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Mi primo Vinny

🌟🌟🌟


No conozco mucha gente que haya visto “Mi primo Vinny”. O que al menos la recuerde. No, desde luego, en esta cinefilia de provincias que yo habito. Sin embargo, cualquier cinéfilo de tres al cuarto recuerda la polémica del Óscar concedido a Marisa Tomei. Yo mismo soy el ejemplo viviente de esta incongruencia. De esta pereza que ya duraba treinta años desde el estreno.

Y no es que la peli sea gran cosa, pero jolín. Sale Joe Pesci haciendo de sweet Joe Pesci, y eso es un espectáculo quizá no tan grande que ver al ungry Joe Pesci, pero joder: es un espectáculo. La historia es una memez, pero te ríes, y te encuentras con Ralph Macchio cuando descendía de la fama. Y sale Herman Monster haciendo de juez del condado, que es una cosa de mucha nostalgia de los sábados por la mañana.

Y sobre todo -que es a lo que íbamos- sale Marisa Tomei, en uno de esos papeles secundarios que se comen la pantalla. Y que por minutaje yo casi diría principales. Cosas de los americanos, que también miden el tiempo de los relojes en grados Fahrenheit. Marisa Tomei está divertida, espléndida, guapísima. As always. De hecho, prometí ver la película cuando me la encontré el otro día en un episodio de “Seinfeld”, rechazando los amores de George Costanza, su más rendido admirador. De pronto, mientras me descojonaba del pobre George, recordé  todo aquel asunto de Jack Palance abriendo el sobre, dudando un momento y pronunciando el nombre de Marisa para sorpresa de las grandes damas que optaban al premio: las británicas, y las chicas de Woody Allen. Marisa Tomei no era nadie en 1993. Parecía la opción de relleno en las nominaciones y mira tú...

Sobre aquello se ha dicho de todo: que Jack Palance estaba borracho; que no veía bien la tarjeta; que había apostado con sus amigos que iba a decir el nombre que a él le diera la gana. A saber. Lo cierto es que Jack Palance era un cowboy con problemas de alcoholismo. Pero da igual. Marisa Tomei se come la pantalla. No creo que fuera injusto. Pero sí lo fue, el tiempo ha hecho justicia con su papelón. Que los dioses la sigan conservando en ese formol maravilloso que no venden en ninguna farmacia de la Tierra.





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Antes que el diablo sepa que has muerto

🌟🌟🌟🌟

Los hermanos Hoffman-Hawke- antes de que el diablo sepa que han muerto y pueda hervirlos en los pucheros infernales- pecan contra todos los mandamientos de la Ley de Dios. Los diez, de cabo a rabo, sin saltarse ninguno. Desde los tiempos de Bette Davis o de James Cagney, en algún clásico olvidado del blanco y negro, que no se veía una cosa igual. Por variopinta. Y por contumaz.

    Los hermanos son un auténticos decatlonianos de las afrentas contra Dios. No unos psicópatas al uso, ni unos amorales de campeonato, pero si unos chapuceros casi ibéricos, casi entrañables, que planean el asalto a la joyería de sus padres para pagar las deudas que los acucian. Deudas de drogas, el hermano mayor, que a uno se le cae el alma al suelo cuando ve al gran Seymour Hoffman drogarse en pantalla como lo hacía en la vida real. Y deudas de divorciado, el otro hermano, que no tiene ni un duro para pasar la pensión de su hijo, siempre en otras cosas, en otros rollos, el primero de ellos tirarse a su cuñada, que por ahí empieza la conculcación de los Diez Mandamientos, en el sexto, como suele suceder casi siempre.

    Luego, obviamente, cae el séptimo mandamiento en el asalto a la joyería  Al verse atrapados, en la vorágine del escapar, del tapar huellas, los hermanos HH asesinan a varios infortunados que se cruzaban por ahí. Es el incumplimiento del quinto. Es evidente que no aman a Dios sobre todas las cosas, porque si no no delinquirían. Es el 1º. Y al cagarse en Dios varias veces –o algo muy parecido- a lo largo del metraje, ensucian el 2º mandamiento de un modo irreparable. Los hermanos HH codician los bienes ajenos, sean estos materiales o carnales, y consienten -y se autoconsienten- muchos pensamientos impuros. El 9º y 10º son de cajón. Mienten, por supuesto, como bellacos, a todas horas, lo que es la caída del 8º. Y no hay que olvidar que los atracados son sus propios padres, a los que por tanto parecen honrar bastante poco. Ya han caído todos los mandamientos menos uno. El de santificar las fiestas. Y aunque el atraco se perpetra en día laborable, lo mismo podría haberse cometido en día festivo de apertura, con lo que ya tenemos el pack completo. La debacle es total. La lista de pecados se ha completado. No hay por dónde cogerlos, a estos dos hermanos de tragedia griega, de Pepe Gotera y Otilio. De película de los hermanos Coen pero sin sentido del humor. La última gran película de Sidney Lumet.




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El luchador

🌟🌟🌟🌟🌟

Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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El amor es extraño

🌟🌟🌟

En El amor es extraño, una pareja de homosexuales que comparten cama desde hace años contrae matrimonio en Nueva York aprovechando la nueva y tolerante legislación. Ben y George son dos señores que desean vivir su vieja relación como los dioses mandan, con todos los pros y contras que la ley reserva para el amor.

    El día de la boda, rodeados de amigos y familiares, todo es felicidad en el coqueto apartamento que  los cobija. No es que ahora, bajo el manto de la ley, se quieran más o se quieran mejor. Pero de algún modo se sienten normalizados y aceptados, vencedores de un largo litigio que durante décadas defendió la dignidad de sus sentimientos, como si un asunto de culos o de coños pudiera dividir a las personas en dos clases sociales separadas.


       Pero hemos topado con la Iglesia, amigo Sancho, porque George, al que da vida este actor superlativo que es Alfred Molina, imparte música en un instituto regido por los curas católicos, y nada más regresar a las aulas es llamado a capítulo por el director para ser expulsado con efecto inmediato. Era vox populi que George era una oveja descarriada, que convivía con otro hombre y que por las noches, en los arrebatos de pasión, vertía su simiente en recipientes no preparados para concebir. Los curas lo sabían, o hacían que no se enteraban, pero el matrimonio, para terror de las gentes decentes y bien nacidas, es harina de otro costal. El matrimonio es un sacramento otorgado por Dios para garantizar la procreación de nuevos católicos que abarroten las iglesias y bla, bla, bla... 

    En esos instantes decisivos de su vida -que lo condenan de repente al paro, al apretón del cinturón, a la venta casi segura de su apartamento- George, por debajo de su semblante furioso, se pregunta cómo es posible que las enseñanzas de un hombre del siglo I, que decía ser Hijo de Dios y predicaba el amor fraternal y el perdón universal, hayan llegado tan retorcidas hasta ese despacho del instituto. Tan deformadas. Tan mal interpretadas por estos exégetas del alzacuellos. Por estos castrados de la mente y del corazón que finalmente, después de tantos años de sonrisas y parabienes, de hipocresías melifluas en la sala de profesores, le han dado bien por el culo, ya ves tú qué ironía.




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