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A puerta fría

🌟🌟🌟🌟

No me gustan los vendedores. Me dan miedo. Los de tienda, los de gran superficie, los de puerta a puerta... Me da igual. Ellos vienen muy preparados, dispuestos a liarte. Van a cursos de psicología, de cucología, de técnica de ventas, y cuando ven a un pardillo como yo se lanzan en picado como lechuzas sobre el ratoncillo. Desconfío de ellos como de cualquier otro depredador de la selva urbana. Van a lo suyo, y no a lo mío, porque el cliente nunca tiene la razón y se parece mucho a un pollo por desplumar. 

    Sin embargo, en las películas que los retratan, uno simpatiza con sus dramas personales, porque suelen ser tipos que mienten por necesidad, que necesitan un par de whiskies antes de enfrentarse a la comedia de la ganga y del compadreo. En aquella obra maestra que se titula Glengarry Glen Ross, los comerciales eran unos pelmazos peligrosos cuyo objetivo era endosarle al cliente una finca de escaso valor. El espectador, sin embargo, omnisciente desde su sofá, sabía que estos tipos vivían amenazados por el despido, despreciados por sus mujeres, alcoholizados y fumados hasta el  borde del infarto. Uno acababa compadeciéndoles, y deseándoles la mejor de las suertes, a costa de estafar a los pobres incautos que preguntaban por sus productos. Una simpatía difícil de explicar, pero ustedes ya me entienden.


            A puerta fría es una película española que ha pasado sin pena ni gloria por los adjetivos calificativos. La he descubierto gracias a que en ella trabaja Antonio Dechent, que es un actor por el que siento una estima especial, y al que investigo de vez en cuando, a ver en qué proyectos anda metido. En A puerta fría, Dechent es un vendedor como aquellos de Glengarry Glen Ross, cincuentón y amortizado, al que están a punto de despedir en la empresa porque anda desganado y no sabe ni papa de inglés. Sólo la venta de cien videocámaras a los minoristas le salvará de la quema, y de la sustitución por una joven promesa del negocio. El problema de las videocámaras es que siendo cojonudas son carísimas, y ningún comerciante las quiere en sus escaparates, por miedo a comérselas con patatas fritas pasados los meses. En los dos días que durará la feria comercial, Dechent bajará a los infiernos para hacer acopio de todas las triquiñuelas: mentirá, enredará, amenazará, corromperá... Y entre decisión y decisión, se meterá varios lingotazos de whisky en el bar del hotel, sopesando a los clientes, escuchando a los compañeros, preguntándose por el futuro incierto de esta perra vida que le tocó en suerte.




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Madrid 1987

🌟🌟🌟

Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.



    En Madrid 1987, María Valverde interpreta a una estudiante de periodismo que quiere sonsacar sus secretos a Miguel Batalla, un viejo articulista que ya tiene el culo pelado de tanto escribir contra Franco y de tanto luchar por la Transición. Y Miguel, claro está, no está dispuesto a regalar sus arcanos así como así, a la primera chiquina que se acerque por la cafetería. Él ya está en la pitopausia, en la colgadura de las carnes, en la recta final de los placeres, y oportunidades así le quedan muy pocas a los gajes de su oficio.

    Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.




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