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Celebrity

🌟🌟🌟🌟

Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.



    La presencia de Charlize Theron en Celebrity apenas abarca diez minutos de metraje, pero es como la supernova cuyo brillo anula todo lo demás. Más que bellísima, es pluscuamperfecta, y además clava su papel de mujer nacida para desear y ser deseada. E incluso yo, que no soy muy dado a erecciones cuando hay ropa de por medio, me veo sorprendido por la agitación de mi alter ego, que desafiando el marasmo de la siesta se alza para curiosear cuando Charlize le cuenta a Kenneth Branagh su extraña sexualidad, o cuando baila pegado a él en la discoteca de moda.

    Y es injusto, que Charlize protagonice el recuerdo, y monopolice los escritos, porque luego te pones a ver el resto de Celebrity,  ya recompuesto y más digno, y resulta que es una película que no ha perdido nada con el tiempo, ocurrente y ácida. Inmisericorde con la tontería de las celebridades ,pero también con la tontería de los que no somos famosos, por creer que manejamos el rumbo de nuestras propias vidas.

Branagh: No sé por qué, pero estás tan radiante...
Judy: Gracias. Es la suerte...
Branagh: En serio
Judy: Da igual todo lo que digan los psiquiatras, o los expertos, o los manuales... En el amor lo que cuenta es la suerte.



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Armas de mujer

🌟🌟🌟🌟

Ser una mujer como Melanie Griffith en Armas de mujer no tiene que ser nada sencillo. Ella se mira al espejo y se sabe inteligente, incisiva, capacitada para ascender dentro de los cotarros profesionales. Sin embargo, cuando lanza su gran idea en la reunión, o su gran ocurrencia en la fiesta de la empresa, comprueba que los hombres se quedan obnubilados en su pechamen, indomable bajo los ropas, o en el culamen, que no tiene cráneo que lo contenga. Es entonces cuando vuelve a asumir la desgracia irresoluble de las mujeres hermosas: que su inteligencia viene secuestrada en una carcasa ósea y no es evidente a primera vista, y que esos tipos hipnotizados apenas han comprendido nada de lo que ha dicho. Ellos carraspean incómodos cuando les interroga con la mirada: "Repetidme lo que he dicho...".

     La transición del simio que babea al hombre que escucha aún no está perfeccionada por la evolución, y en esos trances se nos ve el plumero, el pelo de la dehesa, el vello del orangután...

        Es triste, sí, pero es real, indisimulable. Lo primero que vemos los hombres en una mujer es la belleza, la simetría, la proporción de las formas. Es un escaneo involuntario que los hombres más civilizados finiquitamos (me incluyo) en cuestión de décimas de segundo, antes de recomponer el gesto y mostrarnos interesados en la conversación. Sin embargo, los hombres más apegados al pasado evolutivo tardan mucho tiempo en procesar, y son como un procesador pentium de los antiguos, que se queda ahí, rulando, haciendo ruido, atorado en una única tarea. Al final, la única diferencia entre el caballero y el cerdo sólo es la velocidad de procesamiento. Una cuestión tecnológica. Cuantitativa, pero no cualitativa.

 De hecho, en la película, el personaje de Harrison Ford primero es bonobo de la selva, ensordecido por el deseo, y ya luego, con el instinto reposado, y la dignidad restablecida, un amante ejemplar que ha cumplido la transición canónica del macho al hombre, del gorrino al civilizado. La aspiración íntima de las mujeres enamoradas.




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