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Los otros


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De pronto, viendo Los otros, un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. No por la película en sí, que es de final conocido, ni por la belleza de Nicole Kidman, que también produce escalofríos, pero de otro tipo, y en otro lugar de la anatomía, sino porque me ha dado por pensar que a lo peor yo también estoy muerto, como ella y sus retoños, y que de lo corto que soy aún no me he enterado, y en realidad estoy rascándome una barriga que ya no es acúmulo de grasa, sino ectoplasma desnatado.

    En seis semanas de encierro y teletrabajo no he ido más allá del supermercado, y lo cierto es que, como sucede en la película, tras el supermercado se extiende una niebla muy densa que no te deja continuar y te confunde los sentidos. Y te impide ver el país de los vivos, o el país de los muertos, a saber, que quizá es inaccesible y en él es obligatorio vivir en la república independiente de la casa encantada, o del piso de cochambre, que en el Más Allá seguro que siguen existiendo las clases sociales.


    No sé… Seguro que son tonterías mías. No hay intrusos vivos en mi casa que hagan ruidos extraños, amueblando las habitaciones que yo dejé libres a mi casero. Y Eddie, mi perrete, que es inmune al coronavirus, sigue ahí, dormitando en el sofá, sin extrañar mi nueva naturaleza de fantasma. No ha venido, tampoco, ningún ex inquilino a reclamar su lado de la cama, ni tampoco el mando a distancia de la tele, aunque es posible que sea un muerto tan antiguo que no sepa lo que es un mando a distancia, ni una tele.

    Eso sí: la panadera, el otro día, al bajarse de la furgoneta, me miró como sorprendida de verme otra vez en la carretera, pidiéndole una barra de pan rústico y una bolsa mediana de magdalenas. Fue sólo un segundo de… brillo en sus ojos: “¿Pero tú no estabas muerto?” Quién sabe: quizá ya está acostumbrada a que los fantasmas sigan bajando a comprar pan, inconscientes de su incongruencia, y ya ni se molesta en advertirnos. Y hasta puede que, para no perder el negocio de los muertos, nos esté vendiendo barras imaginarias que alimentan el espíritu.



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