael:

Sex is natural,

sex is good,

not everybody does it,

but everybody should.

Sex is natural, sex is fun..

"Vamos a dejarnos de hostias", vino a decir don Michael en esta canción. Y es como si esa musiquilla, como si esa letra insidiosa y provocativa, flotara sobre las cabezas de todos los personajes. También sobre a cabeza de los más feos, que algunos hay, porque esto es California, y esto es “Californication”,  y en el paraíso recuperado nadie se queda sin morder la manzana del placer. 





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Californication. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


En su novela “Amor intempestivo”, Rafael Reig decía de uno de sus personajes: “¿Qué necesidad tenía de escribir novelas, si ya era tan atractivo?” Geoffrey Miller, el psicólogo evolutivo, aplaudiría con las orejas. Según él -y yo lo suscribo- los hombres escribimos para llamar la atención de las mujeres. O para mantenerlas interesadas, una vez que se enamoran. Eso es lo primordial. Lo otro, si llega -el dinero, la fama, la tontería- no es más que el subproducto de esa exhibición amanuense. A los que no tenemos un gran físico o una gran millonada no nos queda otro remedio. Podríamos tocar el violín o inventar el ordenador cuántico, pero escribir parece más asequible y no necesitas una carrera para prepararte. Cualquiera -yo lo atestiguo cada día- puede ponerse a la faena. 

Una vez, en Facebook, topé con un escritor que me pidió amistad. No sé el motivo, porque su discurso, su rollo, su estilo, estaba en las antípodas del mío. Un día me preguntó que por qué escribía. Antes de leer mi respuesta, él me explicó que escribía para devolverle al mundo parte de su belleza. Una paulo-coelhada como un templo. Supongo que hay mujeres que se extasían con esas literaturas, no sé... Yo le respondí que escribía para ligar. El tipo no me dijo nada. Se quedó mudo. Ágrafo, mejor dicho. A los tres días me eliminó de sus amistades. Debió de pensar que le estaba vacilando. Hay gente así, desnortada y autosatisfecha.

Hank Moody, el escritor buenorro de “Californication”, empieza a ser consciente de su condición en la segunda temporada. Ahora que ha aprendido que solo tiene que entrecerrar los ojos para ligarse a las mujeres más guapas, ya no se le ve tan desesperado por escribir su segunda novela. Por refrendar su valía. Empieza a vaguear con conocimiento de causa. La mayoría de las mujeres desconocen su oficio de escritor y aun así se pirran por él en "cero coma", como dicen los modernos. Cuando le ven encenderse un cigarrillo se encienden de deseo. Entre ese fogonazo y el sexo bravío ya solo se interponen tres florituras verbales y unas pocas cortesías del mundo civilizado.




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Californication. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Después de un largo periplo por la historia, los sodomitas y los gomorritas -que tras la cólera de Yahvé vivieron su propia diáspora por el mundo- se instalaron entre el Océano Pacífico y la falla de San Andrés para reinstaurar el gozo de vivir y el placer de fornicar. 

En esa Babilonia moderna vive ahora Hank Moody, el escritor que añora vivir en Nueva York porque allí las mujeres son igual de hermosas pero se ponen abrigos y jerséis para combatir el frío que sopla del Atlántico, lo que entonces le permitía dedicarse a la escritura sublimando los instintos.

En Neogomorra, en cambio, las señoritas van muy ligeras de ropa, y además todas le encuentran irresistible y dignas de sus dormitorios porque Hank Moody posee el jeto exacto, y el magnetismo, y las pintas perfectamente descuidadas, y las oportunidades le brotan en cada esquina y en cada semáforo como setas en el bosque. Moody -el muy jodido, y el muy jodedor- se cayó en la marmita del mojo siendo un chaval y ahora ya no necesita ni ponerse guapo para salir a la calle y provocar soponcios y extravíos.

Pero Hank Moody, en realidad, aunque a veces parezca inverosímil, no desea este destino que los dioses bondadosos le reservaron. Él es un polígamo a su pesar, casi forzado, de los que a veces se pone a follar con gesto de resignación. Un libertino que va de cama en cama mientras espera que Karen, el verdadero amor de su vida, reconsidere su opinión de mantenerlo lejos de ella. Moody sólo desea el amor de Karen en las tórridas noches del Pacífico, y mientras dura esa reconquista -que es dura de cojones-  californica todo lo que puede para sustituir el pan por unas tortas de consuelo. 

En “Californication” se folla mucho, es cierto, pero sobre todo se ama. O se suspira por el amor. Lo del título es un reclamo publicitario, un nombre comercial. El fornicio no es el meollo de la cuestión aunque se quede grabado en nuestras retinas. El mensaje de fondo es casi una ironía, una contradicción: Hank Moody, con todo el sexo del mundo puesto a su disposición, sigue amando a Karen por encima de todas las cosas.





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Solaris

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La Luna, como es un satélite, sólo tiene un poder limitado sobre nuestros deseos. Hay quien dice -astrónomos de la nueva escuela- que la Tierra y la Luna son en realidad un planeta doble, dado el tamaño inusual de nuestra compañera. Pero no nos enredemos con estos pleitos, que bastante enredosa es ya la película con su mística, y sus resurrecciones, y sus bosones de Higgs haciéndose los graciosos. En el planeta Solaris, por ejemplo, no hay museos de cera con figuras que se parecen más bien nada a las originales, sino reproducciones exactas de los famosos, y de los no famosos, hechas de antimateria, o de fermiones, cosas así, que la verdad es que nos clavan.

Decía que la Luna, siendo un satélite, sólo nos concede soñar con la gente que se nos fue, y que querríamos que volviese. Apagamos la luz, conciliamos el primer sueño, y ella, en su modestia sideral, filtra su poder por la persiana para que podamos convocar a la persona amada. Allí, en la noche, si la Luna anda inspirada y nosotros dormimos con energía, conseguimos réplicas muy logradas de la realidad, y volvemos a sentir la emoción de un beso, y la perplejidad de una erección, y la sensación a flor de piel de ser otra vez felices, en una segunda y mágica oportunidad.

Pero como todos sabemos, los sueños sueños son, y al despertar se convierten en vapor de agua, en recuerdo inasible. Además, los sueños felices tardan mucho en regresar, a veces meses, o años, y en su lugar, por un desfase elíptico de la Luna, vienen a sustituirlos las pesadillas que son su reverso oscuro, justo lo que queríamos no recordar y emerge como la lava que nos abrasa.

Pero Solaris, al contrario que la Luna, es un planeta de la hostia, enorme, con magnetismos extraños, y cuando te duermes no fabrica humo a tu alrededor, sino carne y hueso que te abraza al despertar. En realidad no es carne ni hueso, sino un sustituto vegetariano que da el pego de narices, y te vuelve loco de contento, y de deseo, hasta que alguien te jura y te perjura que ella, Natascha McElhone, no es real, ni viene del planeta Tierra.

-          ¡Pero eso ya lo sabemos todos! -decía George Clooney en una línea de diálogo que luego tuvieron que suprimir.





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El show de Truman

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La primera vez que ves El show de Truman sólo estás pendiente, lógicamente, de las andanzas y malandanzas de Truman Burbank. Jim Carrey monopoliza la película y uno está que se come las uñas con su despertar del engaño y su fuga hacia Mundo Exterior donde le espera Natascha McElhone. Que ya quisiera uno -digo yo- pasar unos cuantos años en la inopia vital, vigilado por un dios con boina francesa, si la compensación es que luego, ya unidos para siempre, Natascha te dedique danzas melanesias al calor de las fogatas.

    Hoy que he vuelto a ver El show de Truman con el desenlace sabido y la moraleja digerida, me ha dado por pensar en los otros personajes que viven atrapados con él en Seahaven Island. Porque si Truman es un prisionero de la vida, ellos, los actores y actrices que se dedican a engañarle, son unos prisioneros del trabajo bajo la bóveda del gran estudio de Christof.

     Quiero decir: la mujer de Truman no es su mujer de verdad, sino una actriz que a veces parlotea incoherencias publicitarias mirando hacia el infinito, pero en realidad también se pasa todo el día allí, esclavizada, fingiendo un matrimonio que tal vez empieza a traspasarle la piel. Supongo que por el día, mientras Truman va repartiendo sonrisas y pólizas de seguro, unos empleados del show adecentan su casa y bajan al supermercado y Meryl Burbank aprovecha el asueto para refugiarse por unas horas en su casa verdadera, seguramente a pocas millas del trabajo por si a Truman le da la ventolera, y convivir unas pocas horas con el señor Gill y sus hijos semiabandonados. ¿Qué pensará de todo esto, me pregunto, el señor Gill, un tipo que lleva años viviendo un vis a vis carcelario y que ve a su esposa en la tele no fingiendo el amor como una actriz profesional, sino haciéndolo de verdad como una actriz porno, aunque sea protegida por una cortinilla televisiva, por un fundido en negro con acompañamiento musical, cuando ella se entrega al débito conyugal para que Truman siga sin coscarse del gran negocio que se mueve a su costa?   

    ¿Qué pensará de todo esto la mujer verdadera de Marlon, el tipo entrañable, el amigo del alma, el borrachín que nunca suelta el pack de seis latas para presentarse al lado de Truman en las duras y en las maduras? Ese tipo que siempre está cuando Truman necesita un apoyo, o una juerga, o un lavado de cerebro. Un tipo omnipresente al que los productores reclaman a cualquier hora cuando saltan las alarmas de Truman mosqueado, de Truman que reflexiona, de Truman que casi muere aplastado por un foco que se desprendió. Marlon también lleva una vida verdadera fuera de Seahaven, pero sólo durante unas horas al día, sin sábados ni domingos, tal vez sólo las vacaciones de verano, quince días al año, cuando le dice a Truman que está de viaje en Singapur y en realidad sólo está tres kilómetros más allá, al otro lado del decorado, descansando con otra familia, en otro pueblo, con otros amigos más verdaderos. 





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Ronin

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Ronin es una película de acción pura y dura, todo músculo y sin hueso. 0% de materia grasa. Tan simple como un pirulí, y tan enredosa como cualquier guion de David Mamet. Va de unos ex sicarios de las democracias que se enfrentan a sus ex colegas del comunismo por la posesión de un maletín. Un mcguffin que lo mismo puede contener un código nuclear, que un secreto desestabilizador o un trozo de kriptonita caído de los cielos. Ellos no lo saben, y lo mismo les da en realidad, porque su contenido sólo es una excusa que anima su codicia y justifica sus tiroteos. El viejo don Alfredo suspiraría de gusto al ver Ronin desde su tumba.

    De estos ronin que se han quedado sin trabajo tras el derrumbe del Muro de Berlín, y que vagan por el mundo sin amo y sin honor, como los samuráis caídos en desgracia, sólo conocemos su destreza con las armas o su pericia con los explosivos. Nada más. Que son implacables y muy hijos de puta, y que por un fajo de billetes se venden a cualquiera que proponga un buen negocio. Y si ese cualquiera, además, tiene la belleza irresistible de Natascha McElhone, y en el tiempo muerto de las vigilancias se adivina un polvo mayúsculo en lontananza, más todavía. 

    Del resto, de sus vidas personales, de sus traumas del pasado, nada se nos cuenta en la película. Qué nos importa, además, el hijo que juega al béisbol sin que papá lo vea desde la grada, o la ex mujer que se caga en sus muertos porque nunca llega la pensión. Frankenheimer y Mamet decidieron que Ronin fuera una película de tiros y hostias, persecuciones y bombazos. Y nada más, y nada menos. Una película de diálogos que van al grano, muy de expertos en la materia asesina. Casi de germanía. Lances verbales entre machos con mucha testosterona que presumen de currículum y de inteligencia, como venados que entrechocaran su cornamenta. Veteranos de la Guerra Fría que ya no creen ni en la democracia ni en el comunismo, pero sí, todavía, en la ideología inquebrantable de sus pelotas. Unos auténticos profesionales, como diría el inolvidable Pazos de Airbag. Y menudas "submachigáns" que se gastan, además.



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