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Brokeback Mountain

🌟🌟🌟🌟


Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Los Fabelman

🌟🌟🌟


Yo también viví una tarde mágica como esta que cuenta Steven Spielberg en la pelicula. La viví a este lado del océano, en el cine Pasaje de León, boquiabierto como un niño tonto ante la pantalla. La viví con la misma emoción que muestra su alter ego en “Los Fabelman”. La única diferencia es que Sammy Spielberg -o Steven Fabelman- es un niño americano, y más guapo, con ojos azules y cara de bueno, mientras que yo era un niño español, más bien taciturno, con alelos muy morenos que pintaban mi fenotipo.

Esa tarde de 1977 en la que vi “La guerra de las galaxias” -los pies colgando en la butaca, las luces de pronto apagadas, el murmullo de la gente, la oscuridad del espacio rasgada por las letras y por la fanfarria, y luego la nave consular de la princesa, y el destructor imperial, y Darth Vader paseando por allí como Pedro por su casa-fue, realmente, la tarde de mi bautismo. El único que ha dejado impronta y ha salvado mi alma. Del otro bautismo, del católico, ya no queda ninguna huella. Solo una foto en el álbum de recuerdos de mi madre. Y quizá, quizá, un poso de culpa judeocristiana, de tanta matraca como me dieron los curas en el colegio. Pero nada más. No queda nada religioso en mi interior: ninguna inquietud espiritual; ni una sola creencia en el más allá de las nubes. Solo creo en la carne, y en el césped, y en la comida, y en el antiguo celuloide que luego se transustanció en el milagro digital.  La materia y el presente.

El niño Spielberg, además de ser más guapo, era más inteligente que el niño Álvaro. Nos ha jodido: él tuvo como padre a un genio de la pre-informática, y como madre a una concertista de piano, y eso, quieras o no, pesa mucho en los genes. Mis padres, vamos a llamarles “Los Rodríguez”, eran de estudios primarios, aunque unos voluntariosos de la cultura. Nada que reprochar. Si Sammy Fabelman, en aquella tarde de su deslumbramiento, decidió que él quería hacer películas como ésa, yo, en mi tarde bautismal, más pasivo y apocado, decidí que el cine iba a ser mi droga y mi pasatiempo,  mi refugio y mi consuelo. Mi ventana al mundo. Mi religión. Mi hostia indispensable. Mi fiesta de guardar, que es todos los días de la semana. O casi.





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Fosse/Verdon

🌟🌟🌟🌟

Cualquier otra mujer que no hubiera sido Gwen Verdon habría interpuesto varios maizales, y varios desiertos, y varias llanuras norteamericanas de esas tan vastas. O le hubiera malherido, de un sartenazo, o de un vaso lanzado a la cara, al descubrirle con la enésima muchacha en la cama. A Bob Fosse, digo, que fue un marido tan poco ejemplar. Un promiscuo tan poco arrepentido… Un coreógrafo de los bailes, sí, pero también un coreógrafo del sexo, donde también era muy creativo, y muy constante, otra maestría que aprendió en los escenarios de su juventud. 

    Si hacemos caso de lo que se cuenta en Fosse/Verdon, cada cásting para una película, o para una obra de Broadway, era una sucesión de polvos entre Bob Fosse y las candidatas a los papeles. El contrato con las bailarinas primero se firmaba en los dormitorios, y luego, si había aquiescencia y buen rollo, ya en los despachos. Hoy en día, gracias al movimiento #MeToo, Fosse no hubiera durado ni cuatro días en el negocio del espectáculo, pero los tiempos anteriores a los hermanos Wenstein eran eso, otros tiempos…

    La gran fortuna de Gwen Verdon es que no necesitaba a su esposo para seguir trabajando en lo suyo. Bailarina de prestigio y actriz solicitada, pudo prescindir de sus favores cuando comprendió que la infidelidad era irreversible: un rasgo de carácter, y una traición sin remedio. Sin embargo, separados en lo sexual, cada uno con su vida rehecha o desecha según el soplo de los vientos, Verdon y Fosse se mantuvieron unidos por un vínculo profesional y por una admiración mutua, y siguieron colaborando hasta el mismísimo final. I think I’m gonna die… Verdon colaboraba en las películas de Fosse, y Fosse colaboraba en los musicales de Verdon, y cuando hacía falta alguien de confianza que corrigiera los números, eliminara lo superfluo, aportara una idea fresca, no dudaban en llamarse por teléfono y presentarse para el rescate.

Fueron años de idas, de venidas, de polvos ocasionales para celebrar los viejos tiempos. Una hija en común, mucho cariño, viejas peleas... Amistad por encima de todo. De todo esto va Fosse/Verdon.




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Todo el dinero del mundo


🌟🌟🌟

De niño leí muchas aventuras del tío Gilito en la revista Don Miki, siempre acompañado de su sobrino el pato Donald y de sus sobrinos-nietos Jorgito, Jaimito y Juanito. Pero a pesar de ser un millonetis con extensa y palmípeda parentela, no recuerdo que alguna vez tuviera que pagar unos cuantos millones de dólares por el rescate de algún familiar. Presumo que se quejaría amargamente, que pasaría una noche en vela abrazado a sus monedas relucientes en el silo, y que luego, a la mañana siguiente -porque al final el tío Gilito tenía su pequeño corazoncito- daría su autorización para que unos cuantos camiones salieran cargados en dirección al punto indicado por los Golfos Apandadores, que solían ser los malos de la función.

    En Todo el dinero del mundo, J. Paul Getty  -el hombre más rico del mundo por aquellos días gracias a la crisis del petróleo- también clama al cielo cuando se entera del secuestro de su nieto en Italia: J. Paul Getty III, Getty de su Getty, sangre de su sangre, aunque ya un poco desleída por la molicie vital y por el apellido de la madre. Pero a diferencia del tío Gilito, J. Paul Getty apenas guarda dinero en efectivo en su mansión británica un poco a lo Xanadú, un poco al palacete del señor Burns en Los Simpson -con el que Christopher Plummer guarda un curioso e inquietante parecido físico. Así que decide abrazarse a sus numerosas obras de arte en las que ha invertido gran parte de sus legales e ilegales latrocinios.

    Si el magnate hubiera tenido el corazón del tío Gilito, nos habríamos quedado sin película, y sin hecho real en el que basarla, y yo no estaría aquí intentando salir del atolladero de mi escasa imaginación. El secuestro de J. Paul Getty III se hubiera resuelto como tantos otros nada peliculeros: un pago y una entrega. Y punto pelota. Pero Paul Getty, ensimismado en la belleza de sus posesiones, temeroso de que sus nietos fueran secuestrados uno a uno hasta desangrarle, prefirió quedarse allí, abrazado a sus cuadros y a sus esculturas, impertérrito al sufrimiento y a las exigencias. Un corazón de pedernal, el del abuelete, con el que Ridley Scott ha cincelado una película correcta, entretenida, sin mucho fu y tampoco demasiado fa. Solo para engrosar la filmografía, y para que nosotros pasemos un rato muy entretenido en internet, buscando la true story de esta familia tan rica y tan retorcida. El oxímoron.


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Synecdoche, New York

🌟🌟

El síndrome de Cotard es una alteración muy rara de la conciencia que consiste en la desconexión mental de sentirse vivo. El paciente, o la pacienta, vive convencido de que está muerto y de que continúa entre los vivos gracias a un designio de los dioses, o a un milagro inexplicado de la medicina. Estos sujetos -que a veces son gente infortunada que se ha dado una hostia monumental en la cabeza- afirman que su cerebro ya no funciona, y que sus órganos, a los que sienten paralizados y huelen putrefactos, han dejado de servirles. Es una pedrada mental de una entre cien millones. Una que figura en las páginas más recónditas de los manuales de psiquiatría. 

    En Synecdoche, New York -que ya es un título rarito de cojones para que nadie pida luego reclamaciones- Kaufman coloca de personaje principal a un tipo apellidado Cotard con toda la intención. Caden Cotard -al que da vida el no suficientemente llorado Philip Seymour Hoffman-  es un autor teatral que sobrevive como puede en la jungla de Broadway y sus circuitos colaterales. Ya en las primeras escenas descubrimos que algo no funciona bien en su cabeza: le asaltan olores extraños, se ve a sí mismo en la televisión, le salen hipocondrías de todo tipo...  Pero cuando su mujer decide abandonarle y llevarse consigo a Olive, su hija, Caden Cotard, sin dar un grito, sin romper nada frágil que estuviera a su alcance, se enchaveta por completo y ya decide declararse muerto en vida, cotardiano perdido, como esos tipos extrañísimos de los manuales.

    A partir de ahí, Synecdoche, New York es el porro mental de Caden Cotard construyendo una obra de teatro que refleje su propia vida, ya que la suya ha sido declarada fallecida. Y así se tira años y años, encaneciendo y deformándose, mientras sus subalternos, que también se dejan allí la vida, se quejan todo el tiempo de "a ver cuándo estrenamos". Lo dicho: un porro.  

    Luego -creo- la vida real y la vida del teatro se anudan, se confunden, y lo que era real pasa a ser imaginario, y viceversa, y hay actores que hacen de los propios actores, y mujeres que interpretan el papel central de Caden Cotard, y cosas así... O algo parecido. No sé. Synecdoche, New York es un juego mental para las élites culturales en el que yo descabalgué al poco de empezar. Até mi caballo al poste, entré en el saloon a tomarme la zarzaparrilla, y desde allí, a través de los ventanales, me puse a contemplar esta extrañísima película como quien mira un cuadro abstracto, o escucha la locura alucinante de un cotardiano de verdad.




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Manchester frente al mar

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"El carácter de un hombre es su destino". Esto lo escribió hace dos milenios y medio Heráclito de Éfeso, el filósofo que entonces apodaron "El Oscuro" porque hablaba en sentencias crípticas como de oráculo de Delfos. En esto, sin embargo, Heráclito no pudo ser más claro, y después de ver Manchester frente al mar yo estoy tentado de poner un póster suyo en las paredes, o un busto de escayola sobre la estantería, para homenajearlo cada mañana y ahuyentar de paso a los malos espíritus que niegan la evidencia. Heráclito, por supuesto, no conocía los misterios del código genético, ni las leyes mendelianas de la herencia, pero sí era un tipo inteligente, intuitivo, que allá en Éfeso tenía su prestigio y su magisterio, su barba de anciano venerable, y los domingos por la tarde era invitado a las tertulias del café para ilustrar a los tontos e iluminar a los ciegos.


    El carácter -que es esa insistencia neuronal que sólo se puede aplazar o disimular en ocasiones- nos salva o nos condena, nos guía o nos pierde, nos da una de cal y nos quita una de arena, y no hay educación ni propósito de enmienda que lo revierta. Somos lo que somos, y quien asegure que cambia, que evoluciona, que "madura", sólo se está engañando a sí mismo, o recitando como un loro los manuales de autoayuda. No es cierto que el hombre sea él y su circunstancia, como dijo el filósofo Ortega, porque es el hombre - con su carácter- el que va creando sus propias circunstancias, y al final todo es él, y todo emana de las mismas bases nitrogenadas que tejen las voluntades.

    Y dicho esto, basta una negligencia tonta, un accidente estúpido, una confabulación traidora de "la circunstancia" para que se produza una tragedia como ésta de Manchester frente al mar, para que la vida de uno cambie para siempre, y pueda decirse aquello tan manido de "soy un juguete del destino". Y que luego, para más inri, en otra jugarreta de la circunstancia, se te muera el familiar, y obligado por la ley, e impelido por la voz de la sangre, tengas que salir de la cueva donde el carácter te recluyó para hacerte cargo de ese adolescente que te da mil vueltas en el asunto. De tomar las decisiones más lógicas para enfrentar el resto de la vida. A mis cuarenta y tantos años, y humillado por un chaval. La madurez se tiene o no se tiene, definitivamente, como el talento artístico, o la almorrana en el culo. 


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Vías cruzadas

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Ocho años antes de jugarse el pellejo en Juego de Tronos, Tyrion Lannister llevaba una vida secreta vendiendo trenes de juguete junto al anciano Henry, en la vieja tienda del barrio. Una mala tarde de las que anunciaba Chiquito de la Calzada, Henry fallece de un infarto, y Tyrion Lannister se ve obligado a cambiar de aires y de menesteres. El viejo Henry, que no le olvidó en sus últimas voluntades, le ha legado un cuchitril que hace las veces de apeadero en medio de la nada, al lado de una vía férrea que atraviesa el estado de New Jersey. Con una mano delante y otra detrás, Peter Dinklage tendrá, al menos, el consuelo de ver pasar los trenes. Igual que otros matamos el aburrimiento viendo películas o aficionándonos a cualquier deporte que pasen por la tele, nuestro personaje salva los días estudiando los mil pormenores de los ferrocarriles norteamericanos, como un idiot savant que en este caso no tiene nada de incapacitado. 

    Cuando todo hace presagiar un futuro de anacoreta obsesivo, aparecen en el apeadero dos personajes que también caminan sin brújula por la existencia, y que van a fraguar una bonita amistad con sabor final a ménage à trois: un vendedor de truck food que se ha buscado la peor ubicación comercial del planeta, y una mujer en fase depresiva que siempre pasa por allí camino de sus quehaceres, atropellando a los viandantes con sus antológicos despistes al volante. Es por eso que aquí en España, sin desviarse mucho de la sustancia, alguien tuvo la feliz ocurrencia de titular la película Vías cruzadas, porque lo que sucede en el apeadero es que tres trenes que vagaban sin horario y sin rumbo colisionan amigablemente para fundirse en un abrazo, y reposar el amasijo de hierros lamiéndose las heridas, y escuchándose las penas. Una bonita y tontorrona historia de amistad con la que empezó a hacer fortuna Thomas McCarthy, el tipo que nos regaló la mejor película del año, Spotlight, de la que todavía se habla largo y tendido en los conciliábulos cinéfilos y anticlericales. Le tenemos muy presente en nuestras oraciones, a don Thomas.




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