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Oppenheimer

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Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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La chaqueta metálica

🌟🌟🌟🌟


Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Un domingo cualquiera

🌟🌟🌟🌟


Los jugadores de fútbol americano parecen muy hombres porque se visten como si libraran una guerra medieval -la de los Cien Años, o las Cruzadas en Jerusalén- siempre pertrechados con su casco y con su armadura. Además dicen mucho “fuck”, y "bullshit", y "motherfucker", acompañando los tacos con una mano en los cojones, y en esos corrillos que hacen antes de cada jugada se mientan a las madres y proponen tratos ilícitos con las mujeres de los rivales. 

Sin embargo, los aficionados al deporte sabemos que los hombres de verdad -como aquellos que deseaba Alaska en su canción- son los que juegan el rugby que se estila en Europa y en el hemisferio Sur: el que se practica a cara descubierta y a pecho descubierto. El que se pelea con el único amortiguador de una camiseta y de un protector bucal para no dejarse los sueldos en el dentista. Las hostias son las mismas, pero la entereza y el estoicismo están del lado de nuestros muchachos, que se enfrentan a la suerte de un placaje con el cuerpo tenso y el rostro sin enmascarar.

La película de Oliver Stone mola mucho porque sale Al Pacino desatado y Cameron Díaz tan guapa que te mueres. Y al final, la épica del deporte es la misma en el fútbol que en la petanca: solo es cuestión de darle ritmo a la película y de encontrar diálogos jugosos; y en eso, Oliver Stone es un maestro del engatuse. Puede que “Un domingo cualquiera” sea una película tan excesiva como hueca, pero joder: dura dos horas y media y nunca te aburres.  

Lo que no consigue el bueno de Oliver -y ya nadie conseguirá jamás- es que a los europeos nos interese este juego. Gracias a las películas y a las bases militares, los yanquis han gozado de cien años de influencia cultural para intentar seducirnos con el "football" y solo han conseguido que lo repudiemos cada vez más. Por tostón, y por americano. Hace años, en España, se puso un poco de moda porque en Canal + quisieron darle mucho bombo a la Superbowl. Había patrocinios y tal. Yo piqué un par de veces y a la media hora me fui a dormir bostezando. No sé: no juegan, están todo el rato parados y debatiendo. Se mueven menos que los tertulianos de José Luis Garci.



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Sicario: El día del soldado

🌟🌟🌟

El problema de tener que escribir un comentario después de cada película que veo, o de cada serie que termino, en esta obligación autoimpuesta para ejercitar las neuronas, es que a veces te encuentras con películas como Sicario: El día del soldado y no sabes qué narices contar a los parroquianos. Que mola, que está bien hecha, que Brolin y Benicio tienen dos jetos impresionantes... Cosas así. Y que la droga es muy mala, claro. Y también el tráfico de personas a través de las fronteras. Que el guion hace aguas por varios agujeros, pero que nosotros, los espectadores, nos dejamos llevar como tontainas, engatusados por la acción... Poca chicha, como se ve. 

    Estos asuntos analíticos ya se cuentan en otros blogs con más enjundia, de cinéfilos de verdad, que están más al día de la actualidad y destripan los intríngulis con reflexiones sesudas y tecnicismos de germanía. Porque este blog mío, queridos lectores y queridas lectoras, que os asomáis por primera vez en incauta curiosidad, es un diario camuflado en el que yo vengo a contar mis neuras, mis movidas, mis mierdas personales, y las películas sólo son la excusa a la que me agarro para hacer excursiones por los cerros de mi Úbeda. Aquí no se critica la trama de la película, ni se alaba la fotografía crepuscular, ni se cuentan anécdotas sobre el rodaje. A lo sumo, para dar a entender que he visto la película de verdad, y que no soy un farsante al cien por cien, alabo la belleza de alguna actriz que me ha enamorado con su sonrisa, pero rápidamente recojo velas, y pongo un punto y aparte para pasar a un tema menos espinoso, porque las feministas me recriminan que hable de la belleza de la señora, o de la señorita, y no de su talento, de su oficio, como sí hago con los hombres, y como sé que en realidad tienen más razón que unas santas, siento un poco de vergüenza y salgo del jardín como puedo, aunque ya algo embarrado.

    Aquí, en Sicario: el día del soldado, salvo la aparición puntual de Katherine Keener, que es una actriz inquietante, bellísima a pesar de los años, todos los protagonistas son machos con mucha testosterona, así que mira: ese problema, al menos por hoy, no lo tengo.





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La versión Browning

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un profesor muy parecido al Crooker-Harris de La versión Browning. No enseñaba griego, ni literatura clásica, sino matemáticas del bachillerato. Todo aquel galimatías alfanumérico que la mayoría hemos olvidado por completo, pero que tal vez nos ayudó a estructurar el pensamiento, a asfaltar carreteras en el cerebro. Los alumnos de Crooker-Harris, en la película, sospechan que la gramática griega o la venganza de Clitemnestra también van a evaporarse de su recuerdo, así que asisten a las clases con la desidia improductiva de quien sólo está allí por obligación, para ir cumpliendo el expediente académico. No tienen mucha esperanza en que tales rollos alimenten algún tipo de madurez o entendimiento en el futuro.

    Crooker-Harris, en algún momento de su vocación vigorosa, tal vez fue un profesor entusiasta que se creía capaz de transmitir su pasión por los clásicos. Pero tal propósito, y tal actitud, si alguna vez existieron, hace ya tiempo que se fueron por la cloaca de la rutina. En su lugar ha quedado una actitud hosca, casi hostil, de profesor hueso que señala los errores con saña y deja pasar los aciertos sin apenas desgastar los adjetivos. Los alumnos le temen, pero en el fondo le desprecian, y a él, por su parte, hace ya mucho tiempo que sus alumnos se la refanfinflan. Hasta que aparece este chaval, Taplow, que de algún modo inexplicable lo admira, y ve en él lo que los demás ya ni buscan, y un buen día le regala la versión Browning del Agamenón de Esquilo, y el profesor hijoputa, el Hitler de las aulas, el apodado vasija por aquello de los griegos, se deshace en lágrimas como un chiquillo, y se le cae la máscara al suelo, y en su lugar queda el profesor desolado, arrepentido de su proceder, amargado de su carrera ya sin solución.

    Nuestro Crooker-Harris del colegio Marista también era un tipo hiriente, a veces ofensivo, parco en alabanzas y generoso en ofensas. Estricto, exigente, implacable. Un tipo esculpido en metal, robótico, con cables en lugar de las venas. Nos daba miedo de verdad. Pero un día, al final del curso, con la asignatura ya cumplimentada y las calificaciones ya decididas, sin que nadie le regalara la versión Browning de algún tratado matemático,  nuestro Crooker-Harris nos llevó a la sala de audiovisuales para enseñarnos cuál era su pasión verdadera: no el álgebra, ni la aritmética, ni la tortura infantil, sino el rock americano de los años 50 y 60: Elvis Presley, y B.B. King, y Jerry Lee Lewis. Nos puso varios discos, nos animó a seguir la música, nos dio nociones básicas sobre el nacimiento del rock and roll... Y sonrió. Era su modo -indirecto, timorato- de pedir perdón por un curso entero de puteo sistemático. Tal vez la confesión de una carencia, de un carácter incorregible. Una manera de reconocer su mala pedagogía.





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Stranger Things. Temporada 1

🌟🌟🌟

Uno de los sueños incumplidos de mi biografía es sentirme un hombre objeto. Que las mujeres guapas se olviden de mi yo interior -que además vale tan poco, y me ha proporcionado tan pocos réditos- y se peleen por mis carnes en un plano absolutamente sexual, superficial, sin fingir que se interesan por las boludeces que uno escribe, o por las cinefilias que uno ejerce cada día. Pero claro: para ser un hombre objeto uno tendría que haber nacido con otro color de pelo, con ojos menos miopes, con dientes mejor alineados. Metabolizar las grasas con más rapidez. Rescatar los cabellos que se fueron por el desagüe y reimplantarlos con cuatro manotazos y un poco de agua. O hacer una escapadita a Turquía... Nacer otra vez, quizá, o dejarse un pastón en la clínica cosmética, con inciertos resultados. 



    Es por eso que, inalcanzable ya la condición de hombre objeto, me conformo con la categoría de hombre objetivo, no en el sentido de prudente, de preclaro, que de eso sólo pueden presumir algunos elegidos, sino en el de target comercial, que dicen ahora los expertos. Sentarme a ver una película o una serie de televisión, y sentir que ese producto lo han diseñado expresamente para mí, basándose en mi edad, en mi trayectoria, en mis hábitos de veterana cinefilia. Es un prurito de orgullo, y hasta de honda satisfacción, el que siento al pensar que unos guionistas, o unos showrunners, en este caso los hermanos Duffer, han parido una serie como Stranger Things pensando en mí, y en otros miles de cuarentones como yo, de cinco continentes distintos pero de una sola cultura verdadera, que pasamos de la niñez a la adolescencia viendo E.T., Los Goonies, Alien, Poltergeist... Estos tipos, los Duffer, hasta hoy mismo unos desconocidos, han metido todo esto en la coctelera y han creado un mejunje de alto valor nutritivo, porque la serie es muy entretenida, y de elevado contenido nostálgico, porque saben muy bien a quién dirigen sus cañones, los muy cabrones, y ya no sé si sentir vanidad por saberme un hombre objetivo, y en cierto modo homenajeado, o si mosquearme por esta manipulación artera de mis recordatorios, porque Stranger Things en ningún momento esconde sus intenciones, y me ha tenido ocho horas muy retro jugando a los homenajes, y a las memorias. A la vida que ya pasó.

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