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Lone Star

🌟🌟🌟

Llevamos tantos años viendo ficciones de americanos que se aman y se odian en los parajes de su patria inabarcable, que sus geografías se nos han vuelto familiares, casi como de casa, y vamos aterrizando en ellas como quien llevara viajando allí toda la vida, dos o tres veces por semana.

    Por Texas, en concreto, que es el estado de la estrella solitaria, uno hace memoria de sus visitas y se acuerda de Harry Dean Stanton vagando amnésico por el desierto en París, Texas; de Javier Bardem perpetrando el mal absoluto en No es país para viejos: de James Dean volviéndose loco tras extraer su primer petróleo en Gigante; de Montgomery Clift y John Wayne guiando ganados hacia Abilene en Río Rojo. De J.R., también, haciendo de las suyas en Dallas, en ese recuerdo borroso y culebrónico de mi infancia en blanco y negro. De John Wayne, otra vez, pereciendo junto a sus compañeros en la defensa heroica de El Álamo

    De la geografía de Texas, de su historia, de sus gentes, de sus recursos económicos incluso, sabe uno más que de La Rioja, o de Murcia, o del Bajo Aragón, que son regiones tan cercanas como ignotas que nunca salen en las películas, pero que también tienen su idiosincrasia, y su crisol de culturas, y sus mil batallas por el territorio, y uno siente vergüenza por tal desapego, y tal alienación por los motivos del Imperio.


    Lone Star es una película tejana al cien por cien. Salen sheriffs de sombrero tejano -valga la redundancia-, mexicanos que trabajan en el subempleo y espaldas mojadas que baten records de atletismo no homologados perseguidos por las patrullas fronterizas. En este paisaje, y en este paisanaje, tendrá que desenvolverse el sheriff Sam Deeds para resolver la desaparición de otro sheriff anterior, el violento Charlie Wade, al que nadie echa de menos, pero al que todo el mundo quiere olvidar, y dejar que su cadáver enterrado en el desierto se deshidrate tan ricamente. Pero Sam, aunque entiende las razones de la omertá, no puede esquivar el asunto porque el principal sospechoso del asesinato es su propio padre, el también ex-sheriff Buddy Deeds, que además es héroe local, y busto de piedra en la plaza principal. Lo que se dice un conflicto de intereses. 

    Y el amor, claro, que ronda por allí, en los recesos de la investigación...




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La puerta del cielo

🌟🌟🌟

Hace algún tiempo, en el buzón de sugerencias de este blog, apareció la inquietud de un lector que me recomendaba la versión de tres horas y media de La puerta del cielo que acababa de emerger en los mares del pirateo. Tantos adjetivos le colgó, y tan sinceros salían de su escritura, que apenas tardé unos minutos en fletar el barco y ponerme manos a la obra. La he tenido en las bodegas durante meses, La puerta del cielo, porque tres horas y media no se las salta ni un gitano cinéfilo, y había que buscar la tarde propicia, veraniega y lánguida, después de la siesta del Tour del Francia, con un paréntesis de avituallamiento a la hora de cenar. Un día entero, vamos, dedicado a la memoria de Michael Cimino, que por esas cosas del destino se nos ha muerto justo cuando yo barajaba fechas para la función.

    Hace años vi la versión comercial de La puerta del cielo, aquella que los productores dejaron en dos horas y media en lugar de las cinco horas largas que el bueno de Cimino -que a dónde iba con semejante extensometraje- había propuesto como corte original. La película cercenada era muy bonita, de cielos espléndidos, montañas colosales, pastos inmensos acunados por el viento. Pero a la trama, como no podía ser de otro modo, le faltaban motivos, ilaciones, y los personajes iban y venían por Wyoming como pecadores de la pradera, y siete caballos venían de Bonanza. Había un tipo bueno que era Kris Kristofferson, uno malo con gorro que dirigía a los matones y un tipo de moral ambigua que era Christopher Walken caracterizado muy raro, como maquillado, o resucitado. Y John Hurt, que siempre salía borracho en medio de las discusiones, lanzando gracietas sin mojarse en los asuntos, como un político paniaguado del Congreso. La chica a la que todos querían calzarse sin descalzarse las botas era una pelirroja preciosa de acento europeo que sólo hoy, en esta desmemoria mía tan vergonzosa, he recobrado como Isabelle Huppert, la mujer que yo ya conocí como gran dama del cine francés, siempre con la mirada torva, y los labios fruncidos. Y la mirada indescifrable.

    Qué quieren que les diga: la versión de tres horas y pico añade muy poco a este esquema tan esquemático. Las conversaciones se estiran, los romanticismos se alargan, los jinetes tardan más minutos en llegar a los puntos de conflicto. Y poco más. Hay algo errático, indefinido, a veces contradictorio, que no termina de solucionarse por más minutos que Cimino eche por encima. El continente, ya sin remedio, se comió al contenido. De La puerta del cielo van a quedarnos los fotogramas, pero no la película.



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