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Manhattan Sur

🌟🌟

Al tercer o cuarto bostezo de esta tarde canicular, con Manhattan Sur transcurriendo sin pena ni gloria por la pantalla achicharrada, comprendí que los panegíricos habían vuelto a liarme con su adjetivación generosa. Cuando hace unas semanas murió Michael Cimino, los articulistas escribieron encendidas loas al artista: que si fue un genio incomprendido, que si sus películas se adelantaron a su tiempo, que si es de justicia revisar con alegría sus obras menores... Cosas así. El manual del obituario. Uno ya debería saber que estas cosas se escriben por compromiso, y que quien no conoció las películas de Cimino inflama la prosa hasta quedar bien con los aficionados, y que quien sí vio la obra del difunto, y guardaba dudas razonables sobre ella, tal vez ahora, llevado por la nostalgia, y por la pena del cuerpo presente, la ve estimable y hasta recomendable para los lectores.  


    Ya digo que uno, más por experiencia que por astucia, debería estar prevenido contra estas palabrerías, y juzgar por sí mismo si merece la pena regresar a Michael Cimino y su torturada filmografía. La puerta del cielo fue un homenaje casi obligado, pues uno nunca había visto la versión extendida, y cabía el beneficio de la duda, y la expectativa de una maravilla. Pero Manhattan Sur ya era harina de otro costal. Por muy pesados que se pusieran los panegiristas, la imagen de Mickey Rourke repartiendo hostias en los bajos fondos del barrio chino movía más a la renuncia que a la promesa. Mi sexto sentido -ése que vive amordazado por mis complejos de cinéfilo aficionado, de diletante sin criterio ni sensibilidad-, me decía que no, que vade retro, que mejor ver una comedia ochentera de Fernando Colomo o de Pedro Almodóvar. 

Pero no. Cedí a la tentación de Manhattan Sur, y Manhattan Sur, la verdad sea dicha, se ha quedado viejuna, y está mal contada, y tiene una banda sonora intrusiva e insufrible. Curiosamente, Mickey Rourke no es lo peor de la función, y su cólera de policía más chulo del barrio sostiene a duras penas el andamiaje. Los malos vienen, los buenos van, y uno nunca acierta a entender por qué unos mueren y otros no, y por qué no murieron antes, o no murieron después. La lógica brilla por su ausencia, y sólo de vez en cuando, para nuestro solaz, viene la amante china de Mickey Rourke a regalarnos su belleza, que es muy de estimar cuando está vestida, y mucho más cuando comparece desnuda.




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La puerta del cielo

🌟🌟🌟

Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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