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Belle de jour

🌟🌟🌟


¿Se puede estar enamorado de alguien sin desearle sexualmente? Ellos, los que así se enamoran, dicen que sí. Pero yo no me los creo. Lo suyo es otro sentimiento: un apego,  o un cariño. Una des-soledad. Pero no amor. El amor tiene una parte lúbrica y pegajosa que no se puede separar de las palabras altisonantes. El amor es poesía y mucosidad. Espíritu y carne. El centro exacto de los cuadros del Greco, donde se fundían la trascendencia y la mortalidad.

    Agarrado a su bastón, Antonio Gala decía que la disociación del sexo y del amor producía dos monstruos equivalentes: el amor sin sexo, que no es más que platonismo infecundo, y el sexo sin amor, que es gimnasia arbórea de los monos. Supongo que todos hemos sido alguna vez platonistas o simiescos, pero Catherine Deneuve, en “Belle de jour”, se lleva la palma de la disociación sentimental. Enamorada de su marido, pero incapaz de tocarle el cilindrín, Séverine, su personaje, decide someterse a una terapia de choque que la cure de espanto: ejercer de prostituta de lujo en el piso de la madame. 

    La prostitución como terapia de pareja es quizá una de las ideas más provocativas que tuvo Luis Buñuel. No figura en ningún estudio de los expertos consultados, ahora que está caliente el debate sobre si abolirla o regularla. Dentro de unos años, las casas de citas serán catacumbas de cristianos o vendrán anunciadas con neones de color rojo al anochecer.

    Séverine confía en que tarde o temprano podrá entregarse carnalmente a su marido, ya superado el melindre sexual. Pero pasan las semanas, y los meses, y Séverine se disocia ya por completo: lo que era una terapia de pareja se convierte en la ruina definitiva de su matrimonio. Por las mañanas ella es Belle, la prostituta apasionada que hace las delicias de la burguesía puteril; pero por la tarde, se quita el disfraz -o se lo pone- y vuelve a ser Séverine la irresoluta, Séverine la traumatizada. La esposa que pone en riesgo la fidelidad de su marido. Porque él siempre sale en pantalones, pero sospechamos la hinchazón amoratada de sus pelotas.





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Tamaño natural

🌟🌟🌟

Iba a buscar información sobre las muñecas hinchables del año 2022 para compararlas con las del año 1974, que es cuando Azcona y Berlanga rodaron esta astracanada en la Ciudad del Amor. Pero estoy en una cafetería pública, con gente que ronda mis espaldas, y la situación resultaría harto embarazosa. Qué pensarían de mí, los probos ciudadanos, y las rectas ciudadanas, al verme indagar las prestaciones, los materiales, las anatomías conseguidas... Modos de uso y de limpieza. Todo por documentarme, claro, por escribir un artículo decente y profesional. Pero cómo explicárselo, ay, a estas gentes del Noroeste, tan sencillas pero tan desconfiadas. Porque no estoy en La Pedanía, pero sí rondando las cercanías, y aquí en el valle todo el mundo se conoce. Es una endogamia genética o vecinal que te rodea por doquier.

    Podría documentarme en casa, en la intimidad de mi celda libertina, porque además allí tengo el cuarto de baño a mano por si se me descontrola la situación. Pero luego quiero leer, desplomarme en el sillón, abstraerme... Liberarme de este prurito de la escritura diaria, que es otra comezón del instinto tan pertinaz como la de los bajos, solo que en los altos. ¿Podría decirse que escribir es una masturbación del alma? ¿Un desfogue del ardor neuronal, que a veces quema tanto como el otro? No sé: estas cosas las pones en un blog de alta alcurnia, o en los diarios de un autor consagrado, y te queda bordado. Subrayable y todo. Pero las pones en estos textos arrabaleros y quedan más bien como boutades, como salidas de tono. Provocaciones parecidas a las de “Tamaño natural”, precisamente, que ya no escandalizan a nadie, salvo a los escandalizados de nacimiento.

    De todos modos, por lo que he leído en algún suplemento dominical, me da que la muñeca hinchable es otro artefacto que se profetizó como maravilloso para el siglo XXI y que sigue más o menos como estaba. Como el coche volador, o como el viaje interplanetario. Una tecnología estancada salvo los detalles de acabado. Mi teoría es que no se vende porque es un producto difícilmente disimulable: una vergüenza para esconder en el armario ropero, pero no en el pliegue de unos calzoncillos. 





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París-Tombuctú

🌟🌟🌟

Ayer mismo, con los amigotes, después de ampliar nuestra barriga con setas y salsas variadas, conocí un pueblo zamorano que tiene un casco histórico de piedras y blasones. Un castillo enriscado y señorial desde el que se divisa, a lo lejos, el culo del mundo. Subido en las almenas, mientras los amigos se reían de los males del mundo y de las pitopausias del cuerpo, yo me fijaba en el curso del río, en el temblor de la alameda, en la vida sencilla de aquel pueblo con farmacia y panadería. Hacía frío, incluso, en el ocaso del sol veraniego, y uno sintió por primera vez en semanas el vello erizado, y el repelús del refrescar. Y de pronto se sintió reconfortado y agradecido. Y ahí, en ese temblor que era físico pero también filosófico, tuve la certeza de que ya sólo podría ser feliz en un sitio así, lejos de todo lo conocido, y de todos los conocidos. Recibir unas visitas al cabo del año -algunas de protocolo y otras de cariño- y el resto del tiempo soledad, anonimato, sosegado olvido. Desaparecer poco a poco.




    Pocas horas después, traicionado una vez más por el subconsciente que elige las películas, veo el testamento cinematográfico de Luis García Berlanga, París-Tombuctú, una película atropellada, irregular, a ratos indigna y a ratos divertida, que quiere ser resumen de todo y se queda en parodia de nada. En París-Tombuctú, Michel Piccoli es un cirujano plástico harto de su vida y de su trabajo. En un arranque de lucidez decide dejarlo todo colgado, subirse a la bicicleta de carreras y emprender el camino de Tombuctú, provincia de Mali, para comprarse un chamizo, ponerse un turbante y perderse en la tormentas de arena y en los oasis esporádicos. El Tombuctú de la película es como mi pueblo zamorano: su última esperanza, su última frontera. Está tan determinado, en su aventura, que sólo unas tetas poderosas -cincuentonas, pero aún enérgicas- serán capaces de hacerle dudar, allá en el imaginario Calabuch donde cualquier cosa es posible, y cualquier tentación es ofrecida.  

    Entre el deseo por Tombuctú y el deseo por Concha Velasco, Piccoli va de aquí para allá rellenando minutos de metraje, deshojando margaritas del Mediterráneo mientras a su alrededor transcurre la España chapucera y cañí. Tiran más un par de tetas que cien carretas, y que cien sueños de aislamiento y lejanía. 



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La gran comilona

🌟🌟

Me senté muy animado a ver La gran comilona porque de Ferreri y de Azcona trabajando juntos yo tenía la grata experiencia de El pisito, y de El cochecito, tan celebradas en este mismo blog. El argumento de La gran comilona, además, parecía un anzuelo muy jugoso para los glotones que aún no hemos sufrido la pitopausia: cuatro hombres maduros, en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, se reúnen en una vieja mansión a comer hasta reventar, o a follar hasta desaguarse, lo primero que llegue.

    Si el cielo de los hombres -que ha de ser, por fuerza, muy distinto al de las mujeres- es un banquete perpetuo con féminas complacientes, estos cuatro amigos han decidido que no hay mejor modo de suicidarse que anticipando el cielo en la tierra. Para qué seguir penando en este valle de lágrimas y de bostezos si uno cree a pies juntillas en el paraíso de los laicos, que es un complejo turístico en las nubes de Bespin con bufé libre, mujeres en pelotas y fútbol ininterrumpido. Un paraíso dirigido por Lando Calrissian que dista muchos pársecs del cielo prometido a los católicos y a los meapilas, que pasarán la eternidad contemplando a Dios y escuchando recitales de María Ostiz. Y viendo partidos de pádel en Teledeporte, que es el único deporte homologado por la derecha cristiana.

    Si Comer, beber, amar era una película china de "sentimientos y emociones", La gran comilona es una película francesa de homínidos que mastican con la boca abierta y se tiran pedos en cualquier rincón de la caverna. Una película escatológica, excesiva, que se va sobrellevando por las curiosidades del menú, y por las tetas que salpican la fiesta, sin que en ningún momento llegue la moraleja ni la sabiduría. Los personajes pasan dos horas en un hastío existencial que es paralelo al hastío de los espectadores. La gran comilona - de la que he pasado los últimos tres cuartos de hora con la tecla de avance- es un experimento, una provocación, una gansada. Una gamberrada, quizá, a la que tratamos de sacar enjundia metafísica mientras Azcona y Ferreri, junto al bueno de Lando Calrissian, se descojonan de nosotros en la Ciudad de las Nubes. 



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El artista y la modelo

🌟🌟

Hay veces que en la vida del cinéfilo se producen casualidades extrañas, convergencias inesperadas. Días de la marmota en los que uno cree revivir la aventura imposible de Bill Murray. 

Si hace cuarenta y ocho horas, en la intimidad de mi salón, Michel Piccoli pintaba la sagrada desnudez de Emmanuelle Béart mientras su personaje se quejaba de las limitaciones de su arte, hoy, en los canales de pago, me topo a Jean Rochefort dibujando la bendita desnudez de Aida Folch en El artista y la modelo, encarnando a un escultor que también se lamenta de su carencia de genio, de la distancia insalvable que lo separa de los grandes maestros. Ambos artistas son franceses, viven en el campo, conviven con esposas que hace años ejercieron de modelos para sus tejemanejes. Los dos desayunan pan crujiente mojado con aceite de oliva. Los dos son sabios, cínicos, viven en un retiro espiritual alejado de la gente, y cercano de los médicos. Los dos buscan su última obra -la maestra a poder ser- que quieren legar al mundo antes de retirarse, a vegetar, o a morir. Los dos viven en la pitopausia, en el deseo amortajado, en el escarceo último de su libido.

Las jovenzuelas que les sirven de modelos, Emmanuelle y Aida, son dos chicas de pasado oscuro, alocadas y perdidas, que se desnudan ante el artista en cuerpo y alma, y que gracias a ello, como si recibieran un bautismo de arte y filosofía, terminan por encontrarse a sí mismas. Emmanuelle, puestos a escoger, es sin duda la más bella. Lo digo yo, y también lo dice el espejito mágico. Primero porque su película es de colorines, y en ella su piel reluce de rosa y blanco, de luz y cavernas. Aida Folch, la pobre, combate con armas del blanco y negro, que a Trueba le sale muy bello, muy histórico, muy de homenaje a los grandes clásicos, pero que nos hurta la luz del Pirineo, el verde de los valles, el alabastro de su hispánica musa. Emmanuelle, además, es francesa, y eso, por sí mismo, ya es un valor añadido, una distinción incuestionable, porque las actrices españolas, por muy francesas que se nos pongan, por muy descocadas y muy naturales que se nos despeloten ante la cámara, como Norma Duval conquistando el Folies Bergère, siempre tienen un algo celtibérico que les impide flotar. Arrastran en sus carnes las penurias de los siglos pasados. Las preceden muchas generaciones que pasaron hambre y necesidad, y eso ha dejado una marca en las pieles, en el brillo nunca límpido de los ojos. Las beldades francesas son otra cosa: símbolos, cánones, quintaesencias. Espíritus, más que carnes.



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La bella mentirosa

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A ustedes que me siguen habitualmente, y a ustedes que han caído aquí por casualidad, buscando lujurias y cuchipandas, no voy a mentirles: me he plantado ante la La bella mentirosa con la única intención de admirar la desnudez integral de Emmanuelle Béart. En el cielo de los católicos que yo nunca llegaré a pisar, pues soy pecador reincidente de férreas costumbres, todas las mujeres son como ella, Emmanuelle, la enviada de Dios, para que todos los hombres alcancemos la Gloria que estaba prometida en las Escrituras. Lo otro sería un Cielo de segunda división, una estafa inmobiliaria que prometía el Paraíso a cambio de la virtud y luego entregó un jardín agostado, de vecindario muy poco escogido, con mujeres de andar por casa, fauna cotidiana de la aldea y del municipio.


            


              Reza así, la vieja recomendación que en su día escribió un crítico sobre La bella mentirosa, y que yo tomé como la promesa de una larguísima noche de pasión: 

         “Existen dos versiones: la de 244 minutos resulta un tanto larga, la de 125 minutos es fascinante. Destaca la habilidad de la relación entre Béart -que aparece desnuda gran parte del film- y un sobrio Piccoli” 

            Y pensé, arrebatado por la pasión: si Emmanuelle sale tanto rato desnuda, digo yo que será mejor la versión larga que la corta, aunque haya que bostezar de vez en cuando, y soltar alguna maldición entre dientes. Lo que nadie escribió allá por 1991 es que Emmanuelle iba a tardar más de una hora en abrirse la bata ante el pintor viejuno que la retrata, y dejarnos, al fin, con la boca abierta, y la curiosidad satisfecha. 1 hora, 11 minutos, 31 segundos: ése es el momento exacto en el que brota la primavera ante nuestros ojos, como una encarnación de la diosa Fertilidad, como una Venus griega que hubiese cruzado el Mediterráneo para transustanciarse en mujer francesa.


          Pero siendo tan larga la espera, no me consumió, sin embargo, la impaciencia. Porque uno, además de sátiro, también es cinéfilo, y sabe contentarse con una película en la que tan tarde llegan las alegrías. Mientras un ojo no perdía de vista a Emmanuelle Béart, por si llegaba a despelotarse subrepticiamente en un margen de la pantalla, el otro ojo se iba entreteniendo con su belleza de mujer vestida, que también es indecible, tratando de adivinar las formas ocultas, las curvas exactas, la milagrería carnal que tarde o temprano se haría visión y éxtasis. Y mientras los ojos así andaban, entretenidos en este juego de la maja vestida y la maja desnuda, el cinéfilo, decía, le iba cogiendo el gusto a esta película despaciosa, cachazuda incluso, tan francesa que sólo en Francia podría rodarse. Pues sólo allí se ven estos pueblos encantadores en los que uno quisiera perderse; esta gastronomía basada en el queso y en el pan que traspasa la pantalla con sus aromas. Este idioma bendito que riega las conversaciones y que es como música en los amantes, como literatura en los tertulianos, como magisterio en los artistas. 

           

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Habemus Papam

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Hay veces que no ves venir una mala película ni cuando  has llegado a su mitad. Te engatusa con un arranque original, con un desarrollo que promete grandes hallazgos y relevantes filosofías, y luego, cuando menos te lo esperas, con la siesta o la hora prudente de acostarse ya sacrificada, te suelta un zarpazo como una gata arisca y te deja tirado en el sofá, rumiando de nuevo tu estupidez, tu escasa capacidad de anticiparte a los bodrios.

Habemus papam es un ejemplo canónico de estas películas traicioneras. Uno que yo sacaría en un simposium para ilustrar mi docta disertación. Tengo que decir, no obstante, en mi defensa, que la elección de un Papa de Roma filmada por Nanni Moretti era un anzuelo con gusano gordísimo que gritaba: "¡Cómeme!" Uno esperaba que Moretti, tan agnóstico y tan izquierdista, tan cercano a la sensibilidad social y política que uno mismo defiende, se marcara aquí un retrato ácido de la curia romana. No una cosa chabacana, o facilona, que se congraciara con nuestro ateísmo pero ofendiera a nuestra inteligencia, sino algo elegante, estiloso, que desnudara los torvos pensamientos de estos nigromantes sin insultarlos, o ridiculizarlos. Una mirada por aquí, una sentencia por allá, un pecado inconfesable que se adivina más que se sabe... Un trabajo muy fino y muy estudiado. 

Moretti, sin embargo, en un ataque de respeto  hacia la sagrada institución, quizá temeroso de Dios ahora que ya encara el declive pitopaúsico de su edad, trata de colarnos un retrato amable, condescendiente, muy petardo, de estos guardianes obesos de la -dicen ellos- Verdadera Fe. Uno sólo empatiza con un personaje: ese anciano cardenal Melville que elegido de rebote para ser Papa, se oculta del mundo acuciado por las dudas. Michel Piccoli ayuda mucho con su interpretación. Es el único personaje verdaderamente humano de la función. El único que no se deja llevar por el protocolo, por la tradición, por la ayuda ciega del Espíritu Santo.

Mientras el cardenal Melville vaga por las calles de Roma buscándose a sí mismo, los demás cardenales, encerrados en el Vaticano, juegan a las cartas o se enfrascan en estúpidos torneos de voleibol. Quizá sea ésta, después de todo, la crítica finísima que Moretti logra colar en el aparente lisonjeo a la curia: su pasividad, su robotismo, su petulancia de infalibilidad disfrazada de confianza ciega en las Alturas. Su vanidad. 



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