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TÁR

🌟🌟🌟


TÁR es Tár, Lydia Tár, la directora de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Yo pensaba que esto de “TÁR” era un acrónimo de algo -¿Tremenda Artista Reconocida?- pero se ve que no, que lo pusieron así para llamar la atención del espectador. O para ser más grandilocuentes que nadie, o más pedantes. 

Otras películas sobre grandes personajes fueron más modestas en su rotulación: Lenny Bruce, por ejemplo, era “Lenny”,  y George Patton, “Patton”, y Truman Capote, “Capote”. Los publicistas escribieron sus nombres de manera normal, como en las clases de EGB, con esa mayúscula primera y única que recomienda la Real Academia de la Lengua.

Pero me da que no es solo un asunto publicitario. Porque Lydia Tár es tan inmensa, tan intensa, tan pagada de sí misma, que de haber existido en verdad nunca hubiera consentido que la trataran como a los demás. Ella, aunque imaginaria, es mayúscula de por sí: en su talento, en su belleza, en sus apetitos sexuales. En su forma de andar por la vida. Genial y desmesurada; insufrible y volcánica. Así que mira, lo dejamos en TÀR, para que luzca mejor en las portadas de los discos y en las cabeceras de los carteles.

“TÁR”, la película, no es música clásica para dummies. Es música clásica para muy cafeteros. Va dirigida a un púbico muy exigente, paciente en extremo, el mismo que aguantaría sin pestañear “La consagración de la primavera” de Stravinsky. Yo no soy un principiante, pero tampoco aguantaría la obra de don Igor sin quejarme de algunos pasajes, o de levantarme alguna vez al cuarto de baño. O de mirar con disimulo el teléfono móvil a ver cómo va el Madrid en La Condomina. Creo que me explico.

A mí amigo no le gusta nada Cate Blanchett. A mí sí. Me parece una mujer guapísima y enigmática. Él dice que si la viera a nuestro lado, tomándose un café en la terraza, ni miraría para ella. Asegura que en La Pedanía hay como 20 mujeres más guapas que ella. Yo creo que mi amigo es un poco gilipollas. También creo que Cate Blanchett borda su papel. Un poco histriónica, quizá, cuando se sube al atril y agita la batuta.





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RocknRolla

🌟🌟🌟


“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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Cruella

🌟🌟


Empiezo a ver Cruella en el ordenador -sí, en el ordenador, pirateada, tumbado tan ricamente en la cama, porque a ver quién es el guapo que se mete en un cine rodeado de adolescentes con teléfonos móviles- y a los cinco minutos comienzo a preguntarme por qué coño estoy viendo Cruella. En realidad yo no quería verla, la había tachado de la lista, pero el otro día, en la revista de cine, seguramente seducidos, o pagados, o atrapados en una alucinación colectiva, los críticos afirmaban que bueno, que la película no estaba nada mal, que era muy divertida y estaba muy bien hecha; que no era, por supuesto, una obra maestra, pero sí un producto entretenido, notable, fresco, veraniego, muy propio de la época en la que nos encontramos, como los melones y las sandías; una cosa para echarse unas risas y pasar un buen rato en familia, o con los coleguis. En fin, todo ese rollo.

Yo no quería, ya digo, porque me da igual la carnificación y la osificación del dibujo animado de Walt Disney, pero con tanta crítica dulzona y aprobaticia me dio por fijarme en la ficha de la película y ¡ostras!, allí estaba Craig Gillespie, el de Yo, Tonya, que era un peliculón de la hostia, drigiendo la función, y ¡ostras Pedrín!, Emma Stone, mi Emma, la mujer de los ojazos como lunas y la sonrisa como princesa, haciendo de la mismísima Cruella con el pelazo medio negro y medio blanco, como la medida de su alma, supongo.

Así que plegué velas, recogí cable, dije Diego donde dije digo, o viceversa, y puse Cruella en el ordenata para dejarme llevar por el artificio americano y el tinto de verano. Emma Stone tardó quince minutos intolerables en salir a escena. Cuando salió, eso sí, estaba guapísima, pelirroja, acerada, comiéndose la pantalla en cada parpadeo y en cada mirada fija. Pero ya era demasiado tarde: la película, como yo me temía, es una soberana estupidez, una mezcla imposible de Oliver Twist con El diablo viste de Prada, algo cacofónico y muy chorra. Así que apagué el ordenador y me puse a leer para conciliar el sueño. En mis párpados cerrados todavía flotaba la belleza de Emma Stone, sonriéndome comprensiva. Ella me entiende.





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Sherlock Holmes

 🌟🌟🌟🌟

¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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El topo


🌟🌟🌟🌟

No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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1917

🌟🌟🌟🌟

Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi  incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o desplomados por las explosiones. Ningún soldado de aquellos sangraba gran cosa al morir, y por supuesto, nadie moría despedazado, o destripado, o con media cara volada de un disparo. Eran muertos de paja, teatrales, de museo de cera. Figurantes que caían. Como los indios que se caían de los caballos, o los vietnamitas que saltaban por los aires.



    Las películas de nuestra infancia siempre las protagonizaban hombres maduros, de pelo en pecho, galanes curtidos que paseaban sus galones por los despachos, o que quedaban muy varoniles metidos en el barro, con el traje de faena, fumando un pito y soltando un chiste de testosterona antes de entrar en combate. La guerra -nos querían decir- era para tíos-tíos, la crème de la crème, lo mejor de cada casa, John Wayne, y Robert Mitchum, y  Alfredo Mayo en Raza -que pal caso, patatas-, y tú, chaval, si te aplicas, si te apuntas a la fiesta, podrías ser uno de ellos: ganarte la gloria con la metralleta y luego besar en fila a todas las mujeres.

    Recuerdo que uno, con catorce años, que había vivido toda su infancia con los Madelman, y los Geyperman, y los soldaditos de Montaplex, todavía fantaseaba con estas glorias de mierda hasta que un día vio Platoon en el cine y descubrió, mientras sonaba el Adagio para cuerdas de Barber, que los soldados, en cualquier guerra, los verdaderos matariles y morituris que mueren gritando y sangrando, son chavales, jovenzuelos, pibes engañados en el mejor de los casos. Reses secuestradas, casi siempre. Apocalypse Now ya nos había enseñado que en la guerra todo el mundo está loco, o se vuelve loco a la fuerza, y Platoon nos pegó dos bofetones de realidad en la cara, y otros dos en los cojones desinflados, Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación -y posiblemente de la generación de nuestros hijos- sería no haber participado nunca en el asalto a una trinchera, ni haber desembarcado jamás en una playa barrida por las balasá. 1917 es un espectacular  recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, para la primera gaviota que se la pida.


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El caso Sloane

🌟🌟🌟

El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Kingsman: Servicio secreto

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Viajaba tan mareado en esta montaña rusa de peleas y matanzas que es Kingsman, tan abrumado por los efectos especiales y las cabezas que revientan como calabazas, que sólo al final, en los títulos de crédito, me doy cuenta de que Mark Hamill -Luke Skywalker, el redentor de la galaxia muy lejana- figura como Dr. Arnold en el reparto de esta locura juvenil. ¿Y quién coño era el Dr. Arnold, me pregunto yo, a las doce y pico de la noche, con un dolor de cabeza que sólo el paracetamol y la tertulia deportiva de la radio sanarán media hora más tarde?



            Tengo que regresar a este teclado para recordar que el Dr. Arnold era el tipo que secuestraban al principio de la película, un profesor con pajarita que anunciaba a sus alumnos de Oxford, o de Cambridge -tampoco lo recuerdo bien- la venganza definitiva del planeta Tierra contra sus parásitos humanos. Mark Hamill chupa sus buenos minutos de pantalla, con varias líneas de diálogo que lo fijan claramente en el objetivo, y no puedo decir, ahora que lo veo en las imágenes de Google, que salga muy deformado o maquillado. Es él, redivivo, el hijo de Anakin Skywalker, el caballero Jedi que devolvió el equilibrio a la galaxia, aunque aquí salga viejuno y con barbita, regordete y con cara de pánfilo. 

    Yo, en Kingsman, andaba en los subtítulos, en la tontería, en la fascinación idiota por estas peleas a cámara lenta donde los aprendices de James Bond clavan sus cuchillos, disparan a quemarropa, retuercen cuellos comunistas para salvar a la civilización occidental. Las películas preferidas de Esperanza Aguirre... Y así, engatusado por estas majaderías para adolescentes, me perdí el guiño, el homenaje, la aparición estelar del guardián de las estrellas. Así voy de perdido y de bobo, en estos primeros calores del año, que llueven como tormentas de fuego. Y lo que me rondarán, morena. 




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The imitation game

🌟🌟🌟

La realidad de mi vida y la ficción de mis películas han vuelto a cruzarse de un modo extraño. El mismo día en el que asisto a un curso sobre el síndrome de Asperger, me encuentro, por la noche, en el castillo inexpugnable de mi habitación, con otro hombre afectado por la misma discapacidad: uno muy famoso, y ya fallecido, Alan Turing, el matemático que rompió el código secreto de los alemanes en la II Guerra Mundial. El mismo tipo que desarrolló los primeros computadores en la prehistoria de la informática, allá por los años 50.


    Uno tenía muchas ganas de ver The imitation game, pues en la vida de Turing confluían la discapacidad social, la genialidad científica y la homosexualidad condenada por las leyes, todo un cóctel explosivo de trágicas consecuencias. Y el asunto del código Enigma, por supuesto, y el origen de los ordenadores, que ya te digo, y las reflexiones sobre la inteligencia artificial, que tienen su enjundia. Y el famoso Test de Turing, que inspiró la prueba que Rick Deckard pasaba a los replicantes en Blade Runner. Turing tocó todos los palos, y en todos fue pionero y visionario. Su vida fue un drama muy complejo, muy rico en matices y en circunstancias históricas, que bien encarrilado habría dado para una película memorable. Porque Cumberbatch, además, que ya interpretaba a otro Asperger de gran inteligencia en Sherlock, borda su papel a medio camino entre la lucidez y la inadaptación.  


Pero The imitation game, en incomprensible Oscar al guión adaptado, es un película rutinaria, plana, de emociones muy calculadas y previsibles. De momentazos dramáticos que hasta los más lerdos podemos anticipar y resolver, y que vienen subrayados por esa música infame que siempre ponen en estas películas, intrusiva, cursi, de ínfulas sinfónicas. Y mira que me sabe mal decir esto, por el bueno de Alexandre Desplat. The imitation game es una película prefabricada, una fórmula magistral, un campo trillado. Aún quedan treinta minutos de película cuando el código Enigma es descifrado –uy, que spoiler más tonto- y de ahí, hasta el final, sólo nos queda el marujeo de los sentimientos, la grandilocuencia de los discursos. La literatura puesta en boca de actores que declaman como si estuvieran sobre las tablas de un teatro, hablándole a la calavera de Yorick.




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Red de mentiras

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Hoy, en este ciclo estival dedicado a Ridley Scott, creía estar viendo por segunda vez Red de mentiras, pero nada de lo que salía en pantalla se correspondía con algún recuerdo dejado por la primera visión. Todo me sonaba a chino -a árabe más bien-, como si las desventuras jordanas de Leonardo DiCaprio estuvieran de estreno en mi cinefilia. Y sin embargo, yo, en mis adentros, juraría haber visto la película hace cinco o seis años, en una pantalla grande, de cuando iba al cine a escuchar cómo los otros se reían a destiempo o masticaban las palomitas. Juraría haber visto a Russell Crowe haciendo de jefe torpón, al camaleónico Mark Strong interpretando al responsable supremo de la inteligencia jordana. A una actriz de nombre desconocido interpretando a la más bella enfermera de los hospitales de Amán… Hasta recordaba ese final algo chusco y decepcionante que por supuesto aquí no voy a desvelar.




Terminada la película, acudo al ordenador para buscar mis comentarios de entonces, mis calificaciones de antaño, pero descubro, sorprendido y confuso, que Red de mentiras es una película virgen de mi huella digital. Como si nunca la hubiera visto hasta hoy. De haberme ocurrido esto en un día de invierno, juraría que me había vuelto loco, que sufría déjà vus que no duran escasos segundos como los habituales, como los que vienen recogidos en los manuales de psiquiatría, sino otros de dos horas de duración en los que caben películas enteras y guiones gordísimos. Un déjà vu que por su excesivo metraje ya no es tal, sino alucinación, demencia, carne de manicomio. Pensaría, de estar hoy en el sofá con la manta doble y la sopa caliente para cenar, que la cinefilia ha conseguido chalarme por fin, evadirme tantas veces del mundo que ya no sé lo que es realidad y lo que es fantasía. Tan pirado del culo que ya no sé distinguir lo que he visto de lo que veré. Un loco dentro de la propia locura, pues incluso dentro de ella me pierdo y me voy por los cerros en búsquedas extrañas. Pero hoy estamos en julio, en el puto veintitantos de julio, y el calor cae sobre esta casa como si los dragones de Daenerys hubiesen anidado sobre mi tejado. Y uno, que nació para vivir en las tierras frías como los Neandertales, es capaz, en el calor pringoso que aplauden los telediarios y los hosteleros de la costa, de alucinar películas enteras, de preverlas incluso, con todo lujo de detalles. Lo mío no era locura finalmente, sino vahído estival, recalentamiento de las meninges. Neuronas electrocutadas por el sudor que se infiltra en el cráneo calizo. Red de mentiras era una puta insolación, un puto espejismo, antes de que hoy se hiciera pixel tangible ante mis ojos.



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