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Ya no somos dos

🌟🌟🌟

Los ricos demuestran que son ricos de verdad cuando encienden los puros con billetes de veinte euros. Ahí es cuando uno dice: “¡Hostia!, a éste le sobra”, y el rico sonríe complacido, encantado con el efecto. Dicho esto, la verdad es que yo nunca he visto a nadie quemar así un billete, pero creo que se me entiende la metáfora. Los ricos dispendian, malgastan el dinero en gilipolleces. Es lo que llamamos lujos, o caprichos, que los pobres sólo nos permitimos de vez en cuando, y siempre, en algún lugar de la conciencia, con gran dolor de corazón. El pobre que se deja una pasta en una joya excesiva, o en una cena deconstruida, o en un hotel con grifería de plata y hostias en vinagre, y no nota que se le encoge el estómago de vez en cuando, es que no es un pobre de verdad.

Del mismo modo, los guapos y las guapas, que son ricos en amores, demuestran su estatus social quemando romances como el que se fuma un cigarrillo detrás de otro. Los guapos, por ejemplo, conquistan sin esfuerzo a mujeres por las que nosotros, los feos, venderíamos nuestro alma al diablo, y el alma de nuestros hijos, si fuera menester. Y sin embargo, a la dos semanas, o a los dos años, las dejan tiradas por otras que a veces no es que valgan más, sino que, simplemente, son distintas, nuevas, emocionantes, para que se vea que a ellos les basta con un chasquido de dedos para convocar el amor, como los ricos al dinero.

Ya no somos dos es una película de guapos y guapas que ya llevan demasiado tiempo emparejadas, sin hacer demostración de sus atractivos irresistibles, así que se lanzan al adulterio, al cortejo cruzado, a la milonga de “vengo de trabajar” cuando en realidad vienen con los bajos ya recalentados para la cena. La gracia de la película es que aquí, como todo el mundo está en el estatus, y todo el mundo sale a la calle y folla sin mayor esfuerzo, todo el mundo se perdona y se comprende, y en el fondo se reconocen miembros de una misma clase social, empoderada y muy satisfecha. 






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El velo pintado

🌟🌟🌟🌟


A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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Conocerás al hombre de tus sueños

🌟🌟🌟

Los personajes de Conocerás al hombre de tus sueños saltan de un amor a otro sin red, porque ellos son guapos, y ricos, y ellas mujeres muy hermosas, y no tienen por qué aguantar a nadie que no les satisfaga plenamente. No están para hacer concesiones, ni para contar hasta diez en las refriegas. Aquí todos juegan en la Primera División de los amores, y en Primera División la exigencia es máxima, y nadie se anda con tonterías. Al primer error, te envían al banquillo; al segundo, te traspasan a las ligas menores. Es un mundo implacable que siempre busca la perfección. Citius, altius, fortius... Más pasta, más belleza, más sexo satisfactorio...  La gente atractiva es así, caprichosa e inconformista. Pero se lo pueden permitir, claro, porque la buena genética les regala muchas balas para probar y equivocarse. Cuando las cosas del corazón se tuercen, se miran al espejo, o se tantean la billetera, se pegan un chute de autoestima y piensan: “Que pase el siguiente, o la siguiente”, y chascan los dedos, y de pronto ¡chas!, alguien a la altura de su exigencia aparece a su lado, como por ensalmo. Como pasaba en aquella canción de Álex y Christina, que también hacían ¡chas! y obtenían un premio instantáneo. Ella era Christina Rosenvinge, claro, hablando de las reinas de Roma, tan guapísima, y tan moderna, y tan inteligente que se queda uno embelesado, oyéndola hablar...

    Como  todos los actores y todas las actrices son gentes escogidas por su belleza, las películas muestran un mundo exclusivo al que casi nadie pertenece, y que pocas veces entendemos. Los que vivimos en la realidad somos por lo común gente fea, o gente que ni fu ni fa, y a veces nos choca que un tipo, por ejemplo, esté casado con Naomi Watts y se ponga a espiar a la vecina de enfrente, que no es que esté mal, ni mucho menos, pero que ya son ganas de enredar, cuando te ha tocado la lotería y te gastas toda la pasta en comprar nuevos décimos, a ver si te vuelve a tocar. Son cosas así, de rascarse uno la cabeza, incrédulo, lo que hace que Conocerás al hombre de tus sueños sea una película escurridiza, básicamente incomprensible. Una película que además no termina, y lo deja todo en suspenso, como si a Woody Allen le hubiera entrado la vagancia, o nos quisiera hacer una metáfora de la propia vida, que también se acabará con todo inconcluso, y con casi todo por saber.




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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Y si esta distinción entre “estar levantado” o “estar acostado” fuera otra convención social como conducir por la derecha, o poner los mapas con América a la izquierda?  Quizá esto que llamamos vigilia sólo sea otra versión de la realidad, tan válida como la otra, pero hemos acordado depositar en ella los derechos y las obligaciones para que nadie se escaquee diciendo que no estaba, que estaba dormido, en la otra dimensión, cuando le explicábamos la tarea.   

    Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días al despertar porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción, y muchas veces me conduzco por el día como si verdaderamente me condujera por el sueño, medio grogui, sonaja perdido, con las pesadillas todavía flotando sobre mi cabeza, como avispas puñeteras que revolotean y nunca terminan de irse. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día, pero en escenarios recurrentes, y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados, y poco generosos, pues me siguen regateando el amor o la atención, o la ayuda necesaria. Yo me pongo el pijama como quien se viste para bajar a la mina, o para subirse al cohete espacial. Es todo un traje de faena.



    Mulholland Drive es una película que nos gusta mucho a los que soñamos como si viviéramos una doble vida; y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden, y la odian- a los que no sueñan, o siempre olvidan sus sueños al despertar, que viene a ser lo mismo. Lo tengo comprobado. Es una película que saco muchas veces a colación en mis monsergas de cinéfilo, para ir calando al personal. Yo separo a la gente en dos grupos: a los que les mola Mulholland Drive y a los que no. Con los primeros puedo confesar sueños y pesadillas. Sé que ellos me entienden. Se establece una conexión... Con los segundos sólo hablo de política, de fútbol, de quimera sexuales, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos es gratificante, pero menos estrecho.

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Birdman

🌟🌟🌟🌟🌟

Una vez quise ser escritor, en la última aspiración de la juventud, pero la repercusión de lo escrito fue mínima e insuficiente. Enfrascado en la impostura del artista, mi pajarraco interior ya me advertía con la misma voz ronca del Birdman de Michael Keaton. Ese bípedo plume que le recuerda a todas horas que no es un actor, sino una estrella de Hollywood. Un tipo que necesita las tomas cortas y el disfraz de superhéroe para tapar las carencias de su talento. Un farsante que ahora quiere engatusar al público de Broadway y que va a estrellarse sin remedio contra las tablas, por hacer lo que no sabe, y fingir lo que no es.  



    Mi pajarraco -que no era de color azul como el de Birdman, sino negro como los cuervos, más parecido al Rockefeller de José Luis Moreno que a un ave imperial y majestuosa-  también seguía mis pasos por la calle, se sentaba frente a mí en las cafeterías, se ponía a cagar mientras yo me limpiaba los dientes en el baño. Se posaba en el travesaño de una silla y me interrumpía la escritura como a Michael Keaton, el suyo, le interrumpe la meditación,  y ahuyentaba a las musas con el matamoscas mientras las llamaba de todo, desde intrusas a desnortadas, haciéndoles esos mismos gestos obscenos de Rockefeller cuando se metía las alas en los bolsillos...  Luego el hijoputa se volvía, me sonreía con su pico sin dientes y me hablaba con la voz cazallera que me persigue en los monólogos interiores:

    “Lo tuyo es el fútbol, Álvaro, y no la literatura; lo tuyo es lo prosaico, y no lo poético; el bar, y no el ateneo. La chanza, y no el pensamiento. No has tenido una vida digna de contar, ni posees el tono para convertir lo vulgar en universal. La escritura es para hombres de mundo, y tu mundo provinciano ha sido pequeñito y poco exportable. Y tu mundo interior… tu mundo interior es un cajón de sastre, lleno de recuerdos confusos, de fechas mezcladas, átomos desorganizados que jamás formarán una molécula literaria…”

    Así me hablaba mi Birdman particular, irónico y contundente, y siempre remataba sus discursos diciendo: “¡Toma, Moreno!”. Pero hace mucho que no le oigo... Y yo cada día escribo más… Quizá ha emigrado, o se ha quedado mudo, o la ha espichado contra algún tendido eléctrico.



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La voz más alta

🌟🌟🌟🌟🌟

Roger Ailes fue, para entendernos, el Jiménez Losantos del Partido Republicano. El hombre con aspecto de batracio y mirada de lobo que hizo de Fox News su criatura, su rancho, y también su lupanar particular. Y por ahí, por la boca del pene, murió el pez. Los dioses justicieros tendrían que haberle condenado por dejarnos en herencia a Donald Trump, al que Ailes sacó de las sombras de los mentecatos de la tele, de los millonarios sin escrúpulos, para convertirlo en presidente de los Estados Unidos, y en digno candidato al verdadero Damien Thorn anunciado en La Profecía, pero con el pelo teñido de naranja, y los tres seises de la bestia tatuados en el culo. Ailes, como Losantos, como cualquier gurú del conservadurismo, sabía que el cuerpo electoral es básicamente estúpido, miedoso, poco formado, y que bastan dos slogans machacones y tres consignas patrióticas para que la gente vote en contra de sus intereses, y prefiera que el rico siga expoliándole a tener que compartir el consultorio médico con un negro, o a que le toquen dos duros más del bolsillo para tener que reformar ese mismo consultorio. La gente es así, básica, primaria, de poco pensar, siempre con prisas, y  Ailes sabía que la doctrina que endilgaban sus “informativos” entraba mejor si la leía una mujer guapa, al estilo que gusta en América: rubia, de labios carnosos, y pechos altivos. Un poco como hacen aquí en los informativos de La Sexta, que siempre, desde el nacimiento de la cadena, presenta una mujer de bandera para endilgarnos ese progresismo que sólo es fuego artificial y nada de barricada. Me imagino -porque si no el tándem terrible de Ferreras y Pastor ya lo hubieran denunciado- que en La Sexta, más allá de una decisión empresarial, de marca, de lucha despiadada por el share, todo transcurre con absoluta corrección. En el despacho de Ailes, en cambio, el abuso, la amenaza, el intercambio de sexo a cambio de favores, fue práctica habitual durante años. Bastó que una mujer valiente, que ya estaba hasta los cojones de ser manoseada y violada, se dejará caer al vacío de una demanda con pocos visos de prosperar, para derrumbar en su caída a la siguiente mujer, y esta a la siguiente, en un juego de fichas de dominó que finalmente terminó con Roger Ailes, obligado a renunciar, acallado, muerto al poco tiempo en el ostracismo.



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Promesas del este

🌟🌟🌟🌟

En su trabajo, entregada al cuidado de los recién nacidos, Anna parece poquita cosa: una enfermera de aspecto frágil y sonrisa bondadosa. Pero cuando sale del hospital, Anna se transforma: se calza los vaqueros ajustados, se pone la chupa de cuero, y se sube a la moto de alta cilindrada para buscar a Jacq's por las calles de Londres. Naomi Watts no tiene los pechos turgentes de aquella modelo del anuncio, y quizá por eso, en Promesas del este, David Cronenberg nos priva de ese homenaje a los viejos erotismos. Aún así, embutida en sus galas de motera nocturna, Anna es terriblemente hermosa, terriblemente sexy, y un pajarillo de amor aletea en el pecho de Nikolai cuando éste la conoce.

    Anna es una mujer con agallas -o una completa inconsciente, eso nunca queda claro- y ha plantado una queja en la casa donde viven unos rusos muy mafiosos Una chica ha muerto desangrada en su hospital mientras daba a luz, y entre sus pertenencias ha dejado un diario en el que explica cómo fue violada y maltratada por el jefe de la banda, Semyon el respetable, y por su hijo Kirill, el heredero incapaz. Como los rusos -por muy mafiosos o comunistas que sean- tienen una larga tradición de hospitalidad que proviene de su pasado estepeño, Anna es recibida la primera vez con sonrisas de cordialidad y ganas de entendimiento. Le hacen una oferta difícil de rechazar... Deja de tocarnos los cojones, básicamente. Pero Anna no se cosca, o no quiere coscarse, o quizá nunca ha visto El Padrino I, y por eso, para la segunda advertencia, los rusos le envían a Nikolai, el chófer que hace de matón, o el matón que hace de chófer. 

    Nikolai es un profesional de la tortura, un tipo impertérrito, hierático, de los que habla casi en susurros para helarte la sangre. Viggo Mortensen, el leonés honorario, borda su papel de malote. Pero ni Nikolai es el tipo que dice ser, ni Anna, que ha sido poseída por el espíritu de Juana de Arco, va a dejarse acoquinar por unos tatuados que cada domingo van a Stamford Bridge a animar al Chelsea de Roman Abramovich. Y así, donde menos se esperaba, surge el amor, o al menos su tensión, su posibilidad, y las violencias de David Cronenberg quedan en parte rebajadas, tres partes de sangre y una de agua, y le sale una película por encima de su media, con cosas muy chulas, como siempre, y las incoherencias chapuceras de toda la vida.





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El castillo de cristal

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Alguien dijo una vez –en una película, seguramente, que son las únicas sentencias que recuerdo con fidelidad- que si recuerdas tu infancia como una época feliz es que te estás haciendo mayor, y que la distancia endulza lo que seguramente no fue para tanto.

    En su novela El castillo de cristal, la escritora Jennifer Walls intenta mantener la objetividad y la calma. Contener los caballos nostálgicos que se desbocan. Narrar lo bueno y lo malo de su niñez. Lo provechoso y lo dañino. Lo entrañable y lo pesadillesco. Pero al final le puede el romanticismo, o la ñoñería. Porque vista con cierta objetividad, la infancia de Jennifer Walls –y la de sus pobres hermanos y hermanas- es una desgracia difícil de idealizar. 

Un padre tan inteligente como zumbado, tan maniaco como depresivo, arrastra a su familia por los andurriales de Estados Unidos a bordo de una tartana, viviendo a salto de mata, a la buena de Dios, en campos y moteles, poblachos del desierto y ciudades de mala muerte. Un canto muy loco a la libertad del individuo. Un empecinado me cago en el sistema educativo, en la administración pública, en el entramado de valores...  Un grito anarquista que tendría su enjundia, su valor, su aplauso del respetable incluso, si este fulano al que da vida Woody Harrelson fuera el Captain Fantastic al que daba vida Viggo Mortensen en la otra película, porque éste era un socialista libertario con dos dedos de frente y un libro lleno de buenos consejos para sus hijos. 

    Pero quedan, claro, para la Jennifer Walls que recuerda, las noches al raso contemplando las estrellas. Las aventuras locas en la naturaleza salvaje. Ciertos momentos de cariño loco. Queda el castillo de cristal que la familia Walls finalmente nunca construyó, como símbolo de los sueños que nunca se cumplieron.  Y con ese puñado de buenos recuerdos, que florecen incluso en las infancias más ásperas y desgraciadas, la autobiografía de Jennifer Walls cocina un pastel amargo por dentro pero muy dulce por fuera. Un tostón que se hace masa en la boca e indigestión en el estómago. Todo en El castillo de cristal es tan intenso como poco emocionante; tan correcto como infumable. Tan prometedor como fallido.




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Rabbit Hole (Los secretos del corazón)

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Nadie ha fingido la muerte de un hijo con el talento de Naomi Watts en 21 gramos, la película de González Iñárritu. Cuando aquella mujer recibía la terrible noticia y se le transfiguraba la cara, uno, de pronto, ya no estaba viendo una película, sino mirando por una ventana, y el sofá ya no era el sofá, sino el asiento incómodo de una sala de espera. Y el espectador ya no era tal, sino un hombre que recordaba que seguramente no hay dolor más insoportable en el sinsentido de vivir, mientras esa mujer, a dos pasos de distancia, se moría de llantos, y se retorcía de estupor.

    Como ese momento actoral -actrizal- es insuperable, y ya se ha quedado grabado a fuego en la memoria, John Cameron Mitchell, el responsable de Rabbit Hole, ha decidido que su película empiece ocho meses después del fatal accidente, y que su pareja de padres consternados no tenga que competir con Naomi Watts en escenas de sufrimiento inconcebible. Y podrían, supongo, porque Nicole Kidman y Aaron Eckhart son dos actores consumados, de amplios registros y honduras profesionales. Pero es que, además, la película tampoco lo necesita. A Rabbit Hole le interesan sus personajes en fases más avanzadas del duelo, entre la tercera y la quinta, según los manuales que uno consulte. El matrimonio Kidman/Eckhart ya ha superado el estado de shock, y la fase de protesta y culpabilización. Ahora transitan un territorio indefinido, de límites difusos, que alterna días sin esperanza con otros en los que palpita el impulso de pasar página y empezar una nueva vida. 

    El problema es que él va muchos pasos por delante, y ella varios pasos por detrás, y en esa descoordinación la cuerda se estira y se tensa. Ellos no tienen la suerte de la fe religiosa, que en estos casos supone un gran alivio para las mentes más simples, con sus cuentos de niños convertidos en ángeles del Señor. Kidman y Eckhart sólo tienen esta vida para agarrarse y no caer despeñados. O muchas vidas, según la teoría de los universos paralelos, que están interconectados por madrigueras de conejos...





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Mientras seamos jóvenes

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No puedo engañarme a mí mismo. Sé que por debajo de mi cinefilia maniobra un individuo caprichoso que vive en el inconsciente. Un tipo enmascarado que me persuade, con voz meliflua, de ver películas que sólo le interesan a él. Como ésta de hoy, Mientras seamos jóvenes, un truño que aburre a los quince minutos y ya no se detiene hasta el final en sus gracias que no dan risa, en sus filosofías que no dan nada en qué pensar.

      Noah Baumbach es el director de un montón de películas extrañas que nunca me dejaron poso. De su filmografía, tan cacareada, no soy capaz de recordar ni siquiera los argumentos. Y sin embargo, seducido por mi Batman interior, y enamorado hasta las cachas de Naomi Watts, mal aconsejado también por algún crítico de postín, he vuelto a caer en las redes de estos neoyorquinos con ínfulas que quieren ser personajes de Woody Allen y se quedan en panolis de TV movie.



      Mi inconsciente ha vuelto a engatusarme con otra película de cuarentones desnortados, de los que empiezan a sufrir hernias y artritis. De los que no saben si volverse ya viejunos del todo o darle una nueva oportunidad a su joven interior. Mi inconsciente anda muy preocupado con la velocidad supersónica del calendario, y como sabe que yo vivo infeliz pero despreocupado, aprovecha las películas para meterme el miedo en el cuerpo. Pero, yo, la verdad, poco puedo aprender de estos cuarentones imaginarios. Ellos son mucho más guapos que yo, y viven en Nueva York, y tienen talentos artísticos, y lloran en hombros de mujeres bellísimas y comprensivas. Así cualquiera.... Mi crisis otoñal es muy típica, muy de andar por casa. De la meseta superior cuando hace frío, con el sillón-ball y la mantica, la sopa de ajo y la morcilla con cebolla. De paseos por el bosque y tertulias melancólicas con los amiguetes. De la tecla F5 del ordenador siempre cerca, para actualizar las páginas de amores a ver si alguna cuarentona busca un hombre como yo.




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