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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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La invención de Hugo

🌟🌟🌟


Los hermanos Lumière no inventaron el cine, como nos decían de pequeños en el libro de Sociales. Ellos inventaron la máquina de hacer cine, que no es lo mismo. Ellos eran ingenieros, pero no cineastas. Clavaban la cámara en la estación de tren o en la salida de la fábrica -de su fábrica- y dejaban que la vida transcurriera ante el objetivo sin trampa ni cartón. Vamos a conceder que eran... documentalistas. Carecían, además, de cualquier espíritu visionario. Después de asombrar a los parisinos con sus proyecciones en el Grand Café Capucines, los Lumière pronosticaron que el cine nunca pasaría de ser una atracción de feria. Una curiosidad de la ciencia, que avanzaba a todo trapo. Edison, al otro lado del charco, pensaba tres cuartos de lo mismo.

Hace muchos años, en las madrugadas de Antena 3 radio, Carlos Pumares nos contaba que en una de esas proyecciones estuvo presente George Méliès, el ilusionista que asombraba a los parisinos con sus trucos en el teatro. Cuenta la leyenda -más o menos como lo cuenta Martin Scorsese en “La invención de Hugo”- que Méliès se quedó... embobado, boquiabierto como un niño, y que al mismo tiempo que la luz atravesaba la oscuridad para estamparse en la pantalla y crear vida animada, una certeza de genio atravesó su meninge para alumbrar un mundo lleno de posibilidades. Méliès supo que iba a transformar aquel proyector de realidad en una fuente de sueños. El cine nació justo en ese momento de intuición. De esa quijada descolgada, y de esos ojos como platos. Todo lo que vino después -el amor y el dolor, la sorpresa y el llanto, el terror y la pasión, Luke Skywalker descubriendo los caminos de la Fuerza- ya lo imaginó Méliès en un solo segundo de divina inspiración.

La pena es que este homenaje de Martin Scorsese a George Méliès sea tan... infantil. Desconozco las razones. La figura de Méliès merecía otro tipo de acercamiento. Espero, sinceramente, que “La invención de Hugo” no tuviera un “afán pedagógico”, porque don Martin es más inteligente que todo eso. Los “afanes pedagógicos” a los niños se la soplan. A las niñas igual. A les niñes ni te cuento.





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Dopesick

🌟🌟🌟


El mundo lo dirigen cuatro hijos de puta desde sus despachos acristalados, o desde sus mansiones inaccesibles, cuando huyen del downtown y siguen robando al borde de sus piscinas. Es bueno recordarlo de vez en cuando, porque los periódicos y los telediarios no contribuyen gran cosa a esta certeza. Si te fías de la prensa canalla -y toda la prensa respetable es canalla-, aquí los que mandan son los políticos, los “representantes elegidos por el pueblo”, y no -por poner un ejemplo paralelo al de “Dopesick”- nuestros empresarios energéticos, a los que nadie pone freno en el recibo de la luz. Hemos votado a un gobierno de izquierdas para esto... Hay muchas familias Sackler por ahí sueltas: unas venden opiáceos peligrosos y otras se forran a costa de tu derecho a tener encendida la lamparilla de noche. Unos hijos de puta, ya digo, de los que solo queda constancia documental en las páginas color salmón, y en las revistas especializadas del latrocinio -digo, perdón, de los negocios-, que nadie sin jayeres para invertir se pone a leer en su sano juicio.

Es por eso -porque nos quieren engañar todos los días, y luego dicen del régimen de los chinos- que hay que recurrir a ficciones como “Dopesick” para recordar quién corta el bacalao de todo lo que consumimos: sociópatas sin escrúpulos, y psicópatas sin moral. Nacer sin esas excrecencias del espíritu allana mucho el camino para triunfar en los negocios. Y luego están los Nazgûl, los sicarios de Sauron, que son esos ejecutivos con maletín y corbata que yo, personalmente, cada vez que me los cruzo en un banco, en un despacho, en cualquier asunto que tenga que ver con esquilmar al proletariado, me pongo a temblar. En su presencia  hago gestos de “vade retro” con mis manos en los bolsillos y me cago en sus muelas como Chiquito de la Calzada, pero entre dientes. Si los Sackler del mundo son la fuente de la maldad, estos tipejos, y estas tipejas, son los vectores de su transmisión. Los que te convencen de traicionar tus propios intereses con una sonrisa Profidén y una seguridad arrebatadora. Los otros hijos de la gran puta, o del gran putero, lo mismo da.





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Un tipo serio

🌟🌟🌟🌟🌟

Todo el mundo presume de su belleza interior. No hay nadie feo en los intestinos... Allí dentro, entre los tejidos y el bolo alimenticio, todos creemos tener una bondad intrínseca, implantada serie, enraizada en los genes o regalada por Dios. Y no como los demás, salvo honrosas excepciones, que nacieron sin ella, o la tienen anquilosada.

Hace meses, en un chat de internet, antes de que los falangistas asaltaran los parlamentos y yo me escapara por la gatera -o por la rojera-, el gurú nos preguntó por algo íntimo de lo que presumir, y por algo también de lo que avergonzarnos, y daba un poco de vergüenza ajena, la verdad, leer que casi todos respondían que en el fondo -o en la superficie, qué cojones- eran buenas personas, gentes de bien, ciudadanos intachables preocupados por el “bienestar de la gente”. Nos ha jodido... Todavía no he conocido a nadie – ni siquiera en las memorias de los genocidas, de los asesinos en serie, de los políticos corruptos- que se tenga por mala persona. Yo, la verdad, es que ni fu ni fa. Yo, para resumirme, soy... yo, con mis cosas, las buenas y las malas.

Quiero decir, con este rollo, que cuando Yahvé, o Hashem, decide no destruir nuestras ciudades, todo el mundo se cree el único justo entre  los pecadores, como Lot en la Biblia, y se erige en salvador honoris causa de la ciudad, porque ya sabemos que los dioses, cuando encuentran un solo justo viviendo en Sodoma, o en Gomorra, perdonan a todos los demás. Qué jodida tenía que estar la cosa en Hiroshima, en 1945, o en Cartago, cuando los romanos no dejaron piedra sobre piedra...

En la ciudad de Bloomington, en Minnesota, en 1967, el único justo de verdad, el único preocupado en hacer el bien entre los demás -o, al menos, en no hacer el mal, que ya es bastante- es Larry Gopnik, profesor de física, marido cornudo y padre ninguneado. La última mierda del Credo, el pusilánime, el manejable, el tonto útil... El pagafantas. El justo de proporciones bíblicas sobre el que pesa la responsabilidad de que la comunidad no sea arrasada. Hasta que un día se le hinchan las pelotas, comete una de las muchas irregularidades condenadas en la Torá, y Hashem, que andaba vigilando de reojo, decide enviar la tempestad...






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Your honor

🌟🌟


No. Paso. Esta historia ya me la han metido muchas veces, y además doblada. Ya no quiero más fisting en mi vida. Ahora, de mayor, sólo quiero amor y ternura. La vida es demasiado corta, y las series demasiado largas. Y además ya son muchas: cientos, miles, camino ya del millón, ahora que incluso el Ayuntamiento de Valdeteja va a empezar con la producción propia, con series como “Montaña arriba”, o “El pastor y la zagala”, y la mejor de todas, “Llega un madrileño de veraneo”, para estrenarlas dentro de unos meses en otra plataforma online llamada “Valdeteja Plus”, a 9’99 euros al mes, y un chaleco de lana de regalo, en cada suscripción.

Que no: que no hay vida, no hay tiempo, y esto ya es una marabunta de series, una selva de ficciones que ya crece sin control, tapando el sol, y ocultando los caminos al caminante. Ni todo va a ser follar -como cantaba Javier Krahe- ni todo va a ser quedarse frente a la tele, como quieren estos malandrines de los estudios americanos. Hay que desbrozar a machetazos, sin compasión, para encontrar la senda de la vida perdida: retomar la lectura, los paseos, el amor en los tiempos del virus. ¿Qué te enrollas?: zas, fuera; ¿que te vas por las ramas de Úbeda?: zas, a tomar por el culo.

Your honor empieza muy bien, con Bryan Cranston haciendo de las suyas, porque él es un actor de voz cavernosa y gesto implacable que llena la pantalla. ¡Él era el puto Heisenberg!, no lo olvidemos... Pero las amistades, y los internautas más sinceros, ya me habían advertido que, esto, al final, es lo de casi siempre: los guionistas te enseñan la pierna, el inicio del escote, y cuando ya te tienen hechizado empiezan a marear la perdiz, y te endilgan eso que ellos llaman “desarrollo de los personajes”, que es el eufemismo de moda para referirse al rollo de los secundarios que molestan, de las tramas que sobran, del engorde artificial que da de comer a la industria.

He llegado al capítulo 4. Quedaban otros 6. Dicen que al final el sufrimiento queda redimido. Pues bueno. Pues vale. Pues me alegro.


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Blue Jasmine

🌟🌟🌟🌟

Los ricos también lloran… Así se titulaba un culebrón mexicano al que yo me asomaba de chamaco porque Verónica Castro era una mujer de muy buen ver, y además hablaba gracioso.

La expresión hizo fortuna, “los ricos también lloran”, y se repetía mucho en las tertulias cuando un millonario arrogante caía en desgracia. Que los ricos también lloraban ya era vox populi mucho antes de la serie, claro, pero que lo hicieran por amor o por celos era una novedad en la antropología que los estudiaba. En la vida real, los ricos lloraban -y a veces a moco tendido- cuando perdían sus yates y sus jets, y tenían que regresar a la vida pedestre de los pobres: a coger el metro, a hacer colas, a conformarse con el menú del día en los restaurantes. Luego, en las películas de Hollywood, siempre lograban rehacer su fortuna porque eran americanos de raza y emprendedores de la hostia, y con el único dólar que conservaron volvían a levantar un imperio que a veces era más grande que el anterior, y se vengaban con creces de sus rivales comerciales. Pero los ricos nunca lloraban por perder un amor, o por recibir un no por respuesta, porque en la siguiente escena ya estaban con un tío más bueno, o con una mujer más guapa, magnéticos, además de cojonudos.



    Blue Jasmine es una película americana que cuenta la vida de una millonaria degradada a soldado raso de la vida. Una versión muy libre de la caída en picado de Ruth Madoff, la esposísima de Bernie, que construyó una pirámide de dólares con los cimientos en las nubes. Jasmine llora con estilo, sin hipidos, y siempre agarrada a una botella de bourbon del caro. Hasta en la caída, se nota que es una mujer a la vanguardia de la moda. Quien tuvo, retuvo. Jasmine llora por un ojo lo de ser pobre y por el otro lo de haberse quedado sin marido, que era un cabronazo, y un mujeriego, pero era un tío guapísimo, y le regalaba collarazos por Navidad.

    En otra película, Jasmine tendría una esperanza para salir del pozo y retomar su vida de antes. Pero Blue Jasmine es una película de Woody Allen, y en las películas de Woody Allen rara vez los personajes remontan el vuelo, y regresan indemnes de la aventura. Es una de las cosas que más me gustan de su filmografía. Están los chistes, sí, y las ocurrencias, y las radiografías exactas de los personajes. Pero sobre todo está esa amargura, esa certeza ceniza, pero científicamente demostrada, de que la vida nunca va a mejor, y que hay que agradecer a los dioses que nos deslicemos poco a poco hacia la desgracia, suavemente, y no dando trompazos, como Jasmine, o cayendo a plomo, desde las alturas.



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Fargo. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟

La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



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La llegada

🌟🌟🌟🌟🌟

Hay un momento terrible en la adolescencia de los apocados, de los que nacemos con sólo tres fotocopias de un gen fundamental para la alegría, en la que comprendes, sin lugar a duda, como traspasado por un rayo que electrocuta el cuerpo pero ilumina la mente, cuál va a ser tu futuro. No los detalles, claro, porque para eso habría que ser un adivino de los de verdad, de los que nunca estafan a nadie en las madrugadas de la tele. Y aun así, según tengo entendido, los adivinos, por no sé qué paradoja en la estructura del espacio y el tiempo, no pueden verse a sí mismos de mayores, ni siquiera saber qué les ocurrirá mañana por la mañana al despertar, y sólo con los clientes, o con los íntimos, se les despejan las tinieblas que ocultan lo desconocido.



    La doctora Banks, en La llegada, adquiere la capacidad única de ver su futuro como si fuera carnal y rabioso presente, más allá de la experiencia de cualquier visionario con túnica, o de la amargura de cualquier adolescente con acné. Es como si el fantasma de las navidades futuras tomara su brazo para sobrevolar no sólo las navidades que vendrán, sino todos los días laborables, y todas las fiestas de guardar. La película completa del resto de su vida, que aborda las escenas del enamoramiento, de la maternidad, de la desgracia que caerá como una sombra sobre su mundo…  La doctora Banks ha aprendido el lenguaje circular de los heptápodos, que son los extraterrestres de la película, y quien aprende ese lenguaje sufre un cambio en la estructura de su pensamiento, y de pronto, en su percepción interna, el tiempo se anula, se vuelve fluido, y lo futuro se anuda con lo pasado, formando un círculo que ofrece un panorama completo de 360º.

    El momento, en la película, es terrible. La doctora Banks sabe que a va a sufrir lo indecible, y también sabe que bastaría un gesto, una huida, pronunciar un simple no, para cortar la cuerda que la ata a su destino. Y sin embargo, lo acepta, se acepta, y se entrega a su verdugo con un beso y un abrazo. Quizá porque aprendiendo el lenguaje de los heptápodos también ha aprendido que el futuro, aunque se conozca, y se trate de evitar, nunca se puede cambiar, como sucedía en aquel cuento tan enrevesado de Borges. El destino está escrito en la misma tinta que usan los extraterrestres, tan parecidos a los calamares.



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The Looming Tower

🌟🌟🌟🌟

En el momento de su construcción, las Torres Gemelas de Nueva York fueron el desafío fálico de los americanos hacia el resto del mundo: nosotros no sólo la tenemos más grande, sino que además tenemos dos, dos de todo, como decía Benito González agarrándose los testículos en Huevos de oro. Años más tarde, en varias geografías del mundo, se construyeron torres más altas que las gemelas para ver que satrapía la tenía más grande. Pero a los enemigos de Norteamérica se les quedó grabada aquella fanfarronada del doble pene que dominaba la bahía, y cuando los muchachos de Mohamed Atta -si nos atenemos a la versión oficial- decidieron golpear en la misma entraña del monstruo, no perdieron mucho tiempo en elegir el objetivo humeante que acapararía las portadas de los periódicos.




    Algo de aquel simbolismo prepotente, de engreídos sexuales, ha quedado en el despropósito administrativo que se nos cuenta en The Looming Tower. Porque al final, si nos seguimos ateniendo a la versión oficial, los atentados del 11-S se podrían haber evitado con un simple cruce de información entre los chulitos de la CIA y los chulitos del FBI, que envueltos en su propia arrogancia, embriagados del aroma de sus propios cojones, prefirieron trabajar cada uno por su lado mientras los pilotos que estrellarían los aviones se entrenaban tan ricamente en academias americanas, identificados, pero no perseguidos, o perseguidos, pero no identificados. Un dislate que los guionistas de The Looming Tower llevan todavía un poco más allá, a los terrenos sexuales ya no simbólicos, sino de las propias camas calientes y particulares, porque desde el primer capítulo se hace evidente que aquí todo el mundo está tan preocupado de combatir el terrorismo internacional como de cuidar los amores que nacen o empiezan a marchitarse. Y si de ocho de la mañana a dos de la tarde todos se comportan como profesionales muy trajeados de lo suyo, a partir de ahí la atención se dispersa, y la alarma antiterrorista queda como en suspenso, como aparcada en tareas pendientes.

    Mientras tanto, al otro lado de la ideología y de la religión, un grupo de contumaces también muy sexualizados sueña con los polvos que echarán con 72 huríes nada más atravesar los ventanales de las dos pollas desafiantes... Todo es sexo. Siempre es sexo.




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El caso Sloane

🌟🌟🌟

El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Call me by your name

🌟🌟🌟

Yo nunca tuve un amor de verano. Más que nada porque nunca veraneé. No había posibles, ni gente que prestara el apartamento. Mi familia era pobre y algo apestada en el árbol genealógico. La purria del barrio y de los apellidos. Como mucho un veraneo vicario en Verano Azul, enamorado de una Bea inalcanzable que al final se calzaba el rubiales de turno, el tal Javi, de Madrid, con su ejque, y su chulapería.

    Si Nerja ya era un paraíso inalcanzable para el lumpen-proletariado de León, imagínate el veraneo en una casa señorial como ésta donde Elio se hace las pajas, y se tira a la estudiante francesa, y se acuesta con el maromo americano, allá en el paraíso de la Lombardía o de la Toscana, que al final uno no sabe dónde está el drama de esta película, porque al chaval le llueven las ofertas sexuales como a un actor de moda o a un modelo muy cotizado. 

    Nadie se para a pensar -empezando por James Ivory, el gentleman, el oscarizado- que hay gente que ha pasado mucha hambre en la adolescencia, mucha miseria, la hambruna etíope del aspirante sexual. Chavales que nunca nos jalamos una rosca porque no teníamos la suerte, ni el atractivo, ni la posibilidad de un veraneo en la Italia romántica del sol eterno y las ruinas de los antiguos. Que no teníamos ni el consuelo de un melocotón deshuesado al que poder zumbarnos en la intimidad de nuestras alcobas -que nosotros siempre llamamos dormitorios- porque al precio que estaban los melocotones por entonces era un auténtico crimen desperdiciarlos, que mi madre los traía envueltos en paño de oro y si me llega a pillar con uno de ellos ensartado en la polla –que entonces se decía minga- del tortazo que me arrea aparezco donde Elio entrando por la ventana y sorprendiéndole en su verano tórrido y lujurioso.

    Que hijo de puta más quejica y más odioso, el tal Elio… El amor de verano es un asunto de burgueses, y de burgueses guapos además, que son los que llegan, bichean y triunfan como señores, como Julio César en las Galias. Y a mí, qué quieren que les diga, me caen como una patada en el culo. Al resentimiento del bolchevique se suma el resentimiento del hombre feo y apocado. Me sale del alma. Me dan por el culo en un sentido metafórico. Que le jodan al tal Elio. Ni una lágrima, ni una pena, ni una empatía de amante contrariado, ha ensombrecido mi rostro con sus –supuestas- desventuras.

 



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Miles Ahead

🌟🌟🌟

Al terminar de ver Miles Ahead uno desearía no estar en casa, sino en el cine club universitario, con muchas personas alrededor carraspeando y comentando. Con Don Cheadle presente para responder a nuestra perplejidad: "¿Qué quisiste contar, brother?" Porque mira que hay biografía en Miles Davis para llenar la película, entre auges y caídas, trompetas y quintetos, compañeros de fatigas y pibones de morirse... Una vida excesiva y completa que daría para un serial, más que para una película. Y sin embargo, tío, aunque claves la caracterización y los gestos, a medio metraje se te va la cosa a un episodio inédito de Corrupción en Miami. Sólo que el blanco ya no es Crockett, ni el negro Tubbs, que tenían un estilazo de la hostia y unos Ferraris Testarossa que derrapaban, sino que ahora el negro es Miles Davis desastrado, y el blanco Obi-Wan Kenobi disfrazado, dos tipos puestos de coca hasta las cejas que persiguen una grabación musical muy secreta, con tiros y persecuciones, mamporros y soplamocos, en una opereta que consume minutos y minutos con el único objetivo de explicarnos que Miles, en sus crisis artísticas, en sus apagones creativos, era un sujeto depresivo y bastante maniático. Oído, cocina.


     Si este es el enfoque novedoso, el camino no trillado, el acercamiento imprevisible que los críticos profesionales tanto alababan en sus columnas, prefiero un episodio original de Corrupción en Miami, que allí por lo menos salían unas jatazas de babear, siempre medio en chichas por las playas, zarandeando las cachumbas al ritmo del jazz latino, que no es tan seductor como el que salía de la trompeta mágica de Miles, pero que no deja de ser jazz, qué narices. Con el episodio original de Corrupción en Miami yo podría, además, revivir aquel chiste de mi infancia, que mira que éramos tontos e inocentes los chavales: esperar a que salga sobreimpresionado el nombre de Don Johnson en los títulos de crédito para decir con voz grave de locutor radiofónico, por lo bajini: "Corrupción en Miami, con-Dón Johnson..." El descojone total de la época, entre los chavalillos que contábamos los pelos hueveros con los dedos de una mano. 


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Trumbo

Cuando veo una película de rojos perseguidos por el poder, me sale la vena bolchevique que tantos disgustos me ha dado, y que tantos lectores -porque aquí seguimos los cuatro gatos de siempre- me sigue costando. Para mí, cuando insultan a un buen izquierdista en la pantalla, es como si apalearan a un perrete, o robaran el bolso de una anciana, y mi cuerpo astral -no el otro, ya muy baqueteado, que se queda de brazos cruzados en el sofá- salta como un energúmeno para defender al pobre hombre, o a la pobre mujer, que sólo quería una sociedad mejor repartida, o que le pagaran un sueldo digno por su trabajo.



    Después de ver Trumbo, que es la caída y auge de Dalton Trumbo en el apartheid de la Caza de Brujas, yo venía aquí para soltar un discurso muy encendido en defensa del izquierdismo norteamericano, en plan Howard Zinn o Noam Chomsky. Denunciar el silencio, la marginación, la persecución incluso de quienes se atrevieron a cuestionar el sueño americano, que ha sido prodigioso en sus avances tecnológicos, y aberrante, en sus repartos de la riqueza. Yo venía aquí para cagarme en la Caza de Brujas, en sus oscuros promotores, y en sus execrables chivatos. Y quedarme insatisfecho, pero relajado. Pero todo esto ya está muy contado, e insultado. Los escasos lectores que me siguen son personas cultivadas que ya conocen de sobra tales desmanes, y sólo venían aquí por la curiosidad de saber algo más sobre Trumbo, y por verme armado de florete, lanzado estocadas a mi diestra, para defender el honor de las causas perdidas.
    Y para causa perdida, ahora que ya pasaron los grandes premios, la actuación de Bryan Cranston. Soberbia. De Oscar, si este año, para enmendar errores anteriores, no hubieran agasajado a Leonardo DiCaprio. Por salvar a un justo, jodieron a otro.  



Niki: Papá, ¿Eres comunista?
Dalton Trumbo: Sí
Niki: ¿Está prohibido eso?
Dalton Trumbo: No
Niki: La señora del sombrero grande dijo que eras un extremista peligroso. ¿Es verdad?
Dalton Trumbo: ¿Un extremista? Puede ser... Yo amo nuestro país. Y el gobierno es bueno. Pero todo lo bueno puede ser mejor, ¿no te parece?
Niki:¿ Mamá es comunista?
Dalton Trumbo: No
Niki: ¿Y yo?
Dalton Trumbo: Hagamos la prueba oficial, ¿quieres? Mamá te prepara tu almuerzo preferido...
Niki: Sandwich de jamón y queso...
Dalton Trumbo: Y en la escuela, ves a alguien que no tiene almuerzo. ¿Qué haces?
Niki: Lo comparto
Dalton Trumbo: ¿Lo compartes? ¿No le gritas que vaya a trabajar?
Niki: No
Dalton Trumbo: ¿O le ofreces un préstamo al 6%? Eso sería inteligente.
Niki: Papá...
Dalton Trumbo: O ignoras a esa persona y ya...
Niki:¡No!
Dalton Trumbo: Bueno, bueno... Eres una pequeña comunista.




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Boardwalk Empire. Temporada 2

🌟🌟🌟

En estos tiempos de enfermedad vivo como uno de los pacientes del doctor House, sometido a multitud de pruebas que no terminan de dar con el quid de la cuestión. Pero yo, a diferencia de ellos, no me muero cada diez minutos de programa. No tengo convulsiones, ni entro en parada respiratoria, ni me salen eccemas por toda la piel. Estoy sano, fresco, desesperado ya de contemplar estas cuatro paredes grises del hospital. De recorrer este pasillo tan cortísimo que ni a cien metros olímpicos llega. Mato los infinitos ratos con la impericia de un asesino poco profesional. Ojeo a Montaigne, atiendo las visitas, trato de ver a plazos los DVDs que me van trayendo. Entre las paradas cardiorrespiratorias del ordenador y las interrupciones permanentes del personal médico, la loncha de ficción más larga no creo que haya alcanzado aún los veinte minutos. Es como ver una película en Antena 3 o en Telecinco, un imposible metafísico que termina con la paciencia de quien pone verdadero interés.

Ha sido así, a trancas y barrancas, como he conseguido completar la segunda temporada de Boardwalk Empire. Noto, en relación a esta serie, que voy a contracorriente de la opinión general. Entro en los foros, leo en los periódicos, repaso las reseñas, y todo es aplauso unánime y entusiasmo general. Los sacerdotes me piden a gritos un examen de conciencia. Pero por más que lo intento, padre, no logro arrepentirme de que Boardwalk Empire no termine de gustarme. Arrancó muy bien, sí, con aquel episodio piloto firmado por Martin Scorsese que prometía un Casino trasladado a los locos años veinte. Luego, por momentos, llegamos a creernos que Los Soprano habían resucitado en una precuela donde se narraban las historietas alcohólicas de sus abuelos. Pero luego ocurrió lo de tantas otras veces: que la chispa se apaga, que los amoríos se enredan, que los secundarios insulsos y matracas reclaman su minutaje excesivo. Las tramas se dispersan, se alejan del motivo principal que nos clavaba en el sofá: los gángsters con sus jetos, con sus códigos, con sus metralletas de gatillo fácil. Las corruptelas municipales dejan paso a los traumas religiosos de las señoras, y los niños enfermitos ocupan las escenas donde antes bailaban desnudas las putas del cabaret. Es como una adaptación de Amar en tiempos revueltos pero en otros tiempos revueltos. 

Alguno dirá: es que así la trama se enriquece, se expande, toca asuntos varios para componer un fresco sobre la Norteamérica de los años veinte. Un caleidoscopio, un mural, un retrato polifacético… Pues bueno. Cojonudo. Qué palabrejas.. Pero yo no venía a eso.





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