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Oppenheimer

🌟🌟🌟🌟

Una novia que tuve le llamaba “Openauer”; un amigo de por aquí “Openjamer”. Escuchándoles me acordaba de Chiquito de la Calzada cuando decía aquello de “gromenauer” en lugar del número tres. Gromenauer, peich, guan... y la bomba del proyecto Trinity explotó en Nuevo México después de los dolores. 

Y no fue un fistro, la verdad, porque no incendió la atmósfera como pronosticaban algunos cálculos, pero sí que incendió el mundo guerrero hasta entonces conocido. Las armas termonucleares dieron paso, curiosamente, a la Guerra Fría, que subcontrató la guerra convencional entre los pobres del Tercer Mundo. 

Yo, por supuesto, aunque voy de listo, tampoco pronuncio bien el apellido de Mr. Robert, porque digo “OpenJaimeR”, como un garrulo, con jota de jamón en lugar de hache aspirada y con erre de roedor en vez de dejarla casi sin pronunciar, como si se la llevara el viento del desierto. Los ignorantes podríamos llamarle “Oppie”, u “Oppy”, como hacen en la película, y así no hacer el ridículo con nuestro inglés del parvulario. Pero el diminutivo de Oppenheimer quedaba solo para los amigos y para los seres queridos, y nosotros no somos ni lo uno ni lo otro: solo espectadores de la película que le aborda. También le llamaban “Oppie” los belicistas que durante algún tiempo le confundieron con un héroe de guerra: Robert Matajapos, le decían, como aquí tuvimos a Santiago Matamoros y dentro de nada a Santiago Matarrojos.

Curiosamente, la película de Nolan -grandiosa, sí, pero siempre con ese “toque Nolan” de “podría hacerla más sencilla pero os jodéis”- se centra más en el Oppenheimer rojo que en el Oppenheimer científico. Digamos que O(N)= 2a+R2+Fc, donde O(N) es Oppy según Nolan, 2a sus dos amores oficiales, R su rojerío problemático y Fc la física cuántica de la que fue evangelista en Estados Unidos. Ese es más o menos el peso atómico de cada elemento en la película. La ecuación que trata de resolver el misterio insondable escondido bajo un sombrero.




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La solución final

🌟🌟🌟🌟


Los nazis eran unos sociópatas siniestros. Pero eran eficaces de cojones. Eso no se puede discutir. Tampoco que vestían unos abrigos de invierno estilosos y molones. Ahí marcaron tendencia. Puede que la eterna fascinación del cine por los nazis tenga mucho que ver con su estética negra, de cuero reluciente, que hacía el contraste perfecto con la nieve de los campos.

Alguno dirá: pues al final perdieron la guerra, tan eficaces como dices.  Pero la perdieron no por torpes, sino por iluminados. Con el rollo de la supremacía aria pensaron que jamás iban a perder una batalla y abrieron demasiados frentes de combate. Eran ellos contra el mundo, y al final el mundo les aplastó. Mientras sus jerarcas vivían alejados de la realidad, aferrados a la ideología y a los prejuicios, los funcionarios del Estado, los Eichmann y compañía, engrasaban la maquinaria y mantenían el día al día de la guerra sin cuartel. Eran ellos los que tenían los pies en el suelo y tomaban decisiones prácticas, ahogados por la economía propia y por los bombardeos de los aliados, muy lejos de cualquier delirio megalómano.

En la conferencia de Wansee, estos funcionarios cuadriculados condenaron a muerte a millones de personas. En apenas dos horas, bajo la mirada gélida de Heydrich, que zanjaba cualquier conato de discusión improductiva, se coordinaron varias estructuras del Reich para proceder a la matanza sistemática de judíos: la Cancillería, los ministerios, los protectorados, las SS, el ejército... Al asco infinito que producen estos hijos de puta se superpone la admiración por su método de trabajo: no pierden ni un minuto, ofrecen números claros, aportan soluciones viables, no dejan que nadie desbarre, elevan protestas razonables... Son unos asesinos implacables. 

Y yo, que estoy acostumbrado a las reuniones de mi colegio, donde todo es pérdida de tiempo y verborrea de verdulería, y lo que podría durar quince minutos se alarga una hora y pico sin llegar muchas veces a la solución, pienso que sería recomendable proyectar en la sala de audiovisuales “La solución final” no como “Jornadas de cine histórico”, sino como “Curso de gestión eficaz para la coordinación docente”.




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Belfast

🌟🌟🌟


Diez diferencias entre la infancia de Kenneth Branagh y la infancia de Álvaro Rodríguez:

1 En León no convivíamos católicos y protestantes, sino católicos y gente que protestaba contra el catolicismo. Parece lo mismo, pero no es igual. Para empezar, los que protestábamos lo hacíamos en voz baja. Corrían los años 80 y no estaba el horno para bollos. Yo estaba en la EGB y el hijo de Dios nos vigilaba desde el crucifijo.

2 Mi abuelo nunca me explicó los secretos básicos de la vida: el escaqueo laboral, y la seducción de las mujeres. Mi abuelo, cuando íbamos a visitarle, hacía un saludo raro con el mentón y se enfrascaba de nuevo en su solitario de la baraja. Eran solitarios, claro.

3 Mi abuela tampoco era como el personaje de Judi Dench en la película. Mi abuela decía que ella ya había criado a sus hijas, y que los nietos no éramos más que una molestia de la biología.

4 Nunca me enamoré de una niña del colegio porque, entre otras cosas, no había niñas en mi colegio. Éramos discípulos del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros. Él nos quería así: atentos a la lección, sin distracciones femeninas. Él nos convirtió en unos monstruos de timidez y desvarío.

5 León no será como Belfast, pero al menos teníamos parques de hierba para jugar a la pelota.

6 Mi madre no era una exmodelo de Victoria’s Secret. Mi padre tampoco era el tío guaperas al que todas la mujeres sonreían.

7 Yo tampoco era un rubiajo encantador como el pequeño Kenny. Yo era más bien remoreno, de pelo castaño y mirada tristona. Así me quedé.

8 Mi hermana tampoco era como este hermano de Kenny en la película..

9 En mi barrio no había Unionistas del Ulster apatrullando la ciudad, pero sí un loco llamado Ramón que a veces te perseguía sin motivo para darte un par de hostias. Era un esquizofrénico perdido, no un luchador de la patria. Ramón era un macarra sin nada de glamour.

10 A mi padre también le ofrecieron un trabajo mejor en otra ciudad. Más dinero, y mejores perspectivas. Pero mi padre no quiso mudarse. Él, como la madre de Kenneth Branagh, vivía aferrado a su barrio y a su gente. Así que nunca salimos de Belfast.



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Tenet

🌟🌟🌟


Christopher Nolan se ha tomado al pie de la letra aquello que dijo una vez David Simon, el de la series de HBO: “¡Que se joda el espectador medio!” David Simon lo dijo porque una vez le acusaron de ser un poco premioso en el desarrollo de sus tramas. Sus series, ciertamente, tienen cien personajes inquietos y eléctricos, y hace falta armarse de paciencia para llegar a los episodios finales, donde al final todos encajan maravillosamente. Pero Christopher Nolan va por otro lado con eso del “espectador medio”. Él ha decidido prescindir del tipo sin estudios superiores, sin inteligencia de MENSA, sin paciencia  de santo Job. Me recuerda mucho a Miguel Induráin cuando subía los puertos. Nolan de Villava ya llevaba varias películas subiendo a ritmo, dejando rezagados a los sprinters y a los fondones. En “Origen” y en “Interstellar” ya hubo muchos que dimitieron en las primeras rampas de la física, y se dedicaron a contemplar el paisaje de los valles. Ahora, en “Tenet”, Miguel Nolan ha decidido que ha llegado la hora de acelerar la marcheta, y en un repecho al 20% de paradoja temporal ha decidido que ya no le siga nadie: sólo los que van dopados hasta las cejas, en la serpiente multicolor.

    Quiero decir que “Tenet” no se entiende, y que cuando la explican, se entiende menos todavía. Qué bien habría quedado Antonio Ozores en un papel secundario, de agente encubierto de la CIA por ejemplo, explicando lo de las flechas del tiempo con su farfulla del “Un, dos, tres”: “.... ¡no hija no!”. Yo he resistido el primer acelerón -creo-, pero en el segundo he soltado un juramento en voz alta y me he dedicado a contemplar el fondo moral de los personajes. Uno está, de alguna manera inconfesable, con el malo de la película: lo malo no es morirse, sino que todo el mundo se quede aquí, viendo lo que tú ya no verás. Si nos fuéramos todos al mismo tiempo, pues bueno... De todos modos, este pensamiento misántropo, que se pude albergar dos o tres veces en la vida, sólo puede pensarse seriamente si uno no tiene hijos, y él, Kenneth Branaghosky, tiene uno, el muy cabronazo y muy maléfico...

    Lo otro, lo de que las generaciones del futuro tengan la posibilidad de mandarnos a tomar por el culo retrospectivamente, con ingeniería positrónica y retrocronológica, a modo de venganza por nuestro comportamiento medioambiental, también lo entiendo perfectamente. Faltaría más. Y estos plastas de la CIA queriendo salvarnos a toda costa... Si no fuera por mi hijo, ya te digo.



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Celebrity

🌟🌟🌟🌟

Cuenta la leyenda urbana que Charlize Theron apareció en nuestras cinefilias -porque antes ya había salido en un anuncio de Martini, mojándose los labios – interpretando a una modelo de pasarela en Celebrity, la película de Woody Allen. Pero no es cierto: hoy he comprobado -qué vida más triste, la mía- que su papel en Pactar con el diablo es anterior, haciendo de mujer ninguneada por el imbécil de su marido, el abogado que prefería la otra erótica del prestigio profesional. Pero claro: en la película del diablo, Charlize, aunque era una mujer bellísima, no era polimórficamente perversa, como en Celebrity, que le rozas un codo o un dedo del pie y ya tiene un principio de orgasmo, ni iba por ahí lamiendo las orejas de sus parejas mientras les advierte que va un poco resfriada, y que si no tienen miedo de proseguir con el escarceo… “De ti me contagiaría hasta de cáncer terminal”, le responde el personaje de Kenneth Branagh al borde del desfallecimiento presexual, justo un segundo antes de estrellar su Aston Martin contra el escaparate.



    La presencia de Charlize Theron en Celebrity apenas abarca diez minutos de metraje, pero es como la supernova cuyo brillo anula todo lo demás. Más que bellísima, es pluscuamperfecta, y además clava su papel de mujer nacida para desear y ser deseada. E incluso yo, que no soy muy dado a erecciones cuando hay ropa de por medio, me veo sorprendido por la agitación de mi alter ego, que desafiando el marasmo de la siesta se alza para curiosear cuando Charlize le cuenta a Kenneth Branagh su extraña sexualidad, o cuando baila pegado a él en la discoteca de moda.

    Y es injusto, que Charlize protagonice el recuerdo, y monopolice los escritos, porque luego te pones a ver el resto de Celebrity,  ya recompuesto y más digno, y resulta que es una película que no ha perdido nada con el tiempo, ocurrente y ácida. Inmisericorde con la tontería de las celebridades ,pero también con la tontería de los que no somos famosos, por creer que manejamos el rumbo de nuestras propias vidas.

Branagh: No sé por qué, pero estás tan radiante...
Judy: Gracias. Es la suerte...
Branagh: En serio
Judy: Da igual todo lo que digan los psiquiatras, o los expertos, o los manuales... En el amor lo que cuenta es la suerte.



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Dunkerque

🌟🌟🌟🌟🌟

La casa de Philippe Rickwaert, en la serie Baron Noir, está situada frente a la playa de Dunkerque. Allí, con el café entre las manos, plantado ante el ventanal con vistas al mar, Rickwaert urde los pactos, los chanchullos, los golpes de efecto que luego dará en París por el bien del socialismo francés. Dunkerque es una ciudad portuaria e industrial, de las que ya casi no quedan en Occidente, y quizá los guionistas han pensado que sería un buen lugar para explicar los orígenes de Rickwaert, socialista de gesto temible, forjado en las fábricas, bragado en los sindicatos, muy alejado de los neopijos que defienden el socialismo esgrimiendo una rosa y no un kalashnikov que dispare marrullerías para asaltar de nuevo la Bastilla.




    Pero ahora, después de ver Dunkerque, la película de Christopher Nolan, he comprendido que quizá los guionistas de Baron Noir disparan más alto, con más simbolismo, y que del mismo modo que Dunkerque no fue una batalla verdadera, sino la huida por mar de una ratonera, Rickwaert tampoco está librando una guerra , sino que, simplemente, se limita a sobrevivir en las playas, con lo que queda de los votantes socialistas, unos cuantos miles de fieles como soldados franceses y británicos en 1940. Un ejército de románticos que todavía sostienen el sueño de una sociedad más justa, y más libre, pero que están siendo diezmados por el Frente Nacional, que estrecha el cerco, bombardea sin piedad, y amenaza con asestar un golpe definitivo para que termine la guerra democrática y se instaure un Reich a la francesa que dure mil años por lo menos.

   Es muy seductora, esta metáfora de Dunkerque como playa donde resistir los embates del enemigo, o de la vida, antes de que vengan los barcos a rescatarte. Supongo que en estos  momentos de mi vida soy algo así, un soldado en Dunkerque, uno que ya no puede volver atrás porque por allí sólo queda furia y malentendido, y que enfrente, de momento, se topa con un mar de aguas revueltas que algún día tocará navegar, para escapar de la molicie.


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