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Mal genio

🌟🌟🌟🌟

Con apenas 19 años cumplidos y sin conocerle de nada, Anne Wiazemsky le escribió una carta a Jean-Luc Godard tras ver “Masculino, femenino”. En ella le declaraba su admiración por la película -eran otros tiempos, sí-, pero también su admiración por el hombre que estaba detrás de la cámara. Tanto decía reverenciarle que en la carta ya se confesaba enamorada de él. Hay tipos con suerte... 

El encuentro cara a cara al que Godard por supuesto no puso objeciones fue, para ella, tan solo una formalidad del corazón. Godard, por su parte -nos ha jodido- quedó atrapado en la belleza de esa mujer tan joven y tan anarquista, la musa de sus siguientes descacharres fílmicos, ya completamente perdido el oremus de las películas convencionales. Godard debió de pensar: objetivo cumplido. Para qué hacemos arte, si no, los gafotas y los tipos raros, si no es para conquistar el corazón de las mujeres que jamás se enamorarían de nosotros por la fachada. La escritura, la cinematografía, la pintura rupestre...: no son más que exhibiciones más o menos afortunadas. Mientras unos bailan en la pista o se pasean con el Ferrari, otros aporreamos los teclados haciendo un ruido muy parecido a los gorgoritos del pájaro cantor). 

Lo que se desprende tras ver “Mal genio” –que es un biopic corrosivo, recalcitrante, nada complaciente con la figura de Godard pero rodado a su estilo libérrimo y a veces absurdo- es que Jean Luc, tan heterodoxo como cineasta, era un tipo de lo más ortodoxo como genio. Un megalómano de lunes a viernes y un artista autodestructivo cuando llegaban los fines de semana. Un tipo irritante y empecinado. Tan inteligente como temeroso de no saber; tan atractivo para las mujeres como inseguro y maniático a su lado; tan adorable como insufrible; tan exultante como depresivo; tan fascinante en la revolución como cargante en el dormitorio. Tan anarco-bolchevique que ni él mismo mandaba en su interior.




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El inocente

🌟🌟🌟🌟

Louis Garrel me seguía en Instagram. O eso llegué a pensar -oh, vanidad de vanidades- una mañana de aquel crudo invierno. Un día me desperté y ahí estaba su foto -de tío guapo- y su nombre- de cineasta respetable- poniendo likes a varias películas que yo había colgado en este humildísimo rincón. Solo a las francesas, curiosamente, para darle credibilidad a su aparición. Y dentro de ellas, por supuesto, alguna en la que él mismo figuraba como actor o como director. Un parto bien aprovechado, don Louis.

“Louis Garrel Officiel”, aseguraba la presentación. Y yo pensé: ¿pero qué tiene que ver don Importancia con este chiquilicuatre del extremo norte peninsular? Y yo me respondí: nada, en verdad. Ni la teoría de los seis grados de separación ni pollas en vinagre. Así que entré en su perfil y descubrí que sólo había fotos de Garrel abrazado a Eva Green, de cuando rodaron “Soñadores” y todo en ellos era el esplendor en la hierba, que rezumaba. Nada más: ni rastro de otras mujeres, de otras películas, de otros avatares de su ajetreada biografía... Si era él, allí había una obsesión enfermiza que su jefe de prensa seguro que le afeaba. Y si no era él, estaba claro que un pajillero andante de Eva Green había usurpado su identidad. Y pajilleros de Eva Green, en las redes, habrá como cinco mil tirando por lo bajo, con lo guapísima que es, y el morbo que se gasta.

El perfil se esfumó a los pocos días. Se cansó de mí -pensé por un segundo- todavía jugando con esa imposible posibilidad. Y olvidé el asunto hasta que hoy, después de ver “El inocente”, me dio por buscar aquel perfil y encontré decenas de “Louis Garrel Officiel” pululando en Instagram. Supongo que son cinéfilas que lo aman, cinéfilos que lo desean, admiradores castos de su arte y su presencia... La cuenta que a mí me jipiaba, curiosamente, ya no está en cartelera.

 Puede que el pajillero terminara con todas las fotografías que existen sobre el rodaje de “Soñadores” y decidiera clausurar el chiringuito. No sé. Pero no se clausura así como así la labor de toda una vida, la obsesión de toda una vida. Así que el misterio continúa... Mientras tanto, sigo viendo sus películas.






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Un pequeño plan... cómo salvar el planeta

 🌟🌟🌟

Tener un hijo superdotado puede ser una bendición de los cielos, pero también una china clavada en el zapato. Si el hijo te sale del tipo práctico, de los que construyen cacharros en garajes o invierten sabiamente en la bolsa de Nueva York, la criatura, puede retirarte del trabajo antes de que te jubiles a los 65, y no solo eso: puede regalarte la casa que siempre soñaste junto al mar, y hacer viajes esporádicos por aquí y por allá, para conocer el mundo que nunca conociste cuando currabas sin parar. Una ganancia máxima, tras una inversión mínima de un óvulo más un espermatozoide. Y la satisfacción, además, de tener un hijo más majo que las pesetas, y más listo que todos sus primos y que todos sus compañeros de clase.

Pero hay superdotados que a veces te salen como este chaval de la película, el tal Joseph, que con sus 13 años es un admirador de Greta Thunberg que lo vuelca todo en el idealismo, en la salvación del planeta, dejándote más o menos como estabas. E incluso peor, porque para financiar sus proyectos de iluminado precoz, Joseph es capaz de vender tus bienes a tus espaldas, lo más preciado del hogar, armado de una conexión a internet y de un desparpajo impropio para la edad.

Una buena mañana, los padres de Joseph -que son dos pijos de cuidado, por cierto, y que merecen sobradamente este desfalco- descubren que el chaval les ha vendido los pelucos, las joyas, los adornos carísimos e inservibles... Incluso los vinos cubiertos de polvo que ellos guardaban en la bodega. Todo eso que roban los asaltantes en los chalets de lujo y que tú siempre piensas: “Pues mira: que les den por el culo”.

Tener un hijo superdotado de esta categoría puede estar muy bien para clarificar algunos conceptos y limpiar un poco la conciencia, pero nada más. No te va a sacar de la pobreza, y tampoco te va a solucionar ningún enredo medioambiental. El planeta, queridos niños, y queridas niñas, está condenado. Solo es cuestión de tiempo. Lo único coherente que se dice en la película es que habría que exterminar a media humanidad para solucionar el problema. Se buscan voluntarios. 




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Los celos

🌟🌟🌟

Donde hay amor, hay celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama.  Un amor que no teme perder a su amante es un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de flor en flor.

Pero los celos, para que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo. Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza. Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.

Los celos, cuando se desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una pastilla.

Luego, lo curioso, es que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con humedades. Quizá una metáfora de su relación.





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Rifkin's Festival

🌟🌟🌟


Nadie salta sin red. Me lo enseñó una mujer de la que aprendí muchas cosas sobre el amor. Casi todo lo importante, en realidad. Su experiencia, su sabiduría, su crueldad intolerable -que dirían los hermanos Coen- fueron un magisterio acelerado para este tontaina de la vida. Ella, Nefernefernefer, no tenía pelos en la lengua, y sí, a veces, lenguas entre el pelo.

Nadie salta sin red, repetía ella. Nadie deja a nadie si no tiene otra cama que amortigüe su caída. Ahora las camas las hacen cojonudas -decía ella-, de viscolástica o de látex, colchones LoMonaco o LocoMía, y cuando dejas a tu pareja, la nueva cama ya no te clava un muelle en el culo, ni te jode la espalda en el impacto. Me decía Nefernefernefer -que sabía un huevo de rupturas porque ella perpetró muchas, y también le clavaron unas cuantas- que una relación tenía que estar muy jodida para que alguien dejara a su pareja sin buscarse primero el refugio y el consuelo. Y el nuevo polvo enamorado... Dicho así parece muy bestia, muy cínico, pero lo bueno de Nefernefernefer es que su cinismo se predicaba con el ejemplo; sobresaliente en la exposición teórica, pero cum laude, licenciada en Harvard, y licenciosa en Oxford, cuando ponía en práctica el desamor.

El pobre Mort Rifkin, en la película, es el ejemplo ficticio de que estas cosas (casi) siempre suceden así. Aunque su matrimonio lleva años naufragando, su mujer sólo le dejará cuando conozca -y mate a polvos, y se asegure su devoción- a un director de cine francés tan guapo como pedante. Sólo entones mantendrá con su marido “la conversación” en el dormitorio conyugal: esto estaba muerto, se venía venir, alguien tenía que tomar una decisión, etc. El protocolo establecido. 

Despechado, el pobre Mort intentará caer en la cama de la bellísima cardióloga que trata sus hipocondrías, una mujeraza nacida en Palencia, pero afincada en San Sebastián. Pero hay diferencias de edad, ay, y diferencias de atractivo, que ni la cultura ni la verborrea pueden superar. Es la historia de mi vida, sin ir más lejos... Antes, en las películas de Woody Allen, estas cosas sucedían, y cuando un tipo de Tercera se ligaba a una mujer de la Champions League, los espectadores nos atrevíamos a soñar. Ahora, en el invierno de la edad, a Woody Allen se le ha congelado el romanticismo. Y seguramente tenga razón.



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El oficial y el espía


🌟🌟🌟🌟

De vez en cuando tengo que ver una película de Roman Polanski. Es bueno para la terapia.A veces la gente real, o la que sale retratada en los periódicos, no basta para asumir la realidad oscura de nuestra especie. Se hace difícil, sacar la espada flamígera a pasear, por si le aciertas a uno de los pocos inocentes. Ahí fuera, en la no-película, todo es ruido, confusión, un mar de mentiras diluidas en una gota de verdad. En las películas, en cambio, fluye un hilo narrativo, todo se ordena, y las cosas quedan tan claras que a veces te puedes asustar. La gente es mala, ruin y mentirosa. Muy cínica, cuando se juega algo. Mezquina y puñetera. Seguro que yo también lo soy, o lo he sido alguna vez.




    Cuando veo una película de Polanski es como si recordara el Padrenuestro. Pongo los pies en el puf y al mismo tiempo es como si los depositara sobre la tierra, cansado de volar junto a los roussonianos que no opinan como yo. Es un descanso. Un momento de recogimiento. En algunas películas de Polanski el malo es un demonio disfrazado de ser humano; en otras, un ser humano disfrazado de demonio. Viene a ser lo mismo. Para los creyentes, el Mal anida en el Diablo; para los ateos, el Mal somos nosotros.

    En El oficial y el espía sólo hay un hombre justo, el coronel Picquart, por el que Dios perdona la destrucción de París como hizo milenios atrás con Sodoma, gracias a Lot. Y tras el ejemplo de Picquart, alentados, otro buen puñado de hombres abandonarán las catacumbas del silencio. Tipos valientes y honrados como Émile Zola que se enfrentarán al Ejército para desmontar la acusación de traidor que pesa sobre el capitán Dreyfus. Un pobre hombre cuyo único crimen -como suele suceder con los inocentes- era estar en el sitio equivocado, en el momento más inoportuno. Y ser judío, claro, porque mucho antes de que Hitler decidiera exterminarlos, a los judíos sólo se les escupía y se les apedreaba, en la Europa civilizada.

    Los justos como el coronel Picquart o Émile Zola son las flores en la mierda; el chorizo en las lentejas; la excepción en la regla; la rosa en el zarzal. Los humanos, en la humanidad.



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