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Origen

🌟🌟🌟🌟


Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




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Contagio

🌟🌟🌟🌟


Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de matar.

Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información, pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez, que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la enfermedad.

Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego su padre arreglándolos.

Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón negro en mi banderita española.



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Medianoche en Paris

🌟🌟🌟🌟

Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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El caballero oscuro: la leyenda renace

🌟🌟🌟

La continuación de El caballero oscuro ha sido un bajón en el ánimo del cinéfilo, y una decepción, en el jolgorio del niño. Hay hostias, sí, por doquier, explosiones y persecuciones de mucho decir ¡oh!, y ¡ah!,  que ya dábamos por consabidas. Pero no siempre se entiende muy bien a cuento de qué vienen. Hay mucho ruido, mucho lío, una banda sonora atronadora… Yo ya estoy algo mayor para estas pirotecnias, y el chaval, a mi lado, se tapaba los oídos con la música altisonante. Batman, en su imaginación traicionada, es un personaje que anuncia sus apariciones con una música siniestra, sibilina, más de película de terror que de fanfarria de americanos luchando por la Libertad. Qué cansinos son, los americanos, con el temita…




    Eso sí: en esta secuela de Batman sale Anne Hathaway haciendo de Catwoman, super sexy, embutida en cuero, tan guapa que casi te olvidas de que van a morir millones de personas en Gotham City. Al mismo Bruce Wayne le pasa un par de veces en la película, que va a salir en persecución de los malos y de pronto se paraliza, mirándola, y durante unos segundos decisivos, tic, tac, con la bomba atómica punto de explotar, el no ve más universo que esa boca, y que esos ojazos, que se lo comen de deseo desde las grutas del antifaz. La presencia de Anne Hathaway es un punto a favor de la película, para el adulto que esto escribe, mientras el niño, a mi lado, hace un gesto de desprecio con la mano: bah, amoríos, vaya rollo… Él, por su parte, echa mucho de menos a Batman, que sale muy poco en esta película, y además medio tullido, por los navajazos de la vida. Hay mucha acción en este renacer, pero poco superhéroe. Policías, maleantes, camorristas… Ni mi niño eterno ni mi yo maniático veníamos a ver nada de esto: ni la kale borroka de Nueva York, ni una erección estimulante en el pantalón.

    Aquí falta, sobre todo, un malvado a la altura de Batman. Uno de tronío. Este tal Bane de la mascarilla sólo es un garrulo de barrio, un matón de patio de colegio. Una vez que superas el primer acojono de su voz, el resto es pura filfa de maleante. No dice más que tonterías de villano raso, simplonas, y nada retorcidas. Como un político de la derecha subido al atril del Congreso. “Que te meto…”, y cosas así. El Joker era otra cosa: una mente brillante. El agente del caos. El loco más cuerdo del manicomio. Un tocahuevos de la moral de Batman, y de la nuestra. Un desafío a nuestra inteligencia, que no le abarcaba del todo. En este renacer del Caballero Oscuro se le echaba muchísimo de menos…



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De óxido y hueso

🌟🌟🌟🌟

Siempre hay un roto para un descosido, decía mi abuela cuando se hablaba de que fulano de tal había conocido a mengana de cual, dentro de la familia, o en el vecindario, o en alguna película que pasaban por la tele los sábados por la tarde, que era el día que ella venía a visitarnos para darnos su propina misérrima -que apenas daba para comprar un sobre de cromos- y para enseñarnos las cosas de la vida a golpe de refrán y de dicho popular, que lo mismo servían para afirmar una cosa que la contraria, según el talante del momento, y el destinatario de la sabiduría.



    Si mi abuela hubiera visto De óxido y hueso -o al menos el inicio, hasta la primera escena de desnudo- habría repetido sin duda lo del roto y el descosido, para hacer una metáfora de este amor desgarrado y necesitado. Pero es que además, en este caso, la metáfora hubiera sido descripción de los protagonistas, porque Alain está literalmente descosido, a hostias, por dentro y por fuera, en su trabajo de boxeador clandestino, y Stéphanie literalmente rota, por las rodillas, después de que una orca le seccionara las piernas en el acuario donde trabajaba. Aquí nadie va a bailar a orillas del Sena, ni a subirse a las farolas mientras llueve. No hay colores en los paisajes, ni sonrisas en las caras. Todo eso vendrá después, a su debido tiempo… Cuando se conocen, Alain y Stéphanie, el descosido y la rota, ya no sueñan con encontrar el amor verdadero, y se encaran, y se encaman, y se confían, con el temor terrible de ser rechazados en cualquier instante. ¿Quién les va a querer, tal como están, tal como viven? La publicidad vende que el amor nace entre personas risueñas y construidas, y ellos no están ahora mismo para esas alegrías y arquitecturas. Y sin embargo, sienten la necesidad de amar, y de ser amados. Quieren sanar. Pero no quieren hacerlo en la soledad de sus apartamentos, mirando por la ventana.  Ellos ahora están cubiertos de óxido -erosionados y jodidos-, pero también son de hueso, fuertes a su manera, y el hueso sustenta la carne, y la carne el deseo, y el deseo el amor…



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Enemigos públicos

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Cuando los ricos se dedican a robarse entre ellos se produce lo que los historiadores llaman un "período de calma". El capital cambia de manos en las altas esferas sin que aquí abajo, entre el populacho, nos enteremos de gran cosa. Pero estos paréntesis de paz social no suelen alargarse más allá de unas décadas. Tarde o temprano, los ricos necesitan una refinanciación para seguir jugando al Monopoly, firman una tregua entre ellos y juntan sus ejércitos para saquear a las clases menos favorecidas. Es lo que los historiadores llaman "períodos revolucionarios", porque a los pobres, que vivían tan felices con su pobreza, ahora se les exige vivir en la miseria, y en el cabreo se lanzan a la revuelta callejera, y a la barricada, al comunismo incluso, si el hambre se hace tan universal que surge la fraternidad entre las masas. La lucha de clases de pronto se vuelve caliente, sangrienta, con intercambio de flechas o de balaceras, y en esas refriegas, como una constante histórica, surge la figura de un Robin Hood que roba bancos o asalta diligencias para hacer al menos un gesto simbólico de restitución.


    En Estados Unidos, en los años de la Gran Depresión, John Dillinger fue el héroe trágico de los norteamericanos depauperados, aquellos que se quedaron sin tierras, sin trabajo en las fábricas, vagabundos de las carreteras que buscaban un empleo cualquiera: vendimiar las uvas de la ira, por ejemplo, o los cojones del hartazgo. Quien roba a otro ladrón, cien años de perdón, decían las gentes cuando leían en los periódicos que Dillinger había vuelto a atracar otro banco con la ametralladora Thompson. Un tipo más majo que las pesetas, se decía, o que los peniques, porque en los atracos jamás le tocaba un ídem a los clientes que hacían sus depósitos o cobraban sus pensiones. 

    Pero Dillinger, como tantos otros, fue un falso profeta de los pobres. Un Robin Hood de pacotilla. Los únicos que vieron un duro de lo robado fueron los cantineros de los prostíbulos y las prostitutas con las que Dillinger desfogaba el exceso de adrenalina tras los atracos. Un delincuente puro y duro al que Michael Mann, en la película, ni siquiera trata de explicar. Ni biografía, ni contexto histórico, ni nada de nada. Un remake camuflado de Heat, pero ambientado en la época de los sombreros borsalinos. Todo muy entretenido y en verdad muy poco didáctico.




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Largo domingo de noviazgo

🌟🌟🌟

Cuando la opinión general sobre una película es que la fotografía es muy bonita, y que la banda sonora es una delicia, está claro que hay algo que no va bien. Y Largo domingo de noviazgo, a mi pesar, es una película de ésas: tan fascinante como fallida; tan conmovedora como decepcionante. 

    Dos años después de haber rodado Amelie, Jean-Pierre Jeunet adaptó esta novela de amor y guerra ambientada en los tiempos de la I Guerra Mundial. El soldado Manech muere -o tal vez no- en las trincheras del frente occidental, y Mathilde, su desconsolada novia, con la jugaba a perseguirse en lo alto del faro o del campanario, emprende una investigación para dar con sus huesos vivos o muertos. Mathilde se niega a aceptar con el corazón lo que muchos aseguran haber visto con sus ojos: que a Manech lo hirió de muerte un avión alemán mientras vagaba por la tierra de nadie, y que yace enterrado en ese cementerio interminable donde comparten eternidad los soldados franceses.


    Largo domingo de noviazgo nació para ser una película imborrable, llena de ocurrencias, de planos tan estudiados que parecen cuadros primorosos. Pero está mal escrita, mal contada, como si de tanto cuidar las formas se hubieran olvidado de aclarar el contenido. O quizá soy yo, definitivamente, que ya no estoy para estos trotes. Sea como sea, he vuelto a perderme -y ya van tres visionados que yo recuerde- en este embrollo de soldados fortachones y bigotudos que se llaman todos igual: Benoit, o Bastoche, o Bastogne, o Baptiste. Es como una tomadura de pelo. Como una película de chinos franceses indistinguibles unos de otros. Unos mueren, otros resucitan, otros remueren; algunos se cambian el nombre, otros se afeitan el mostacho, otros se intercambian las vestimentas o las botas de combate. O las chapas de identificación, incluso, en el colmo de los colmos. 

    Lo mejor es dejarse llevar y no pensar demasiado en la trama detectivesca. Pasear por la película como quien avanza por los pasillos de un museo, sin comprender del todo algunos cuadros, algunas esculturas, pero admirado igualmente por su belleza.





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Macbeth

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Sólo era cuestión de tiempo que alguien versionara el texto de William Shakespeare con la estética arrolladora de Juego de Tronos. Porque qué es, en el fondo, Juego de Tronos, sino un enredo muy shakesperiano de reyes y espadas, familias y honores, en una tierra brumosa de los Siete Reinos que se parece sospechosamente al mapa de la Gran Bretaña.

    Los textos de William Shakespeare -o de quien los firmara con su nombre- siguen de rabiosa actualidad porque describen pasiones eternas, y personajes arquetípicos, y en cuatro siglos nada ha cambiado en la evolución de los homínidos, que seguiremos con los mismos defectos y las mismas virtudes hasta que las ranas críen pelo, en otra evolución paralela y lentísima. Todos los días, en el periódico, viene algún señor Macbeth cometiendo tropelías porque la señora Macbeth, allá en el dormitorio, le ha prometido noches de blanco satén si traicionaba al amigo o se pasaba la ética por el forro. Detrás de un gran hombre suele haber una gran mujer, dicen, y detrás de cada chorizo o de cada mentiroso suele haber, también, una pájara de mucho cuidado que sueña con un chalet en la playa o con una universidad americana para los hijos. El matrimonio Macbeth está muy presente en la alta política, y en las altas finanzas, y hasta dicen que el mismísimo Caudillo vivía malmetido por doña Carmen, la lady Macbeth de  El Pardo. Que él, Paquito el asesino, dejado a su libre albedrío, se hubiera quedado tan feliz en la cabila, compadreando con los legionarios y disparando a los moros de vez en cuando por matar el gusanillo patriótico y echar unas risas en el cuartel.

    Qué decir, entonces, de esta nueva versión de Macbeth, que es a lo que yo venía. Pues que hay hostias como panes, y muertos a gogó, y extrañas imágenes que son muy hermosas de ver, lo mismo en el remanso de la paz que en la salvajada de la guerra. Y que sale Marion Cotillard haciendo de lady Macbeth, y que yo, por una mujer así, como el bueno de Fassbender, también cometería fechorías sin nombre. De las que luego, claro está, habría que arrepentirse con un mínimo de decencia, pero con el cuerpo ya muy bailado.




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Dos días, una noche

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La última película de los hermanos Dardenne iba a titularse Los juegos del hambre, porque sus personajes, trabajadores manuales de una empresa en crisis, están jugándose el pan y las habichuelas. Pero el título, que les venía al pelo, ya lo tenían cogido en la saga de Jennifer Lawrence, así que se decantaron por un título más escueto y convencional, Dos días, una noche, con resonancias a tiempo de condena, a tiempo de espera insoportable.

         Nuestro emprendedor de hoy reúne a sus trabajadores y les plantea que no hay dinero para todos: si quieren cobrar la bonificación de mil euros habrá que despedir a la compañera que en esos momentos está de baja, un ama de casa depresiva que lo ve todo negro y toma demasiadas pastillas para verlo blanco. Así de sencillo: o la paga, o la readmisión. Unos, la minoría, que son los menos necesitados o los más sensibles a estas cuestiones solidarias, preferirán quedarse sin bono antes que destrozar la vida laboral de una compañera. La mayoría, en cambio, que vive en la precariedad de unos sueldos misérrimos y de unos hogares que se les caen a trozos, escogerán la reforma de sus baños o de sus terrazas antes que entonar La Internacional con el puño en alto abrazados a su tovarich.

     Los proletarios de hoy han nacido con el corazón de pedernal, y con el egoísmo por bandera. La película de los Dardenne te arranca el socialismo del alma y te lo pisotea para devolvértelo ya sin sangre y todo engurruñado. No hay optimismos, ni concesiones, como en las otras películas combativas de Ken Loach, donde siempre hay un motivo para la esperanza.

            Por suerte para nosotros, la película de los Dardenne no hay cristiano ni socialista que se la crea. Las mujeres como Marion Cotillard no van por ahí mendigando trabajos mal pagados, ni están casadas con camareros del Burger King de cuarenta tacos. Como en la película. En la vida real, las mujeres tan hermosas como ella, por mucho que los Dardenne traten de afearla y de poligonizarla, están casadas con el jefe, con el capataz, con el esclavista de turno. Lucen sus cuerpos espléndidos y sus caras bellísimas en las piscinas privadas que sufragan las plusvalías. O se dedican, por supuesto, como la propia Marion, al noble arte de la actuación.  Dos días, una noche una película de ciencia ficción, y no un réquiem doloroso de la clase obrera. Menos mal. 


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El sueño de Ellis

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En El sueño de Ellis, una inmigrante polaca que posee los rasgos bellísimos de Marion Cotillard llega a los Estados Unidos acompañada de su hermana tísica. Son los años veinte, y en la isla de Ellis, antesala de Nueva York, los aduaneros hacen selección de los que cruzarán la última barrera. Los enfermos y los criptocomunistas habrán de quedarse en la isla antes de ser deportados a sus países de origen, para no contagiar el tejido social de la América decente. El personaje de Marion Cotillard no tose sangre en un pañuelo escondido, ni desembarca en el muelle cantando la Internacional, pero es denunciada por un pasajero como una mujer de moral laxa, pues al parecer, en el barco, aprovechando el trepidante oleaje del Océano Atlántico, se acostó con varios europeos que anclaron en su carne para no caerse por la borda. Es así como ambas hermanas, la casquivana y la tuberculosa, a pesar de rezar cien Ave Marías de rodillas, pues son católicas de la Polonia más estricta y devota, serán colocadas en los barracones de los que nunca habrán de pisar la Tierra Prometida. 





            Es entonces cuando aparece en escena Bruno Weiss, el proxeneta neoyorquino que busca muchachas desvalidas para relanzar su negocio. A cambio de una pequeña mordida, los aduaneros harán como que han perdido los papeles, como que les falta una mujer en el recuento, y Marion Cotillard, con su cara de ángel, gozará asñi de una oportunidad laboral en el Nuevo Mundo. Una oportunidad humillante, deshumanizada, de diez polvos por noche, que ella acepta resignada. Muy mal tenía que pasarlo en Polonia si esta vida es preferible a la que llevaba allí, cuestión que uno, en su ignorancia, siempre se plantea cuando ve películas de inmigrantes que llegan a América. Pues una exigua minoría, eso es verdad, terminó haciendo fortuna y comprándose una mansión, pero una gran mayoría acabó pelando patatas en los restaurantes, pidiendo limosnas en las calles, enrolándose en los ejércitos para comer un chusco de pan a cambio de recibir gentilmente un disparo en la cabeza. Cuántos, me pregunto, viajaron acuciados por la supervivencia, y cuántos lo hicieron engañados por la publicidad.


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El caso Farewell

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Huyo del canal TCM autor -donde José Luis Guerín se ríe de mi incapacidad para comprenderle- y encuentro, en el Canal +, donde la programación suele ser menos exquisita, una película adaptada a mis menguantes capacidades. Allí me topo con una de espías y topos a la francesa, El caso Farewell, donde se narra la true story  de un coronel soviético que allá por los años ochenta pasaba jugosísimas informaciones a los servicios de espionaje occidentales. El caso Farewell es un regreso feliz al esquema clásico del género. Sin ser una película de las de recomendar a voces, me ha quitado, al menos, el complejo de idiota que desde ayer llevaba colgado a la espalda como un monigote. No es que su trama sea la madre de todos los líos, precisamente, pero requiere, al menos, un mínimo de atención, y también, para entender las intrigas, una culturilla básica sobre la Guerra Fría, la Francia de Miterrand y los orígenes de la Perestroika. 

Nada del otro mundo, ciertamente, sólo un mínimo aprovechamiento de la EGB y de la historia que uno ha visto desarrollarse en televisiones y periódicos. Estoy seguro de que muchos que presumen de entender los procesos mentales de Guerín, con sus sombras, sus trenes y sus cortinas, andan muy perdidos en estos menesteres históricos de El caso Farewell. O ésa es, al menos, la creencia a la que debo aferrarme para levantar un poco el orgullo alicaído.

Lo peor de El caso Farewell es que uno de sus protagonistas, el franchute metido a espía amateur, es el últimamente omnipresente en mi vida Guillaume Canet, el marido en la vida real de Marion Cotillard. Cada vez que él sale en pantalla, yo pienso en Marion, con una mezcla de melancolía y de despecho, porque ella no está, y además le pertenece… 




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Pequeñas mentiras sin importancia

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Cumplida la pena de cuarenta años y un día, me encuentro en los canales de pago con una película francesa que, curiosamente, trata los problemas emocionales de una pandilla de amigos que comparten celda conmigo en esta mohosa prisión de la edad.

Como no creo en las casualidades, ni en los designios de los dioses, supongo que ha sido mi inconsciente el responsable de encontrarla entre el maremágnum de la programación digital. Se trata de Pequeñas mentiras sin importancia, película a la que me conduce su director, Guillaume Canet, del que hace poco disfruté No se lo digas a nadie, thriller de planteamiento original y giro final inesperadísimo. Y a la que me conduce también, por supuesto, por encima de cualquier otra consideración, su señora esposa, Marion Cotillard, la parisina ideal de la que todos nos enamoramos en Largo domingo de noviazgo y desde entonces que no hemos parado.

Los primeros minutos de Pequeñas mentiras sin importancia consiguen atraer mi atención, y me las prometo muy felices para las dos horas y media que restan por delante. Pero poco a poco voy cayendo en la decepción. No absoluta, no irascible, no endemoniada -porque la película no está mal del todo, y Marion, sin adornos y sin maquillajes, con ropas ordinarias y rasgos despejados, está más bella que nunca, y además sale mucho rato. Pero me importan muy poco las aventuras de estos cuarentañeros. No forman parte de mi contexto, de mi experiencia vital. Son demasiado guapos, demasiado burgueses, demasiado felices... Su máxima preocupación en la vida es decidir con quién van a acostarse llegada la noche, allá en el lujoso bungalow que todos comparten a orillas del mar, en unas vacaciones soleadas e idílicas que seguramente sufraga el fraude fiscal. 

De esto va, mayormente, Pequeñas mentiras sin importancia: de pequeños rolletes sin importancia. De contarnos, al común de los mortales, cómo se las gastan estos guaperas y estas macizorras cuándo se les pone un objetivo sexual entre ceja y ceja.



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