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Lemmy contra Alphaville

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En una de las sobremesas más apáticas de los últimos tiempos, decido suicidarme ya del todo y me lanzo, loco perdido, a ver Lemmy contra Alphaville, que llevaba varias semanas criando moho en el disco duro del ordenata. Ha sido el último asalto en mi ya larga -y mítica- pelea a puñetazos contra Godard. Y ha ganado él, lo reconozco. Punto final. 

Pasada la media hora de la película he tirado la toalla y me he puesto a zapear por los canales de pago, derrotado y mustio. No entiendo su cine, no lo aprecio, me irrita. Hay un momento de Lemmy contra Alphaville, hacia el minuto quince, en que una voz en off recita las siguientes palabras:  “Sí, siempre es así. No se entiende nada. Y una noche uno acaba por morir”. La voz se refería, por supuesto, a las cosas que iban sucediendo en la película, ya incomprensibles para mí a tan tempranas alturas. Pero era, de hecho, mi pensamiento trasladado literalmente al subtítulo. Tan sorprendido me quedé, que tuve que darle al rewind para estar seguro de no haberlo soñado en la modorra vespertina. No: allí estaban las palabras, como un resumen perfecto de mi malograda relación con Jean Luc. Sí, siempre es así, no se entiende nada...

¿Qué me ha quedado, pues, de este naufragio absoluto con la filmografía de Godard? Una culturilla de cinéfilo, por supuesto, que no es poco. Banda aparte, también, que es la única película rescatable en este vasto océano de incomprensión mía. La certeza, confirmada una vez más, de que a mi edad, con algunos cineastas consagrados con los que no conecto, ya es mejor dejar de insistir. Y, por supuesto, la belleza de Anna Karina, una de las mujeres más hermosas que he visto jamás. Sólo por ella he aguantado ratos de cine insufribles firmados por su exmarido, como esta media hora zarrapastrosa, inefable, ridícula, de Lemmy contra Alphaville.

          

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Masculin, féminin

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Y por la noche, tras enfrentarme a Masculin, féminin de Godard, y abandonarla desesperado a la media hora de aburrimiento, cansado ya de los simbolismos, de los rótulos ametrallados, de las situaciones rocambolescas, termina mi relación tormentosa con el cineasta francés de las narices, y las gaforras. Aún me queda por ver Lemmy contra Alphaville, guardada en el disco duro, pero presumo que tardaré meses en reunir energías para abordarla. 

Alphaville será como ese libro que uno olvida en el piso de la ex-amante, que hay que recoger aunque ya no se necesite, por orgullo, y para dejar las cosas claras. Porque yo, cuando descargo, me comprometo. La piratería es un acto de responsabilidad plena. Aunque al día siguiente uno ya esté arrepentido de la película en cuestión. Como Alphaville, sin ir más lejos, cuya sinopsis, que hace poco estaba leyendo en internet, promete más chaladuras todavía y más coreografías sesudas de lo absurdo. Y eso que hace años, cuando yo vivía en Toledo, y me acercaba los fines de semana a Madrid, a ver las películas subtituladas, a creerme parte de la cinefilia selecta de este país, siempre me preguntaba de dónde coño vendría el nombre de los cines Alphaville, que tan bien sonaba, meca cinéfila de mis paseos sin rumbo por la Villa y Corte. Y ya ves tú, lo que era... Este truño incomprensible que sólo huele bien en los salones de alta prosapia.


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