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Tres recuerdos de mi juventud

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Viendo Tres recuerdos de mi juventud -que es la historia de un amor adolescente con mucho desnudo en la cama y mucha verborrea de amantes que deshojan la margarita- he recordado, quizá por ser una película francesa, aquello que decía Michel Houllebecq en su novela Ampliación del campo de batalla:

    "La adolescencia no es sólo una etapa importante de la vida, sino que es la única etapa en la que se puede hablar de vida en el verdadero sentido del término. [...] A partir de ese momento ya está todo dicho, y la vida ya no es más que una preparación a la muerte".

    Algo así es lo que piensa Paul, el protagonista de la película, que ya de anciano recuerda su amor por Esther como el romance que al mismo tiempo inauguró y clausuró su vida sexual. Y no porque llegara virgen al encuentro, ni porque luego jurara voto de castidad, sino porque antes de Esther -la chica guapísima de los labios de gominola- sólo hubo tonterías y escarceos, y después de ella ningún amor alcanzó tales alturas de vértigo, ni tales valles de lágrimas. Una pasión irrepetible, desbocada, al mismo tiempo fundacional y definitiva. Los sentimientos son hormonas que se bañan en nuestra sangre como damiselas que chapotean en una tórrida tarde de verano; y el amor adolescente -y más si culmina en el sexo, y más si se practica en la romántica Francia- es el reino caótico, fueguino, maravilloso, de estos mensajeros químicos que son como el servicio de Correos de un país tercermundista.

      También escribe Michel Houllebecq en Ampliación del campo de batalla:

    "Siempre serás huérfano de esos amores adolescentes que no tuviste. En ti la herida ya es muy dolorosa; pero lo será cada vez más. Una amargura atroz, sin remisión, que terminará inundándote el corazón. Para ti no habrá ni redención ni liberación. Así son las cosas".

    Esto es así. Los amores que no se vivieron en la adolescencia no se recuperan jamás. No existe la redención, la superación, el tiempo recobrado. La asignatura pendiente de José Sacristán quedó suspensa para siempre. Por más polvos que echaran, y por más entusiasmo que le pusieran, a él y a Fiorella Faltoyano se les quedó el boquete y la amargura. No haber sido amado en la adolescencia -no haber conocido el gozo de la carne primeriza, el orgullo de ser deseado por quien uno deseaba- es una herida que jamás se cura. Queda ahí, abierta, fea, supurando, intoxicándolo todo...





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