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Kidding

🌟🌟🌟

Casi al mismo tiempo que se estrenaba la serie Kidding, y nos quedábamos enganchados al primer episodio porque lo dirigía Michel Gondry y lo protagonizaba Jim Carrey, uno de los guionistas de Epi y Blas aparecía en la prensa para confirmar que, en efecto, los dos muñecos de Barrio Sésamo eran pareja homosexual, y que sus tontunas y desencuentros eran la adaptación de sus propias vivencias reales, con su compañero de toda la vida.

    El aire de la entrevista es un "sí, claro, por supuesto", como si el tipo se sorprendiera, a estas alturas, de que el periodista se cuestione todavía tal evidencia palmaria: dos hombres que duermen juntos, en el mismo dormitorio, que se levantan todas las mañanas con algo que reprocharse.... Hay que ser muy corto -viene a decir - para dejarse engañar por el escenario de las dos camas separadas. Un mentecato de tomo y lomo, para no tener presente que los espacios para niños los escriben personas adultas, y que nada de lo que acontece en sus tramas surge de la casualidad, y que siempre hay un reflejo de los autores, una vivencia, un desahogo, una enseñanza, una pequeña maldad incluso...


     Éste es, más o menos, el leitmotiv que anima la serie Kidding. O que, al menos, la animaba al principio, antes de perderse en tramas confusas y reacciones inexplicables (el afán de distinguirse, de hacer algo novedoso, de auteur, que al final termina por joderlo todo...). Kidding habla de la contradicción entre el adulto que vive y el adulto que sale en pantalla para divertir a los niños. El tipo que vestido de civil se llama Jeff y llora por su hijo fallecido, y por su esposa divorciada, y que camina por la vida con el gesto perdido y la alegría olvidada, porque lo que antes era cotidiano ahora es extraño y pesadillesco. El mismo tipo que luego, para ganarse el sustento, se disfraza de Mr. Pickles ante las cámaras de su show infantil, y encarna al señor divertido y amable de toda la vida, al que los niños esperan para echarse unas risas o aprender una pequeña sabiduría. La lucha interior de ese hombre es terrible, desgarradora, y Jim Carrey, con su cara de goma, acierta con todos los registros. Es una pena que luego la serie se... desvanezca, se enrede en los hilos de sus propias marionetas. O a lo mejor soy yo, que Kidding me ha pillado en malos tiempos para la lírica, como cantaba el añorado Coppini.


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Rebobine, por favor

🌟🌟🌟🌟

El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Human Nature

🌟🌟🌟🌟

Cuando una mujer guapa, en las apps del ligoteo, me pregunta por la lectura que cambió mi vida, por ese libro especial que me hizo más sabio y mejor persona, salgo por peteneras y me voy a los terrenos de la alta literatura, donde viven los autores de la reflexión calmada y del párrafo profundo. De la poesía elevada. Ellas, arrobadas, sorprendidas por una sensibilidad que no es muy habitual por estos lares, donde los hombres son más del Marca y del Interviú- me consideran un candidato a sus favores durante unos minutos que yo disfruto con sentimiento de culpa, y vanidad de primate. El hechizo dura lo que tardo en meter la pata con una descortesía, con una boutade que se me va de las manos y explota como una bomba fétida entre el amor naciente. Es un ciclo sin fin de pavoneo y bofetón al que maldigo mucho pero vivo muy acostumbrado.

       Sólo a mis amistades íntimas puedo confesarles que el libro que cambió mi vida, el que me hizo más sabio pero no mejor persona, es El gen egoísta, de Richard Dawkins. Dawkins, un biólogo evolucionista que es el azote de los clérigos, recogió una idea revolucionaria que llevaba en el ambiente desde los tiempos de Charles Darwin. Una formulación que los sabios siempre se dejaban en la punta de la lengua, hasta que él, con un par de cojones, se jugó su prestigio académico y afirmó que el hombre sólo es un constructo de los genes: el medio del que se sirven esos pequeños tiranos para duplicarse generación tras generación. Ellos son los pilotos verdaderos, y nosotros las carcasas, los vehículos, los propulsores del cohete. Nosotros morimos, pero ellos se quedan ahí, en nuestros descendientes, empujándolos de nuevo hacia el amor y hacia el sexo, en el ciclo sin fin de la vida que ya predicara el Rey León.

     Sí, queridos amigos, y queridas mojigatas: el sexo es el motor del mundo, como dijo el abuelo Sigmund de Viena, aunque él se enredara un tanto en las formulaciones. Los genes guían nuestra vida, aunque es cierto que nosotros, seres civilizados con una capa muy fina de barniz, podemos contenerlos y hasta disuadirlos. Pero su voz nunca se apaga: ellos son el susurro que oímos cada noche antes de dormir, el runrún que nos acompaña cada mañana al levantar. El impulso primario que hemos de negociar cada minuto, cada segundo, para impedir que nuestra vida sea la fiesta eterna de los bonobos. Follaríamos a lo grande, y a cualquier hora, pero no tendríamos el cine, ni el fútbol, ni las canciones de Javier Krahe. Ni esta trompeta maravillosa de Miles Davis que me acompaña mientras escribo.

       De estas cosas va Human Nature, la extraña y educativa película de Michel Gondry y Charlie Kaufman. Dos tipos que han entendido, que han comprendido…



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¡Olvídate de mí!

🌟🌟🌟🌟🌟

El eterno resplandor de la mente inmaculada es uno de los sueños inalcanzados del ser humano. The eternal sunshine of the spottless mind, que dijo el poeta. El alivio de la mente sin recuerdos, de la memoria despojada de pesares. Quién tuviera, ay, acceso a su propio trastero, para quemar los rastrojos y convertirlos en humo; no volver a recordar el rostro, la voz, la nota de despedida. La sonrisa que se tornó en desplante. Para estos menesteres del olvido sólo tenemos el alcohol, que arrasa cualquier recuerdo sin distinción, como una mala quimioterapia de la uva. Y el tiempo, claro, el tiempo, que ni siquiera es un invento nuestro, y que en realidad no sabe olvidar, el muy inútil: sólo tapar, maquillar, añadir capas y capas de recuerdos sobre la herida supurante. Un tonto del culo que pone filtros de color sepia a fotografías que no sabe borrar.

      En The eternal sunshine of the spotless mind, Jim Carrey acude a la consulta del doctor Mierzwiak para que le sea extirpado, neurológicamente, de una vez para siempre, el recuerdo de Clementine, la extraña mujer con la que compartió la gran felicidad y el gran pesar. Unos electrodos rastrearán la presencia de Clementine en cada rincón de su cerebro para eliminarla imagen a imagen, conversación a conversación, hasta convertirla en una total desconocida. The eternal sunshine of the spotless mind se tradujo en España con un irrespetuoso ¡Olvídate de mí! que nos vendía una comedia loca y no una reflexión única sobre el amor y el desamor, el olvido y la memoria. Sobre el desencuentro entre hombres y mujeres que sin embargo viven abocados a entenderse. Algún imbécil patrio vio a Jim Carrey en el póster promocional y pensó: “otra majadería de chistes malos y mandíbulas desencajadas”. Diez años después todavía me encuentro a gente que me dice: “¡Hostia, sí, la vi! ¡Y lo que me reí!” ¿Reírse? ¿En ¡Olvídate de mí!? O no la han visto, y mienten, o sí la vieron, y son gilipollas perdidos. En cualquier caso, ojalá pudiera borrarlos de mi memoria. A ellos, y a otros muchos. The eternal sunshine of the spotless mind…

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