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Cómo casarse con un millonario

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Lo primero que hay que hacer para casarse con un millonario es estar buena. Perdón: ser guapa. Nacer bendecida por los genes del fenotipo. La simpatía, la inteligencia y la bonhomía (¿la "bonmujería"?) no son armas suficientes. La belleza interior está bien para conquistar los extrarradios de las ciudades o las aldeas como La Pedanía, pero para afincarse en los barrios exclusivos hay que presentar otras credenciales. Otros méritos incuestionables que entran por los ojos, no sujetos a divagación ni a relativismo. 

No es asqueroso ni inmoral. Es la ley de la selva. La ley de la oferta y la demanda. Los millonarios pueden elegir, y eligen, por encima de cualquier otro valor, la belleza. Y lo demás, si se da por añadidura, pues miel sobre hojuelas. La biología es inmisericorde; el instinto es poderoso. Negar todo esto es hacer poesía. Lo vemos a diario en el mundo del famoseo. Y sí, ya sé: la mujer de Roger Federer no parece precisamente una modelo de Victoria’s Secret. Pero habría que verla aquí, en La Pedanía, tomándose un café, a ver cuántos se atreverían a denigrar su belleza. En las apps del amor yo rechazo a las mujeres feas; las mujeres guapas me rechazan a mí; todos esperamos el milagro o la conjunción de los astros. Y mientras tanto, Richard Gere y Julia Roberts siguen protagonizando "Pretty Woman" a su rollo, fuera de este outlet de las segundas y terceras oportunidades. 

Ahora que la S. D. Ponferradina ha descendido de categoría ya no veremos a las famosas “picucas” esperando a los jugadores a la salida del estadio, allá en la puerta 0, arremolinadas y peripuestas. O sí, pero ya serán otras chicas, de belleza ligeramente inferior, buscando millonarios venidos a menos. Cienmiliarios, más bien, en esta categoría de bronce del fútbol español. Las famosas “picucas” no se andaban con hostias. Iban a lo que iban. Como Marilyn Monroe, Lauren Bacall y Betty Grable en la película. A cazar un millonario que las elevara de estatus y las sacara de aquí cuando firmara por otro equipo de más pedigrí. O si no, si el amor iba ser pasajero, darse la vida padre a la espera de otra oportunidad. Se puede ser feminista y práctica a la vez.





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La tentación vive arriba

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El código Hays dictaba en 1955 lo que se podía ver o no en una pantalla de cine. Uno de sus mandamientos prohibía que el adulterio se mostrara como un acontecimiento erótico-festivo. Nada de adultos que juegan a los médicos alegremente. La cana al aire solo podía adivinarse, inferirse de ciertas miradas y dobles sentidos. Los amantes -esos pecadores de la pradera- tenían que aparecer en pantalla no demasiado felices, no radiantes como bobos o como bonobos. O, en caso de tal, después de la aventura, terminar comprendiendo que el matrimonio que conculcaban era el paraíso perdido al que debían regresar.

 “La tentación vive arriba” cuenta la juguetona historia del tipo que se queda de rodríguez en Nueva York y de la chica sin nombre que alquila el apartamento de sus vecinos. Los responsables de aplicar el código Hays reaccionaron con prontitud, y ahora, en los extras del DVD, pueden verse varias escenas originales que no entraron en el montaje final. Insinuaciones muy pícaras que escandalizaban a las viejas y sonrojaban a los guardianes de la moral. Wilder y Axelrod se dejaron las meninges en el empeño de salvar la esencia de su comedia: negociaron, idearon, dieron mil y una vueltas a los chistes, pero al final, para su desconsuelo, tuvieron que firmar un guion que se quedó muy lejos de sus pretensiones. 

Sin embargo, vista hoy en día, su película es inequívocamente provocativa. Escandalosa, diría yo. "La tentación vive arriba" se ha vuelto moderna de puro vieja. Al final no hacía falta enredar tanto con el guion: la mera presencia de Marilyn Monroe enciende la pantalla, y aunque el adulterio con su vecino finalmente no tenga lugar, el apartamento de Tom Ewell huele todo él a sexo y a deseo. Marilyn habla, sonríe, se contonea; se tropieza con muebles, tira macetas, derrama líquidos; se levanta la blusa para disfrutar un soplo de aire fresco. Sale a la calle y se deja levantar las faldas por el aire que llega del suburbano. En cada cosa que ella hace o que dice, el espectador del siglo XXI se queda igualmente alelado, como sus antepasados de hace más de sesenta años, que se rascaban la comezón de su séptimo aniversario en cines atestados de gente.



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Blonde

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“Blonde” es una película muy aburrida. Y que conste que venía advertido. Pero me podía la curiosidad. La figura de Marilyn -vamos a ser sinceros- sigue siendo puro morbo y puro fuego. 

Ayer me quedé dormido a la hora de la siesta, cuando ya llevábamos media hora de experimento fílmico. Y por la noche, en el segundo asalto a la trinchera, volví a quedarme dormido con Eddie pegadito a mi costado. No hay caso. He firmado el armisticio y he dejado esta guerra a medio terminar. Ya está uno hasta las narices -con perdón- de experimentos fílmicos. Y además son malos tiempos para dejarse las horas con lo que no llena, con lo que no entusiasma. Hay mucho que ver. Ya hay tantas plataformas televisivas como plataformas petrolíferas.

Los del Cahiers du Cinéma dicen de películas como “Blonde” que son “otras formas de narrar”, “visiones del artista”, “innovaciones de la mirada subjetiva...". Cine que rompe los esquemas y todo eso. Bah... Patrañas. Memeces. Dicen eso para quedar muy intelectuales, muy cercanos al misterio. Se creen sacerdotes más próximos a la Verdad que usted y que yo. Pero son unos fariseos, unos sepulcros blanqueados. Por dentro seguro que también reniegan, que también se hacen cruces. Pero no lo pueden remediar: cuando ven una película rara, como rodada por Godard, con cambios de formato porque sí y cambios de color por mis cojones, descubren una oportunidad de oro para salirse por la tangente y declarar que ellos han visto a Dios en la penumbra del cine o del salón. Ni puto caso.

Solo la belleza de Ana de Armas sostiene los planos y mantiene un poco el interés. Su belleza y su veracidad, por supuesto, para que no se me enfade mucho Irene Montero. El problema no es que Ana de Armas no de el pego de Marilyn, que lo da. Se deja la piel y las lágrimas en el empeño de ser convincente. Y lo consigue. El problema es que esto es un muermo psicoanalítico; un capricho de “auteur”. Otra decepción del otoño decepcionante.





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Con faldas y a lo loco

🌟🌟🌟🌟🌟 


-    Cariño, he de ser sincero contigo. Tú y yo no podemos casarnos.

-    ¿Por qué no?

-    Pues, primero porque no soy rubio natural. Vamos, es que ni soy rubio, como puedes comprobar. Y jamás me teñiría de rubio si me lo pidieras.

-    No me importa.

-    Y no fumo. ¡No fumo nada! Aunque me gustaría, ¿sabes?, porque cuando me pongo nervioso, en lugar de meter un pitillo en la boca y entretenerla, digo cosas de las que al final siempre me arrepiento. Los fumadores son más elegantes por eso, porque se callan mientras fuman.

-    Me es igual.

-    ¡Tengo un horrible pasado! Como todo el mundo. No con una saxofonista, pero casi.

-    Te lo perdono.

-    Nunca podré tener hijos. Más hijos, quiero decir. Y aunque pudiera, ya no sería su padre, sino su abuelo.

-    Los adoptaremos.

-    No me comprendes, cariño. No soy un hombre. Soy un medio hombre que llora con las películas, que se emociona con los violines, que no tiene carnet de conducir. Que no sabe nada de mecánica y no podría arreglarte ni un enchufe miserable. Que no tiene aspiraciones de gourmet ni habilidades de cocinero. Que se pasa la vida viendo fútbol, y leyendo y escribiendo, y soñando pájaros. Un perfecto inútil.

-    Bueno, nadie es perfecto.





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Vidas rebeldes

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Vidas rebeldes cuenta la historia de tres hombres que quieren tirarse a Marilyn Monroe. Como cualquier hombre heterosexual en 1960, supongo, americano o extranjero. El problema es que ninguno de estos tipos sabe lanzar la pelota como Joe DiMaggio, ni sabe escribir libros profundos como Arthur Miller, ni, por supuesto, dirige los destinos de la nación desde el Despacho Oval con una sonrisa Profidén. Gay, Guido y Perce -que ya tienen, de partida, unos nombres poco glamurosos para conquistar a este bellezón- son tres vaqueros que se ganan la vida como pueden, tres inadaptados sin afeitar en los desiertos de Nevada, que es el título original de la película, The Misfits, y no esta gilipollez que le pusieron en el mercado nacional. Tres excombatientes de la vida, y de la guerra, que cuando conocen a Marilyn Monroe -porque Norma Jean, en la película, hace de sí misma sin mucho disimulo- se ponen como tontos, como muy poéticos y excitados, y tratan de camelársela cada uno con sus virtudes y sus imposturas.



    El que parece llevarse el gato al agua es Gay, porque Guido es tan feo que luego hizo de feo oficial en El bueno, el feo y el malo, y Perce, el pobre, aunque es el más joven y guapo de los aspirantes, lleva tantas hostias en la cabeza, de otras tantas caídas en el rodeo, que a veces confunde a Marilyn Monroe con una vaca, o con un cactus del desierto, lo que ya es mucho confundir. Pero Gay, que se parece mucho a Clark Gable entrado en años, esconde cierta afición por cargarse a todo bicho viviente que se mueva por las cercanías, lo mismo simpáticos conejos que caballos salvajes, y Marilyn, que siente aversión por los machos armados con escopeta, comprenderá demasiado tarde para el amor, pero no demasiado tarde para salir corriendo, que Nevada sigue siendo el Far West sin civilizar, el confín todavía no hollado por los hombres sensibles y románticos.

    (Si todas las películas antiguas terminan siendo, con el paso del tiempo, una captura de fantasmas, The Misfits es quizá la sesión espiritista más famosa del celuloide. Una verdadera película maldita. Todos ellos, salvo Eli Wallach, se murieron poco después, o se fueron matando ya sin remedio, y casi conmueve el alma verlos ahí todavía, tan frágiles, pero todavía vivos).


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Me siento rejuvenecer

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Cuatro siglos después de que Ponce de León buscara la fuente de la juventud en la península de Florida, el Dr. Barnaby, en la otra costa de los americanos, se puso a mezclar sustancias para dar con la fórmula mágica que detuviera el envejecimiento. El Dr. Barnaby lleva gafas de culo de vaso, tiene despistes propios de un genio y luce la elegancia británica de Cary Grant en cada una de las escenas. Su esposa, Ginger Rogers, que es una mujer chapada a la antigua, vive entregada al bienestar de su marido, y aunque anda por casa siempre vestida para una fiesta -porque en aquellas películas pasaban estas cosas tan fascinantes como ridículas- lo suyo es preparar sopas y planchar camisas para que el doctor no pierda un segundo de sus hondas reflexiones. Ella, en cierto modo, aunque esté tan poco empoderada, tan poco liberada de su yugo, también trabaja para la ciencia y para el progreso.

    El título original de la película es Monkey Business porque al final es un chimpancé, y no el doctor Barnaby, el que da con la síntesis exacta de la poción, mezclando al azar varias sustancias que reposan en los tupos de ensayo. Las probabilidades de que esto suceda son aritméticamente inconcebibles, como si el mismo mono, sentado al piano, interpretara la novena sinfonía de Beethoven con todas sus notas y toda su carga emotiva. Pero estamos en una screwball de aquellas que bordaba Howard Hawks, y los espectadores entramos en el juego con tal de ver a Cary Grant haciendo el payaso, y a Marilyn Monroe -que hacía sus pinitos, y lucía sus palmitos- enseñando pierna gracias a las medias irrompibles de acetato. Lo de ver a Ginger Rogers haciendo mohines y cucamonas ya es otro cantar...

    Lo que no queda muy claro, después de todo, es el efecto real de la fórmula obtenida. Porque rejuvenecer, lo que se dice rejuvenecer, no lo hace. Mejora la vista, cura la artritis, devuelve la euforia, pero los personajes siguen tal cual estaban, alopécicos, o barrigudos, o con el culo caído. La pócima es más bien un medicamento universal para los males menores, pero no parece detener el reloj biológico de los genes. Lo que sí detiene, y hasta retrasa, es la edad mental de sus consumidores, que según la cantidad ingerida regresan a las tontunas de la juventud, o a las gilipolleces de la adolescencia, y se comportan como auténticos irresponsables de la vida civil estrellando coches o pellizcando culos. La pócima de la juventud sólo parece despertar lo peor de las sinapsis cerebrales.



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Eva al desnudo


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De niño -y de no tan niño- yo estaba enamorado de una vecina que se llamaba Eva. Ella era dos años mayor que yo, preciosa e inalcanzable. Un ángel del Señor perdido en un barrio terrenal de las afueras de León. Yo, a veces, en mis ensoñamientos de platónico aspirante, la imaginaba desnuda en sus quehaceres, pero sólo un poco, lo justito, como a una Venus de Botticelli recién salida de la ostra, para luego no tener que azorarme en su presencia cuando  la cruzaba por las escaleras. Mi amor por Eva era el de un caballero muy respetuoso, casi de los de antes, aunque yo vistiera pantalones cortos y llevara casi siempre manchada la boca de Nocilla.

    Es por eso que años después, cuando en mis primeras cinefilias descubrí que había una película titulada Eva al desnudo, durante un segundo de estúpido cortocircuito, de alborotada confusión, pensé que por fin iba a conocer los secretos de mi amada vecina, esos que yo tanto des-imaginaba para no sucumbir al delirio de lo imposible. Fue un segundo muy loco, muy absurdo, tan largo como una vida y tan corto como un suspiro. Hasta que el rabillo del ojo, en la ilustración que acompañaba el descubrimiento, me mostró que Eva al desnudo era una película viejuna, en blanco y negro, con el rostro picassiano de Bette Davis ocupando casi la carátula completa. Era ella, la divina Bette, la de Bette Davis Eyes que cantaba Kim Carnes, que al final ni siquiera era la Eva del título, ni por supuesto mi vecina de León, la Eva de Botticelli, de la que por entonces ya me separaban muchos kilómetros y muchas vicisitudes.

    Eva al desnudo cuenta la determinación de Eva Harrington por alcanzar la fama sobre las tablas del escenario. Cuenta con la gran ventaja de que sus escrúpulos nunca se activan cuando tiene que mentir, traicionar o apuñalar por la espalda. El fin por encima de cualquier medio. Es el despliegue de una sociópata que nunca conocerá el amor o la amistad porque en realidad tampoco necesita tales sentimientos: sólo como instrumentos para manipular a los demás y seguir progresando en su carrera. Pero hay mucho más, en Eva al desnudo, como en todas las grandes películas que sobreviven al paso del tiempo. El ascenso hacia el estrellato de Eva Harrington sólo es el argumento, el artificio con el que nos entretiene Joseph L. Mankiewicz entre diálogos y sobreentendidos. El gran tema de la película, que ruge por debajo de la trama como el magma que nos sostiene, o como el agua que riega los campos, es el paso del tiempo. El miedo a hacerse mayor. El pavor a la decadencia.





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