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Yellowstone. Temporada 1

🌟🌟🌟

El único Yellowstone ficticio que yo conocía era el parque donde el oso Yogui y su amigo Bubu robaban los bocadillos de las familias. Pero hace un mes, en la tertulia de la radio, los culturetas hablaron  de otra serie también ambientada en aquellos parajes y consiguieron picarme la curiosidad. La pusieron por las nubes de Montana, que es donde tiene su rancho el patriarca de los Dutton. 

Mientras ellos y ellas destilaban sus entusiasmos, yo me decía por los adentros: “¿Adentrarme en una serie de vaqueros que dura cinco temporadas, más una precuela y una secuela que también acaban de estrenar?” Ni de coña, vamos. Entre que estoy revisitando “Los Soprano”, regresaron los de “Succession”, ya asoma sus encantos la Sra. Maisel y dentro de nada comienzan los partidos decisivos de la NBA, no me queda tiempo para ver la enésima ficción que me atornilla en el sofá.

Pero eran muchas, ay, las tentaciones que los culturetas desgranaban: el patriarca de los Dutton era Kevin Costner; su hija, esa pelirrojaza llamada Kelly Reilly; el hijo, aquel chaval perturbador que filmaba la bolsa de basura en “American Beauty”. Y lo más importante de todo: el responsable era Taylor Sheridan, el guionista de alguna obra maestra que me observa desde la estantería. Así que en cuestión de un kilómetro y medio -pues yo iba caminando por el monte- estos culturetas me convencieron de darle a "Yellowstone" una oportunidad. 

Descargué la serie del primer barco pirata y me puse a verla con mis botas de vaquero reposando sobre el puf. A lo Aznar, de visita por Texas... Al principio "Yellowstone" molaba: Costner luce bien con el sombrero vaquero, Kelly Reilly luce bien con cualquier vestido o desvestido que le pongan, y los paisajes de Montana la verdad es que son para quedarse uno turulato. Pero jolín, qué decepción tras ver el primer episodio, que además no es tal, sino una verdadera película que dura hora y media. Me da que el Far West ya está más que visto y resobado. Disparan por cualquier cosa y el sheriff nunca aparece. Y los muertos por ahí tirados... ¿De verdad que siguen así después de 200 años robándoles tierras a los indios? 




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Silverado

🌟🌟🌟


Cuando se estrenó Silverado, allá por 1985 -que como estará de lejos Japón que ni siquiera conocíamos a Kevin Costner- los expertos decían que el western era un género muerto, y que la película de Kasdan, lejos de resucitarlo, sólo venía a profanar su tumba.

Ahora que tras varias décadas de remoloneo por fin he visto la película, tengo que decir que hombre, que se pasaron tres huevos con el pobre Lawrence Kasdan. Que Silverado no es desde luego ninguna maravilla, más bien lo contrario, todo tan trillado y tan tontorrón en su planteamiento, y en sus tiroteos, pero que tampoco es el peor western de la historia. Ni de coña, vamos. Está a la altura de decenas de clásicos viejunos que esos mismos puretas calificaban con cinco estrellas en las revistas, o con cinco orgasmos en la radio, acompañando la galaxia o la lefa con su prosa florida y su adjetivismo literario.

El otro día, sin ir más lejos, yo bostezaba lo mismito que hoy con Johnny Guitar, que también empieza con unos mentecatos acodados en la barra del salón, que ni se conocen ni tienen oficio definido, sólo estar allí, mamándose, y diciéndose tonterías de este lado del río Pecos, o de aquel lado del Mississippi, forastero y tal, que yo te conozco, eres hermano de Bill Donovan, y vienes a cobrarte una deuda de sangre, pecador de la pradera, desenfunda si tienes valor y bla, bla, bla..., mientras uno se rasca la cabeza en el sofá y se pregunta quiénes son estos tipos, y de dónde vienen, o a qué se dedican, que ni vacas se ven por los alrededores. Yo creo que el problema es que estos pueblos de las películas siempre los construyen donde no hay agua -al contrario que cualquier civilización heredera de los sumerios- y que por eso van todos como van, lunáticos y deshidratados, o bebiendo whisky a todas horas.

Silverado es aburrida, previsible, como hecha para niños sin bagaje, o cortitos de entendederas. Pero entretiene, como la mano en pene que cantaba don Javier. En realidad es una mierda, pero no sé, había que verla, porque me faltaba, y porque es de Lawrence Kasdan, que una vez dirigió películas maravillosas, y escribió los guiones de las películas de Luke, y las de Indy. Por eso mismo le odiaban tanto, y le siguen odiando, los puretas.





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Uno de nosotros

🌟🌟🌟

A mitad de película, aprovechando que existían unos paralelismos evidentes, de quedarse uno mosca y pensativo en el sofá, había decidido escribir un memorándum sobre mi exfamilia política, que es (bueno, era, en lo que a mí concierne) algo así como los Weboy de la montaña oriental: un paisaje que también tiene algo de Dakota del Norte, con sus montañas, sus planicies, sus territorios a medio colonizar.

Mi exfamilia, como los Weboy de Uno de nosotros, o como los sicilianos de El Padrino (¿alguien vio alguna vez a la familia de Diane Keaton en el bautizo o en la comunión de Anthony Corleone?), también decidió, llegado el momento, que el nieto -que era mi hijo- era suyo y de nadie más. ¿Fifty/fifty?  No sabían ni qué era eso. Para ellos, el nieto sólo llevaba un apellido, que era el suyo, y el otro era como una molestia en los documentos, como un recordatorio de que para engendrar a un hijo, de momento, para permanecer dentro de la ley, y hasta que la ciencia no lo remedie, hace falta un gameto procedente de otra familia.

Pero ya digo que este plan de escritura sólo era el original. Porque luego, a mitad de película, los Weboy se separan de la línea evolutiva de los neandertales para convertirse en una pandilla de psicópatas que, la verdad sea dicha, queda forzadísima y caricaturesca. Nada que ver con mi exfamilia política, que sólo era gente decimonónica, varada en ritos ancestrales y en costumbrismos de la sangre. Sicilianos de León, o leoneses de Sicilia, a saber.  Ellos no eran, por supuesto, como estos salvajes de Dakota, que son como los hermanos Dalton traspapelados en un western del siglo XXI. Lo que pasa, supongo, es que Kevin Costner necesita una panda de malotes a la que apuntar con el rifle, o con el revólver, para quedar como el jicho de la función. Y no sé para qué, la verdad, porque Costner ya está en ese punto de madurez que sólo con mover una ceja ya llena la pantalla. Podría dedicarse a películas de otro calado, como ya hizo, ay, hace demasiado tiempo.





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Waterworld

🌟🌟

Hay que reconocer que en 1995 aún estábamos un poco pez, con esto del cambio climático, y quizá por eso, en el arranque de Waterworld, nos impresionó mucho la infografía del planeta anegado por el agua líquida que antes era hielo. No exactamente como si los océanos se levantaran, sino como si los continentes se hundieran, mansamente, como esponjas en una bañera.

    Supongo que Al Gore, en su calidad de vicepresidente, ya trabajaba duramente en el asunto, y alzaba la voz en los foros donde los texanos con sombrero y los neoyorquinos con Armani negaban la catástrofe. Y donde la siguen negando más o menos igual, gracias a que ahora el presidente es de los suyos, y a que todos se dan la razón como tontos en internet. Pero el gran público, el que se levanta a currar, ve la tele, aguanta a los hijos y espera el sábado-sabadete como una fiesta, en 1995 aún no pensaba en la posibilidad de que las olas llegaran algún día hasta su pueblo, y sólo los que habían padecido el exilio de los pueblos sumergidos por el plan Badajoz, y por los otros planes del regadío, imaginaban como sería el mundo con las casas y las iglesias hundidas bajo el agua, abandonadas a las truchas, y a los lucios.



    El problema es que luego empezaba la película, veías a Kevin Costner con su catamarán surcando la mar océana -y supuestamente infinita- y en ningún momento olvidabas que eso lo habían rodado en las costas de Malibú, frente a la casa de Charlie Harper, o en un tanque de agua de la hostia, en los estudios de la Universal. Waterworld costó unas millonadas incalculables y en algunas escenas lucía un presupuesto como de película de Mariano Ozores, con Pajares y Esteso persiguiendo sirenas a lomos de una moto de agua en Benidorm.

    Aquí lo único interesante es la fabulación del ictiosapiens, una especie humana adaptada a la vida acuática con branquias tras las orejas, membranas en los pies y un pendiente de concha que nunca se cae a pesar de los hostiazos. Waterworld interesa más como mockumentary del National Geographic que como película para tomarse en serio. Porque quizá ahora mismo, en algún rincón de Wuhan, para adaptarse al nuevo entorno coronavírico, hay un chino que está desarrollando una membrana facial a modo de mascarilla, un algo cartilaginoso o mucoso que le sale del labio superior cuando enfila una calle concurrida, entra en la panadería del pueblo o va haciendo el tonto por ahí y aparece una patrulla de la Benemérita en lontananza. El mascarosapiens, a falta de un latinajo más acertado, o de que los anglosajones, como siempre, se apropien finalmente del término.



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Un mundo perfecto

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace dos meses, cuando todavía estábamos encerrados en casa y sólo podíamos salir a comprar el pan, y a ordeñar las vacas del señor, Clint Eastwood cumplía 90 años al otro lado del océano, y en las emisoras de radio se abrieron los micrófonos para que la gente votara por sus mejores películas.

    La cosa iba de opinar sobre Clint Eastwood como director, no como pistolero en Almería, o como poli fascista en San Francisco, pero todavía hay gañanes de palillo y copazo que llaman para decir que las mejores películas de Isvuz son “las de tiros”, con el poncho mexicano, o las de Harry, con el magnum de la hostia, y todavía no se han enterado de que Clint se puso tras las cámaras para regalarnos un puñado de clásicos en los que a veces -es increíble- ni siquiera hay armas de fuego, y sí saxofones, o guantes de boxeo, o cámaras de fotos del National Geographic.



    Luego, entre la gente más o menos informada, hubo gustos para todos los colores, y estuvo bien, fue un homenaje bonito y tal, pero yo eché de menos que nadie mencionara Un mundo perfecto entre sus películas favoritas. Todo el mundo se decantaba por Sin perdón, o por Mystic River, o, por supuesto -sobre todo las oyentes- por Los puentes de Madison, que tiene un polvo a la luz de las velas, y que siendo una película cojonuda, y de mucho llorar en la escena bajo la lluvia, nunca puedo evocarla sin acordarme de aquel monólogo de Agustín Jiménez comiéndose los cojines en el sofá: “¡Vamos, Clint, haz algo, dispara, o rompe un puente…!”

    Yo nunca llamo a la radio, por timidez, y por pereza, y porque creo que siempre dan paso a los mismos enchufados, pero si hubiera expuesto mi opinión a los cuatro puntos cardinales, habría dicho que Sin perdón es su obra maestra  y Un mundo perfecto su profeta, aunque la rodara un año después. En un mundo perfecto de verdad, Un mundo perfecto habría sido una película redonda, pero en este mundo falible en el que hasta Clint Eastwood mide mal algunos efectos, la película sólo llega al rango de emotiva y maravillosa.

    No sé… Será que la relación entre Kevin Costner y el chaval de Estocolmo funciona a la perfección, o será que siempre he sentido debilidad por los títulos irónicos, que contradicen lo que luego se cuenta en la película, como Brazil, que era la fantasía geográfica de un hombre desgraciado, o 10, la mujer perfecta, que al final era una mema de mucho cuidado,  o Un mundo perfecto, que en verdad es un asco de país, violento y carcelario, de sonrisas falsas y tarados de la religión. De niños tristes y adultos incomprendidos, aunque eso, por desgracia, se dé en todos los lados.


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Open Range

🌟🌟🌟

De pequeños nunca tuvimos muy claro lo que era un vaquero. Pensábamos que se les llamaba vaqueros porque llevaban pantalones vaqueros, como nosotros, los tejanos, o los jeans, que en aquellos tiempos nunca se rompían ni se desgarraban, por mucho que los restregaras en el cemento del colegio o en los cardos del descampado.



    Los vaqueros, en las películas de nuestra infancia, eran unos pendencieros que se pasaban el día en el saloon, jodiendo, o jodiendo la marrana, más borrachos que sobrios, más desafeitados que aseados. Los vaqueros venían de la nada, y se dirigían a ningún lugar. Sólo pasaban por allí  a vengarse de alguien, o a cobrar una deuda, pero en nuestra estulticia nunca nos preguntábamos de qué vivían realmente, salvo que vinieran de asaltar un banco, o de encontrar oro en el Yukón, en un golpe de fortuna. Éramos tan cortos -o yo al menos era tan corto- que nunca se nos ocurrió pensar que la palabra vaquero venía de vaca. Pero aunque lo hubiéramos pensado, no nos hubiéramos creído que esos jichos de la pistola, esos prestidigitadores del tiroteo, se dedicaran verdaderamente, pasado el fin de semana, a cuidar vacas en el monte, ataviados con la boina y la cachava.

    Ni cuando aprendimos nuestras primeras faunas en inglés, y leímos aquello tan evidente y tan flagrante de cowboy, caímos en el quid de la cuestión, y yo creo que acabé por enterarme muchos años después gracias a Río Rojo, la película de Howard Hawks, que iba de unos vaqueros que, sorprendentemente, aunque apuestos y machotes, se ganaban la vida guiando ganado por las praderas del Medio Oeste. Quizá, si de aquella hubiéramos visto películas tan ilustrativas como Open Range -que al menos se molesta en explicar el conflicto socio-laboral que desemboca en los tiroteos-, hubiéramos aprendido mucho antes que los vaqueros, cuando llegaban al pueblo a medio hacer, y entraban en el saloon tras atar a sus caballos, venían deslomados de estar trabajando todo el día, oliendo a mierda de vaca y a sangre de las manos desolladas. Una comparecencia muy poco romántica, muy poco glamorosa, que en las películas de antes preferían disimular con el montaje, y con músicas de misterio.



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Trece días

🌟🌟🌟🌟

Desde que Jesús anunció que regresaría cuando llegara el Fin de los Tiempos, cada generación ha vivido con el miedo -o con el cachondeo- de ser la última sobre la faz de la Tierra. Los profetas locos del Jordán engendraron estirpes que no han parado de dar el coñazo en los monasterios medievales, en los páramos americanos y en las páginas idiotas que ahora abundan por internet.

    Mi generación acaba de vivir un simulacro del fin del mundo, pero el coronavirus, a fecha de hoy, no parece ser el motivo que provoque el temido Advenimiento de Jesucristo. Mientras tanto, en las páginas de la purria, alguien nos recordó hace un par de semanas que el calendario de la Mayas tenía correcciones, segundas interpretaciones, y que el mundo iba a pegar un gran petardazo en forma de misil perdido de Uzbekistán, o de asteroide no detectado por los radares. No sé: nos hemos reído mucho con la tontería, aunque menos que la otra vez, que hasta hicimos una película sobre el 2012 que era una mierda pinchada en un palo. A tal bulo, tal honor.




    De milenarismos estúpidos está la historia llena, pero sólo la generación de nuestros padres puede afirmar, a ciencia cierta, que estuvo a punto de ser la última que viera un amanecer. Y es curioso, porque los libros de Historia sobrevuelan ese episodio crucial de 1962 como una anécdota más de los tiempos modernos, a la altura de los devaneos sexuales de Kennedy, o del zapato de Jrushchov en la asamblea de la ONU. Es posible que Trece días, la película, se permita algunas licencias narrativas, pero no miente cuando afirma que los huevos de todos los implicados estuvieron dos semanas sin descender de la garganta, con serias repercusiones para su salud física y mental.

    Al final, los perros rabiosos no llegaron a morder, y las gentes sensatas firmaron tablas en la partida de ajedrez. Después de tanto agobio y tanto miedo, la película termina con una escena jolgoriosa -pero suprimida- del presidente Kennedy pegándose un buen revolcón con alguna de sus amantes, para desestresar. Es mejor no pensar qué hubiera sucedido con la Crisis de los Misiles si los halcones de la Casa Blanca hubieran encontrado a otro presidente más receptivo…



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Bailando con lobos

🌟🌟🌟🌟

Yo también fui un teniente Dunbar de la vida. Cansado de pelear en las trincheras, solicité un puesto en los Límites de la Pedagogía, donde casi nadie quería aventurarse. Sólo los locos, o los inadaptados, o los rarunos de cojones.

    Hace 21 años llegué a la Pedanía en un coche que ahora parecería un carromato de los colonos. La Pedanía, como el Fort Sedgewick de la película, era la última frontera educativa, con ese colegio que es como un OVNI aterrizado en mitad de un extrarradio. Pero luego descubrí que también era una frontera geográfica, sociológica incluso, el último bastión de las tierras civilizadas, más allá de las cuales sólo se extendían los viñedos y las montañas. Hasta llegar al mar… La última gran ciudad quedaba justo a mis espaldas, pero lo suficientemente lejos como para no oírla, y no sentirla, bulliciosa y fea, agresiva, llena de peligros para los incautos como yo. Descubrí, gozoso, que la Pedanía era el último claxon de los coches y el primer piar de los pájaros. La primera noche que dormí en ella también dancé alrededor de un fuego imaginario, y luego me tumbé a contemplar las estrellas, que hacía años que no contaba con los dedos de los pies, ayudando en la tarea.




    Yo, como el teniente Dunbar, también tuve que entenderme poco a poco con los indígenas, que hablaban mi idioma, sí, pero con un acento particular que siempre me obligaba a preguntarles las cosas dos veces. Los oriundos eran gentes sencillas, laboriosas,  que me miraban con gran curiosidad. Yo traía las bolsas llenas de libros y de películas, que eran artículos extraños y misteriosos, porque allí todo el mundo usaba las bolsas para traer lechugas de la huerta, y conejos de las cacerías. Cuando corrió la voz de que yo me pasaba el día tumbado en el sofá, a mi rollo, con una antena parabólica que me suministraba los regocijos, los lugareños me bautizaron como Disfrutando con Películas, y a mí, lejos de parecerme mal, casi me dio por ponerlo en una placa a la entrada de casa, como un título de abogado, o de dentista.

    No sé… Supongo que cuento todas estas chorradas, todos estos paralelismos idiotas, para no confesar -o confesar casi en la última línea- que ayer volví a llorar viendo Bailando con Lobos. “Esta vez no”, me dije. Pero no hay manera. Jodío Calcetines… Jodía banda sonora… Y jodío Cabello al Viento…

    "Soy Cabello al Viento ¿no ves que soy tu amigo, que siempre seré tu amigo?” Lagrimones, a las doce y media de la noche, como gotas de lluvia que tardarán mucho en volver a caer, porque justo a esa hora entraba el maldito verano en el calendario.



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Molly's Game

🌟🌟🌟

Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras. 

    Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.

    Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.

      Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio.  La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…





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JFK

🌟🌟🌟🌟🌟

Leo las primeras páginas del libro JFK, Caso Abierto y el recuerdo imborrable de JFK, la obra maestra de Oliver Stone, regresa una y otra vez. Necesito recobrar las imágenes para que la lectura se vuelva fluida y apasionante. Es la quinta o la sexta vez que veo la película y no me importan sus imperfecciones, ni sus visiones subjetivas. ¿Subjetivas, he dicho? Los cojones... En los ratos imperfectos me recreo en la belleza de Sissy Spacek, y en los ratos divagatorios le concedo a Oliver Stone mucho más que el beneficio de la duda. Y que se jodan, los creyentes en la comisión Warren. JFK es para mí una película fundacional, quizá el primer hito en mi formación como ciudadano interrogante y desconfiado. La descubrí con diecinueve años siendo un tontaina que aún creía en la honestidad de los gobiernos, y salí de ella convencido para siempre de la naturaleza diabólica de los gobernantes. Todo lo que he visto o leído desde entonces no ha sido más que el refrendo o el subrayado de aquellas revelaciones. Tengo cien libros y cien películas que vienen a contar más o menos lo mismo que expone JFK: que no mandan los que parecen; que la democracia es una fachada; que los mecanismos de poder son intocables; que nada ha cambiado desde la antigua Roma; que los Césares son contingentes y no necesarios. Que el poder del pueblo sólo es una bonita ilusión.


El libro que ahora me ocupa es demasiado condescendiente con la versión oficial. El autor siembra dudas en esto y en aquello, pero se nota que lo hace para cumplir el expediente, y para que los lectores avezados no lo tachen de simplón. Se nota que es un tipo políticamente correcto, centrado, centrista, que no se ha metido en este quilombo para destapar asuntos sucios del gobierno, sino para vender libros con el reclamo de una fotografía de Kennedy morituri en la portada. El tipo se nos pierde en los detalles, y se olvida de lo sustancial. Como decía X, el personaje de Donald Sutherland, lo que menos importa es si fueron los cubanos o la mafia, los anticastristas exiliados o los camioneros de Jimmy Hoffa. La identidad de la mano ejecutora sólo es un juego de adivinación. Una distracción para el público. Lo importante es saber quién se benefició con la muerte de Kennedy. Quién pudo perpetrar algo así y luego mantener el secreto. Quiénes se forraron, quiénes medraron, quiénes consiguieron lo que con su presencia viva no podían obtener. No es difícil de averiguar. Basta con ver la película atentamente y leer un par de libros sobre el tema. No éste que ahora leo, precisamente, pero sí otros, que algún día recomendaré en un blog paralelo que verse sobre libros conspiranoicos. Cuando recobre aquellos ojos, y regresen aquellas noches.




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