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Después de ver Cowboy
de medianoche, buceo en la filmografía de John Schlesinger para concertar
próximas citas y me encuentro con Marathon
Man, de la que sólo recuerdo a Dustin Hoffman corriendo
sudoroso por Central Park. Eso, y la famosa escena en la
que Lawrence Olivier, interpretando al pleonasmo de un nazi malvado, le
practica a Hoffman una endodoncia sin anestesia, no sé si para que cante el
escondrijo de un dinero, o si para ajustar cuentas con el hijo de un judío que
no pereció en el Holocausto. Mis recuerdos de Marathon Man yacen bajo los sedimentos de
otras mil películas que vinieron después, como una ciudad de la antigüedad que
ahora, disfrazado de arqueólogo, pretendo desescombrar y sacar a la luz.
Marathon Man, con sus resonancias de proeza deportiva, llega en un momento muy
atlético de mi vida, lamentable para el estándar de los corredores habituales,
ahora llamados runners, pero una experiencia inusitada, muy meritoria, en mi
larga pereza de cinéfilo, y de aficionado al sillón-ball. Llevaba
años, qué digo, lustros, sin caminar tanto por las mañanicas, y por las
tardecicas, diez o quince kilómetros al día, desde que siendo adolescente me
perdía por los montes de León para olvidar mis desamores. Y para dejar caer por
las cunetas los aprendizajes del colegio, inservibles ya tras los exámenes.
Esta voluntad muscular de ahora- que todavía no es férrea, que todavía está implantándose-no surgió de un acto heroico y
prudente, sino del pavor hipocondríaco que me ha inoculado el médico de mis entrañas,
un cascarrabias que me augura desgracias metabólicas si me quedo aquí
apalancado, en este sofá que me da la vida con las películas, y con el fútbol,
pero que también, por sobreuso, por exceso de amor, podría quitármela, como
hacen las mujeres fatales, o los hijos que van chupándonos las energías.
Llevo meses levantando polvo y barro por los
montes de Invernalia, desgastando las suelas, empapando las camisetas,
deshilachando los bajos de mis pantalones chandaleros. Busco en el Dustin
Hoffman inicial de Marathon Man a un
colega, a un compañero de fatigas, tal vez a un modelo deportivo si persevero
en esta vida sana del trotamundos. Pero el entusiasmo apenas me dura cuatro de
sus zancadas. Hoffman suda copiosamente, y corre a un ritmo inalcanzable
con la respiración acompasada, y a mí me
entra como un rubor, como una vergüenza, como un acceso de ridículo que me
tuerce el humor. Palpo la barriga que sirve de pedestal al mando a distancia y
me entra, finalmente, una depresión lipídica que me amarga el resto de la película.
Me he desfondado en el primer kilómetro de Marathon
Man. El resto, que ya no es atletismo, sino trama de espías algo viejuna,
lo veo de lejos, entre brumas, desplomado sobre el asfalto del sofá.