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La naranja mecánica

🌟🌟🌟🌟

La naranja mecánica habla sobre la violencia y el libre albedrio. Y en ambos casos se ha quedado tan vieja como muchas filosofías del pasado. 

    Los debates que propone La naranja mecánica huelen a rancio, a pis reseco. Hace mucho tiempo que el conductismo se retiró de su cátedra para vivir un plácido retiro en el campo, cultivando hortensias y recorriendo senderos con un cazamariposas. Sus terapias nunca cambiaron a nadie de verdad. Sus monsergas sobre el condicionamiento jamás superaron al perro de Pavlov. En lo que a seres humanos se refiere, sólo sirvieron para que la gente aprendiera a comportarse en un contexto determinado. A esquivar ciertos castigos y a obtener ciertas recompensas. Y nada más. Cálculo y disimulo. Cien bofetones, o cien golosinas, jamás sirvieron para que un hijo o un alumno dejara de ser como es. Los sistemas basados en correctivos o en gratificaciones sólo enseñan a encubrir, a no meter la pata. Y luego, fuera de los focos, de la vigilancia, cada uno vuelve a ser como dios le trajo al mundo, libre como un animalillo. El experimento Ludovico que en La naranja mecánica pretende haber borrado los impulsos violentos de Álex, sólo es una mandanga arqueológica de la psicología.


    Y luego está lo del libre albedrío... El libre albedrío, el pobrecico, tampoco está ya entre nosotros. Él también se retiró de su cátedra para dedicarse a recoger caracoles en el campo, y a contemplar la obra magnífica de Dios. Freud ya lo había herido de muerte a principios del siglo XX. La existencia del subconsciente fue un descubrimiento tan humillante para el libre albedrío como la teoría de la evolución, o como la cosmología renovada de Copérnico. Pero tuvieron que pasar muchas décadas antes de que la ciencia moderna demostrara que, en efecto, antes de ser conscientes de haber tomado una decisión, esa decisión ya está tomada en nuestros fogones. Lo único que hace nuestro yo es quitar la campana para ver qué nos han servido esos cocineros silenciosos que urden nuestras decisiones. Si la gran cuestión de La naranja mecánica es si Álex puede optar entre el bien y el mal, el bostezo filosófico se adueña rápidamente de nuestras mandíbulas, y ya sólo reparamos en la estética un tanto kitsch y barroca de la película, que también tiene, por cierto, algo de demodé, y de sobrepasado.

    La naranja mecánica tuvo su momento de gloria porque salían violencias nunca vistas, y pechos inusitados, y palabros provocativos que eran de mucho escandalizar. Y hasta un ménage à trois rodado sin filtros ni ángulos ciegos, aunque eso sí, pasado a la velocidad espídica de la decencia. Pero ahora, cuarenta y tantos años después, los espectadores modernos ya estamos curados de tales espantos, y ni siquiera eso nos queda de la película. Qué le vamos a hacer. 



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Mozart in the Jungle. Temporada 3

🌟🌟🌟

Se le está yendo la magia, a Mozart in the Jungle. En esta tercera temporada ha habido mucho relleno, mucha tontería, personajes principales que dimitieron de sus funciones y chiquilicuatres sin sustancia que se hicieron con el timón. Lo de casi siempre. El virus inevitable que termina por infectar cualquier serie longeva. La revolución de las masas, que ya anticipara Ortega y Gasset mucho antes de que se inventara la televisión.

    Los últimos diez episodios se han hecho muy largos, muy prescindibles. y aunque el último ha retomado las viejas esencias de la serie, y han regresado las músicas mezcladas con los amoríos, y los fracasos mezclados con los sueños, tal esfuerzo no ha servido para redimir tanta decepción y tanto bostezo. Tanta gilipollez, en ocasiones. Hemos roto demasiadas veces nuestro juramento de fidelidad, nuestro voto de atención, y se nos ha ido la mente a la lista de la compra, a la cita con el médico, al teléfono móvil que ofrecía jueguecitos para entretener la espera de escenas mejores, de episodios mejores. Hemos pecado gravemente contra Mozart in the Jungle, y aunque sentimos un poco de vergüenza, y un poco de dolor en los pecados, no tenemos ningún propósito de enmienda si la cosa continúa por estos derroteros. Y ya anuncian una cuarta temporada para finales de año...

    Ha habido, por supuesto -porque la serie viene de tocar los cielos- diálogos sustanciosos, momentos bonitos, mujeres de belleza legendaria. Monica Bellucci y su pacto con el diablo. Pequeñas compensaciones que salpimentaron la ensalada casi siempre desfallecida. Y de vez en cuando -porque cada vez se prodiga menos, y es como si anduviera en otros compromisos, o lo guardaran en la recámara para resucitar nuestro entusiasmo- Gael García Bernal, que es el alma de la serie, el Mozart cada vez más perdido en Nueva York. Pequeños alicientes para preservar nuestro interés en decadencia.  Nunca me tendría que haber gustado esta serie, pero me gustó. Porque su humor es benevolente, buenrollista, y a este cínico recalcitrante, a este nihilista del género humano, lo que le va es el humor vitriólico, hijoputesco, donde la maldad y la estupidez rezuman en cada acto ponzoñoso, en cada palabra malévola. En Mozart in the Jungle no hay personajes malos ni estúpidos: sólo soñadores y románticos. Una utopía sentimental tan mágica como esa música que tocan a todas horas. Me enamoré de Mozart in the Jungle a contracorriente, contra todo pronóstico. Un amor imposible que duró dos temporadas completas. Pero ahora, ay, comienzan las dudas. Y yo no querría.




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Mozart in the Jungle. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Se cuenta en IMDB, respecto a Mozart in the jungle, que un estudio de la universidad de Harvard, allá por los años noventa, encontró que la satisfacción laboral de un músico de orquesta era más baja que la de un guardián de prisiones, o de la cajera de un supermercado. El dato, tan extraño como revelador, viene a explicar muchas de las cosas que suceden en esta ficticia Filarmónica de Nueva York que dirige Rodrigo, el chiflado director al que da vida Gael García Bernal.


       Mozart in the jungle está basada en las memorias de la oboísta Blair Tindell. Ella subtituló su biografía con un “sexo, drogas y música clásica” que es mucho más que un chiste malo sobre el famoso “sexo, drogas y rock and roll”. De las vidas de los grandes compositores hemos visto documentales, y hemos leído biografías, y sabemos que la mayoría eran unos rijosos que dedicaban su música a las amantes perdidas o conquistadas. Incluso cuando aseguraban que componían sus sinfonías inspirados por Dios, no hacían más que sublimar los instintos de quien chorreaba libido por sus dedos. Sin embargo, de los intérpretes de esa música siempre hemos tenido una visión equívoca y mojigata. Los veo en el canal Mezzo, siempre tan atildados y tan virtuosos, y pienso en ellos como en seres angélicos, asexuados, que una vez terminada la función se retiran a sus aposentos a beber agua mineral y a seguir practicando con sus instrumentos. De qué otro modo, si no, iban a alcanzar ese dominio magistral, ese arte inalcanzable. Es una impresión falsa, por supuesto, que no resiste ni cinco segundos de análisis racional. Mozart in the jungle nos recuerda que estos músicos de élite, cuando guardan el violonchelo en la funda o el oboe en el cajetín, son como cualquiera de nosotros, con sus orgullos y sus amores, sus vidas arruinadas o sus vidas en recomposición.





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