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Larry David. Temporada 1

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Acabo de ponerme una foto de Larry David como avatar en el WhatsApp. Los que me conocen ya saben que no soy yo, y los que no me conocen, pues mira, qué más da. 

No es la primera vez que me transformo en Larry David para comparecer en sociedad. Cada vez que retomo sus aventuras en el DVD me acuerdo de que somos hermanos separados por un océano y le hago el homenaje. Larry, por supuesto, no sabe que yo existo, pero yo sí le tengo muy presente en mis oraciones. Él es el santo varón que nos guía en la cruzada contra los estúpidos, y yo soy el caballero armado que le secunda. El más humilde de sus templarios destemplados.

En "Black Mirror" hay un episodio que pronostica que algún día encenderás la tele y encontrarás una serie que habla exactamente de ti: las aventuras y desventuras de un fulano igualito a ti en el físico, con tu mismo nombre y tu mismo contexto, con la misma mujer (si la hay) y los mismos amigotes en el bar. Un auténtico clon que exhibe las mismas virtudes y oculta las mismas manías. Un shock capaz de dejarte turulato, claro. Y algo parecido me sucedió cuando descubrí las andanzas de Larry David hará cosa de veinte años. Le veía y es como si me hubieran fotocopiado el alma, o escaneado el carácter. 

Larry David es millonario, vive en Los Ángeles y seduce a mujeres que yo no puedo ni soñar, pero su temperamento, y su idiosincrasia, son, ya digo, como si me hubieran comprado los derechos televisivos. No existe un personaje de ficción al que yo me parezca tanto. A veces es... mosqueante, de tan divertido. En uno de los primeros episodios le dan una clave de cuatro números para desactivar una alarma del hogar y Larry se anticipa: “Me liaré, me confundiré, se me olvidará, no seré capaz de acertar a la primera y montaré un cristo del copón...”. Y la caga, claro. Joder: es que yo debería pedirles dinero por el plagio.

Cuando se estrenó la 1ª temporada de “Larry David” él tenía 53 años. Yo ahora tengo casi 52. Quiero decir que en cierto modo ya soy más Larry que nunca. La distancia que nos separaba se la han ido comiendo los calendarios. Hemos convergido. “De viejo seré como él”, pensaba yo cuando le conocí. Y en el año 2023 resulta que ya soy viejo y que las profecías se han cumplido. 



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Seinfeld. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟🌟


Es fácil enamorarse de las mujeres hermosas que uno se encuentra por la vida. Sucede, qué se yo, dos veces al día, a veces tres. A veces ninguna, pero luego llega un día de seis que mantiene la media aritmética. La vida de Jerry Seinfeld en Nueva York no es muy distinta de la vida de Álvaro Rodríguez en La Pedanía. Hay días de primavera, y también días de invierno cerrado, que no se ve ni a jurar.  Uno se queda prendado de esa mujer que le precede en la cola del supermercado, o que le adelanta apresurada por la acera. Que aparece en internet sonriendo desde una distancia casi siempre kilométrica. Tan lejanas, que yo ya utilizo el año-luz, y no el kilómetro, para ubicarlas con astrofísica precisión. Todas ellas son mujeres perfectas, lo mismo las carnales que las pixeladas, pero son perfectas porque en realidad no sé nada de ellas, y el anonimato, y la ignorancia, permiten fantasear. Alguna, quizá, hace lo mismo conmigo...

En Seinfeld, Jerry y George  también se enamoran de una neoyorquina nueva en cada episodio. Las conocen con suma facilidad en la cola del cine, o  en la fiesta de un amigo. Jerry es guapo y humorista profesional, y George... bueno, George vive en Nueva York, y allí hay mercado para todo el mundo. Me gustaría verle aquí, en el Valle Verde, lidiando con el personal. Jerry y George contactan, quedan, llegan a las primeras intimidades, pero luego, indefectiblemente, dejan a sus parejas por una nadería sin importancia: porque llevan ropa rara, o hablan demasiado bajo, o se ríen demasiado alto, o regatean la propina al camarero… 

El efecto que producen estas situaciones es de comedia, y uno se ríe con el puntillismo casi neurótico con el que Jerry y George rechazan a sus novias fugaces. Pero los romances a este lado de la pantalla se dilucidan de un modo muy parecido, y aunque te ríes, hay un poso de verdad que cristaliza como hielo en la sonrisa. Yo también me fijo en gilipolleces para mover la foto a la izquierda o a la derecha; ellas también hacen lo mismo conmigo. Nadie está para tonterías. Nos hemos vuelto mayores y selectivos. Y mientras nos perdemos, y nos esquivamos, Seinfeld sigue siendo la mejor comedia imaginable.



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Seinfeld. Temporada 4

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Seinfeld es una sitcom defectuosa, descacharrada, de guiones que a veces hacen aguas o terminan en un bluf. Hay actores que hacen de sí mismos y se descojonan de sus propias ocurrencias. Se les ve, a veces, haciendo esfuerzos inhumanos por contenerse. Es una serie cutre y desaliñada. Los culebrones venezolanos, en comparación, tenían mejor factura técnica. En Seinfeld no hay esquema ni progresión. Apenas hay historia o trasfondo moral en qué pensar. “Ni abrazos ni aprendizajes”, era la máxima que presidía las reuniones. Seinfeld es un descalabro amoral y desconcertante, pero es la mejor sitcom de la historia. Y dudo mucho que hagan algo mejor antes de morirme. Los tiempos, y las corrientes, han cambiado...

En Seinfeld yo me reconozco, y reconozco a mis semejantes, y creo que nunca he estado tan cerca del conocimiento humano como en el apartamento de Jerry en Nueva York. En verdad todos somos así de imperfectos y de contradictorios, aunque algunos sepan disimularlo de puta madre, y nieguen la mayor. Nos perdemos en los detalles tontos como burros con anteojeras, como monos agitados en el zoo. La vida nos pasa por encima mientras diseccionamos las naderías y las gilipolleces. Huimos de las grandes palabras como del conjuro de un brujo. Nadie habla de amistad con los amigos, ni de amor con los amores. Hablar de sentimientos es confesar una locura, una debilidad, una concesión a la cursilería. Y además es inútil del todo. Las relaciones personales se diluyen en una cháchara improductiva. Somos egoístas, poco profundos, anormales con oficio.

En otras series, los personajes se relacionan para alcanzar el amor o la sabiduría. En Seinfeld la convivencia sólo es una excusa para seguir hablando. Lo que importa es conseguir que alguien te escuche, aunque no te oiga, o al revés. Si callas, piensas, y si piensas, te mueres. La realidad es decepcionante y triste. La gente es estúpida y veleidosa. Nada vale nada si lo miras con detenimiento. Jerry Seinfeld y sus amigos, aunque parezcan idiotas, han comprendido que la conversación intrascendente es un fin en sí mismo. Una serie sobre nada...





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Seinfeld. Temporada 3

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La soledad es una barrera que se construye ladrillo a ladrillo. Hablo de la soledad mental, no la física, que ésa es casi imposible de alcanzar, o de padecer, a no ser que uno se dedique al farerismo, o a ser anacoreta en el desierto. Al pastoreo por los montes, o a la radioastronomía en la montaña. Uno, que tiene dos profesiones de andar por casa, tiene amigos, vecinos, familiares, compañeras de trabajo. El mundillo del fútbol base. Conocidos a los que saludo a diario con un simple “hola, ¿qué hay?”, o con un golpe de mentón. Y si dejo La Pedanía y paseo por la ciudad, está el bullicio, el gentío, el paisanaje de los bares o de las calles.

No hablo de esa soledad matemática, aunque dijo el poeta que uno puede sentirse sólo entre multitudes y bla, bla, bla. Centrémonos. Yo hablo de la soledad... no sé cómo llamarla... cultural, aunque no quiero decir que yo sea más culto que la gente que me rodea. Lejos de mí tal tentación. Hay más cultura y más sabiduría en saber cultivar un tomate que en toda esta parafernalia de estanterías Billy con libros y películas que yo exhibo. Esto mío sólo es un pavoneo, y un matarratos, la medicación diaria que me impide pensar y hundirme. En vez de gastarlo en psiquiatras, yo gasto el dinero en escritores y en directores de cine, pero es más o menos lo mismo. Se trata de mantener las neuronas a raya, dispersas, que no se junten en conciliábulos para repasar el pasado o planear el futuro, dos actividades tan subversivas como peligrosas.

Quiero decir -de una vez, que se me acaba el folio- que uno descubre que está solo, muy solo, cuando habla por ahí de Seinfeld a los gentiles y nadie sabe qué serie es, o si lo sabe, no recuerda de qué iba, o quiénes eran sus personajes. Sólo una mujer, extraña, de ciencia-ficción, que una vez me dijo que Elaine Benes era una de sus heroínas femeninas, y feministas. En fin, que yo venía aquí a decir cuánto me he reído -otra vez- con la tercera temporada de Seinfeld y resulta que me ha salido un texto como cenizo y pesadón, lleno de amarguras de poetastro. Para la cuarta temporada prometo reformarme.





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Seinfeld. Temporada 2

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Seinfeld, en realidad, es una versión libre de Big, aquella película en la que Tom Hanks vivía entre adultos con cuerpo de hombre, pero con edad de adolescente. Los cuatro prendas de Seinfeld no le pidieron a la máquina de Zoltar que acortara los plazos: ellos, simplemente, se han ido rezagando poco a poco, perdiendo comba entre tonterías y distracciones, hasta que un día descubrieron -demasiado tarde, pero tampoco sin montar una tragedia- que se habían plantado en la treintena con una inmadurez de colegiales.

Elaine y George, Jerry y Kramer, son cuatro teenagers infiltrados en el mundo del trabajo, de las relaciones serias, de las decisiones inmobiliarias... Disimulan porque ganan dinero, son autónomos y se comportan con cierta racionalidad en los espacios públicos -a veces ni eso-, pero en realidad son personas que viven fuera de contexto, fuera de época, con el software sin actualizar. Ellos van al trabajo como antes iban al instituto, y en el amor siguen usando el “te ajunto”, o el “no te escucho, cucurucho”. La gente se ríe de ellos, y trata de evitarlos, pero a ellos les da igual porque nada les parece trascendente o definitivo. Son tontainas pero felices.  

Seinfeld es mi serie preferida porque me veo reflejada en ella. Qué le vamos a hacer. Nobody is perfect... Yo podría haber sido el quinto Beatle de la pandilla. El vecino de Jerry Seinfeld que nunca sale en las tramas. Otro tipo como Newman, el gordito, que también se las trae el gachó... Tengo anécdotas personales para aburrir. Cosas tan estúpidas, tan seinfeldianas, que Larry David y compañía podrían hacer con ellas una temporada completa. Sólo habría que cambiar León por Nueva York y repensar un poco el vestuario. 

Yo también soy un inmaduro que da el pego, un gilipollas que se traviste de ciudadano. A punto de cumplir los cincuenta años, he aprendido a disimular mi tontería, pero nada más. Sigo prefiriendo la fantasía a la realidad, y la divagación a la responsabilidad. No sé enfrentarme a la vida, pero puedo pasarme horas hablando en el Monk’s Café. Sí, lo sé...







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El dictador

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El dictador, aunque vaya dedicada con recochineo al difunto Kim Jong-il, es en realidad la parodia de un déspota africano muy parecido a Muamar el Gadafi. Un retrato parido en la mente demenciada, sumamente particular, de Sacha Baron Cohen. Un humorista británico que jamás cultivó el humor inglés. 

    Por su picadora de carne, puesta a mil revoluciones, pasa el racismo, el machismo, el terrorismo... todos los ismos perseguidos por la fiscalía y denunciados por los colectivos sin sentido del humor. Y sí: yo soy de los que se ríe mucho con sus provocaciones, con sus chistes al filo de lo denunciable. Qué le vamos a hacer: soy un hombre a medio civilizar, mitad macaco y mitad literato. Me conmueve hasta la lágrima ese humor tan arcaico y tan grosero. Son las cosas de haberse criado en un arrabal, entre gente muy poco recomendable. De haber frecuentado malas lecturas y malas películas en los años decisivos de la formación. Y de ser uno como es.

    Pero Sacha Baron Cohen, por supuesto, no es un ningún imbécil que desconozca el objetivo último de sus excesos. Lo que en apariencia es una sucesión de sketches desordenados sobre cacas y culos, pedos y pises, al final es un misil de punta afilada sobre nuestra idea muy equivocada de lo que es una democracia verdadera, y sobre la escasa diferencia que en realidad separa nuestras dictaduras económicas de aquellas dictaduras militares. Cuando Aladeen de Wadiya, en la asamblea de la ONU, rompe en mil pedazos la que iba a ser la primera Constitución de su país, los asistentes, indignados, demócratas bien trajeados de piel blanca y alma impoluta, le abuchean y le hacen puñetas sin disimulo. Pero Aladeen, más chulo que nadie, no se echa atrás en su determinación de seguir manteniendo la satrapía:

   “¡Oh, cállense! ¿Por qué son ustedes tan antidictadores? Imagínense que América fuera una dictadura. Podrían hacer que el 1% de la población tuviese todas las riquezas de la nación... Podrían ayudar a que sus amigos ricos lo fueran aún más reduciendo sus impuestos y sacándoles del apuro cuando apostaran y perdieran. Podrían ignorar las necesidades de los pobres en salud y educación. La prensa parecería libre pero estaría controlada en secreto por una persona y su familia. Podrían pinchar teléfonos, torturar prisioneros extranjeros... Podrían manipular las elecciones, podrían mentir sobre por qué van a una guerra. Podrían llenar sus cárceles de un grupo racial en particular y nadie se quejaría. Podrían usar los medios de comunicación para asustar a la gente y hacer que apoyen las políticas que van en contra de sus intereses. Sé que para los americanos resulta difícil de imaginar, pero por favor, inténtelo”.



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