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Lenny

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Una polla es una polla, y un pene, un pene. Dos órganos distintos y uno solo verdadero, como en una Santísima Dualidad. Cuando vamos al médico, a la revisión, a la molestia urinaria, tenemos un pene, pero cuando vamos a acostarnos con nuestra señora, o con nuestra respectiva, tenemos una polla. Y no pasa nada por decirlo: polla es una palabra inocua, sonora, para nada despectiva, y sí, en cambio, pícara y festiva. Como de celebración de la vida y del amor, una polla, eso es, y no un órgano de libro de texto, de manual de medicina, que eso es un pene, la cosa aburrida que no tiene erecciones y sólo sirve para mear.

    Eso es, grosso modo, lo que venía a decir Lenny Bruce en sus monólogos: que a las cosas sexuales había que llamarlas por su nombre, el cotidiano, el coloquial, lo mismo en el dormitorio conyugal que en el stand-up del club nocturno, entre humos y música de jazz, donde todos los clientes eran adultos y no había ningún gilipollas en la materia, ningún sorprendido del significado exacto de las palabras.



    Lenny Bruce hacía escarnio de la damisela que dice pompis, o del señor que dice miembro, hasta que cayó sobre él la Ley de Maricastaña, una que también vino flotando en el Mayflower y prohibía -entre otras muchas- usar la palabra chupapollas en público, ante una audiencia congregada, porque la ley presuponía que el humorista no estaba describiendo, no estaba haciendo chanza, sino incitando a la práctica, allí mismo quizá, o en la intimidad de los dormitorios, donde tal vez chupar pollas no fuera ni siquiera legal, y en todo caso siempre una guarrada, una cochinez de gente que en realidad no se ama como Dios manda. Chupapollas… A  Lenny Bruce empezaron a joderle la vida por ahí, y terminaron arruinándole la carrera, y la salud, y el alma misma. El personaje que aparece en La maravillosa Sra. Maisel todavía es un humorista travieso y risueño; el que sale en Lenny, la película de Bob Fosse, ya es el Lenny jodido, drogadicto, enfrascado en una cruzada semántica que finalmente no pudo ganar.




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Lenny


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Hace cincuenta años, en Estados Unidos, y ya no te digo nada en nuestra España nacionalcatólica, los humoristas sólo podían contar chistes sobre suegras o sobre gangosos. Ninguna palabra soez estaba permitida en las ondas o en los escenarios. El sexo, como mucho, era eso, y las partes anatómicas, esto y aquello. En España bastaba con que aludieras al tema, sin mencionarlo siquiera, para que te agarrasen un par de guardias civiles, te soltaran un par de hostias en el calabozo, y luego te enviaran al cura castrense para ser recibido en sagrada confesión, ser absuelto de los pecados y volver al redil de los hijos de Dios. A la mañana siguiente regresabas a la vida civil con el ojo morado y el alma blanca lavada con Ariel. 

En Estados Unidos la libertad de expresión era mayor: podías usar eufemismos, circunloquios, sustituir los términos problemáticos por palabras inventadas. Pero si mencionabas la palabra prohibida, te podían caer meses e incluso años de cárcel. Un tipo como Louis C. K. llevaría varias cadenas perpetuas consecutivas. Antes que él, en los años 60, hubo un cómico pionero en violar estas normas que ahora nos producen la risa y la perplejidad. Se llamaba Lenny Bruce, y no se cortaba un pelo cuando salía a los escenarios. Hoy en día, sus monólogos serían apropiados incluso para los monaguillos, o para las amas de casa, pero entonces escandalizaban a las autoridades y a los comités de buenas costumbres. Lenny decía chupapollas, y coño, y hay que joderse, y el público, en los garitos nocturnos, se partía el culo mientras esperaba que la policía irrumpiera en cualquier momento. En Lenny, que es la película que Bob Fosse dedicó a su figura, asistimos al auge y caída de este peculiar personaje. De cómo saltó a la fama y de cómo arruinó su suerte en los enfrentamientos con la ley, y en sus problemas con las drogas. Lenny Bruce era un tipo impulsivo y libertino, de una lengua mordaz y de una inteligencia punzante. No era un simple provocador, ni un simple malhablado. 





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