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Michael Corleone

 

En el fondo, la saga de El Padrino cuenta la historia de un hombre que trabaja en algo que no le gusta, y para lo que no tiene vocación.  Y en eso, salvando las distancias, Michael Corleone es como casi todos nosotros, la clase de tropa, los stormtroopers de la vida. De ahí, de esa falta de acomodo, le vienen a Michael Corleone todos sus traumas, y todas sus congojas, y toda esa infelicidad que en El Padrino III le convierte en un viejo prematuro con cargos de conciencia, y diabetes galopante. Una vida torcida sólo puede desembocar en un final trágico: de ópera, en su caso, y de opereta, en el nuestro.

En El Padrino I, Michael era un héroe de guerra que había luchado por Estados Unidos mientras sus hermanos no reconocían más patria que su familia, y que los cuatro barrios de Nueva York donde controlaban los negocios. Del mismo modo que Lisa Simpson nunca aceptó ser una Simpson de apellido, Michael Corleone nunca se sintió un Corleone de verdad: respetaba a su padre, y amaba a su madre, y quería mucho a sus hermanos, pero él hubiera preferido ser Tom Hagen, el hijo adoptado, el que no llevaba la sangre siciliana en las arterias. Michael iba a estudiar leyes, a casarse con una americana, a hacerse un hombre respetable... Tenía el firme propósito de ver a la famiglia sólo en Navidad, y en los funerales que fueran provocando los tiroteos.

Pero el destino, digan lo que digan, no lo elegimos nosotros, sino que somos arrastrados por él, y Michael, en aquel restaurante donde Clemenza le escondió la pistola, dio el primer paso por el camino de baldosas ensangrentadas: el del crimen inaplazable, el del guardaespaldas sempiterno, el del miedo aterrador a perder a los suyos. La vida siciliana de la que siempre renegó  en su juventud.

En eso, en el sueño de pertenecer a otra familia, Michael Corleone es como el niño de Léolo, Leo Lauzon, que soñaba con ser Léolo Lauzone porque el apellido Lauzon portaba la locura y el ingreso en el psiquiátrico. Michael Corleone, cuando era niño, soñaba en su habitación con apellidarse, no sé Smith, o Johnson, porque sabía que el apellido Corleone portaba el asesinato y la muerte en cualquier esquina.




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Léolo

🌟🌟🌟🌟🌟

A los dioses no debió de gustarles mucho Léolo, la obra maestra de Jean-Claude Lauzon, porque años después, cuando el director trabajaba en su siguiente película, un soplo divino estrelló la avioneta en la que volaba y el mundo cinéfilo se quedó huérfano de sus poesías. 

A los dioses, por lo general, no les gustan las películas que vienen a recordarles lo imperfecto de su creación. Las piedras y las ranas pasan por este mundo -su mundo- sin cuestionarse el dolor o el sufrimiento. Pero los seres humanos, que salimos del barro demasiado listos y respondones, a veces nos atrevemos a protestar al árbitro porque no ha sancionado la patada, o ha permitido demasiado el juego sucio. O porque el reglamento, directamente, es una mierda sin sentido. Y así, cuando un director de cine retrata la guerra o el hambre, la miseria o la locura, es como si metiera un dedo acusatorio en el Ojo que nos vigila, y se gana muchos números para que le caiga encima la lotería de una venganza. Pobre Jean-Claude...


    Y pobre Leo, también, Leo Lozeau, que nació en una familia de sangre tarada, en el barrio pobre de Montreal. Él no está loco -todavia- porque sueña que el gen de la locura no anida en sus cromosomas. Que él es hijo de un siciliano que se masturbó sobre un tomate, y que el tomate acabó por accidente en las intimidades de su madre, y que él, por tanto, no es el hijo del loco, ni el nieto del demente, ni el hermano de las lunáticas. Que no es Leo Lozeau, sino Léolo Lozone, el italiano secreto que vive enamorado de Bianca la italiana, la vecina que canta como los ángeles cuando tiende la ropa, y es más hermosa que todos ellos, y huele a campiña y a viñedos de la Umbría, o de la Toscana. 

    Pobre Léolo, Léolo Lozone, que imagina para no ceder a la realidad; que nada para no caer en las profundidades; que sueña para no ser arrastrado por la pesadilla. Y pobres de nosotros, también, los Léolos del mundo, que no renegamos de nuestra estirpe ni de nuestros cromosomas, pero que también apechugamos con lo nuestro, y que también desearíamos no ser de aquí, sino de otro lugar, en mi caso mucho más al norte de Sicilia: un país de mucho frío donde las vikingas paseen en bicicleta por las calles. Aquí cada uno sueña con lo quiere, para ir sobreviviendo y no caer en el pozo. 


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