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Frasier (2023)

🌟🌟🌟


Si en vez de ser “Frasier” hubiera sido “Froser”, o “Perico de los Palotes”, habría dejado de verla tras el primer episodio. Pero le he concedido hasta cinco por los viejos tiempos. Por los old times. La serie no tiene ninguna gracia; o puede que sí, pero existe una distancia kilométrica -millamétrica- entre lo esperado y lo ofrecido. Sea como sea, apenas he encontrado tres oasis chistosos en el desierto de mi nostalgia. 

Esto no tiene nada que ver con la serie de mis amores. Solo que sale Frasier Crane, tan anciano ya que al principio te da un susto morrocotudo. Él ahora vive en Boston para cerrar el círculo iniciado en “Cheers”, pero en el traslado se ha olvidado de su hermano Niles, y de su cuñada Daphne, y de Roz Doyle, aquella productora radiofónica que a mí tanto me excitaba.  A su padre -al de Frasier, digo- ya no le esperábamos porque el pobre John Mahoney se nos murió. Frasier era él y su circunstancia, y la circunstancia de ahora es anodina y previsible. Están todos muy cuerdos y ese no era el espíritu original.

Por no haber ya no hay ni perrete. A Eddie también se lo llevó el tiempo y eso lo comprendo. Pero hay muchos perretes  buscando una oportunidad en Hollywood. No costaba nada meter un chucho habitual en las tramas -uno del hijo de Frasier, por ejemplo, o de su vecina buenorra, o haciendo de mascota en la Universidad de Harvard. No sé, señores: un poquito de imaginación. Eddie era tan principal como cualquier miembro del reparto aunque tuviera cuatro patas y no probara los vinos de Burdeos.

Ya tuve que haber sospechado cuando descargué el primer episodio -¿también hay que abonarse SkyShowTime?- y vi que duraba 28 minutos y no los 21 clavados de la serie original. Aquello era la quintaesencia de la réplica rápida y del ritmo televisivo. Era un puto prodigio. Un minuto más y "Frasier" hubiera sido una serie del montón. Así que imagínate 28... Sobran siete minutos como botas de siete leguas, que nos alejan del ideal. También tuve que sospechar cuando en los anuncios no se decía que fuera la 12ª temporada, sino “Frasier” a secas, otra vez, como dando a entender que esto era un nuevo experimento. A new hope. Y en verdad solo era un retorno lucrativo.




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Frasier. Temporada 8

🌟🌟🌟🌟


En España solo se editaron en DVD las cuatro primeras temporadas de “Frasier”. Y a precios desorbitantes, además, como si los mercaderes nos creyeran precisamente psiquiatras estirados con terrazas en el skyline. Y no: “Frasier” también gustaba mucho a los bolcheviques que compraban las series cuando llegaban las ofertas en “El Corte Inglés”: el 3x2 que te ofrecían justo después de subir el precio de los productos... 

Pero en fin: así fui construyendo esta videoteca que algún día será legada al Centro Cívico de La Pedanía, ya que mis herederos no querrán esta morralla en sus apartamentos de 35 metros cuadrados. Y qué harán mis vecinos del pueblo, ay, con todo esto: ¿sembrar los DVDs en el campo a ver si salen lechugas plateadas?.¿Ensartar los Blu-ray en los postes de las tomateras para espantar a los pajaruelos? El camarada Lenin, cuando hablaba de culturizar al pueblo, creo que puso muy altas las expectativas.

A partir de la quinta temporada de “Frasier” tuve que recurrir al mercado internacional, allá en la primeriza tienda de Amazon, pero o los DVD pertenecían a otra región de los reproductores, o venían sin subtítulos en castellano para entender los chistes y las réplicas. “¿Qué hispanohablante puede interesarse por una serie como ésta?”, debían de pensar en los centros de distribución. Y no les faltaba razón: en treinta años de militancia nunca encontré a nadie con quien poder hablar de la arrogancia de Frasier, de la neurosis de Niles, de la belleza impechada de Daphne, la mujer del nombre de semidiosa... 

Solo una vez, a orillas del río Bernesga, en la zona acondicionada para perretes, un chico se acercó para acariciar a mi Eddie, y al preguntarme por su nombre y yo responderle exclamó:

- ¡Hostias!, como el perro de Frasier. Bueno, como el de su padre.

Casi me dieron ganas de abrazarle. Un Hermano, por fin, en esta vasta tierra de los infieles. El único que seguramente ya encontraré hasta el fin de mis días, en la abadía de los recuerdos. 




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Frasier. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟


Se nota, ay, para mi desconsuelo de feligrés, que las temporadas de “Frasier” van perdiendo fuelle según avanzan. Como todo en la vida, supongo. El mismo cuerpo que ahora se derrumba en el sofá ya no es el mismo que empezó este ejercicio de la nostalgia. Y solo han transcurrido unos meses, apenas dos inviernos que pasaron volando por mi salón como murciélagos que se colaron, pero que han dejado su legado habitual de estropicios: me han salido salpicaduras de viejo en los brazos, y más canas en los cojones resobados, y hasta las vértebras rechinan con un nuevo estertor al cambiarme de postura. Y las jodiendas del amor, claro, que no jodidas, ay, y que han dejado su herrumbre en -vamos a llamarlos así- los procesos atencionales. 

Los mismos creadores de la serie ya advertían en los extras de un DVD, allá por la segunda temporada: “Jamás alcanzamos un nivel parecido...”. Y es verdad, y se les agradece la nobleza. De hecho, uno de ellos, David Angell, murió poco después en el atentado contra las Torres Gemelas como castigo divino a su honradez. Las cosas de Yahvé.

El tiempo es la carcoma de la vida real y también de las vidas ficticias. Cuando Frasier Crane se alejó de los estudios de la KACL pasó a ser un personaje secundario dentro de su propia serie, y eso siempre es raro y altera los equilibrios. El capitán se fue a dormir y los marineros tomaron el barco... Menos mal que en esta 7ª temporada su hermano Niles y Daphne Moon -la mujer del cuerpo pluscuamperfecto- mantienen el interés con los equívocos sexuales y los amores contrariados. Incluso en su decadencia, “Frasier” sigue siendo una serie para gente que se considera inteligente. Pero eso, ay, también es como no decir nada: yo mismo conozco a cenutrios y cejijuntas que se parten la caja con “La que se avecina” y también se consideran más inteligentes que los demás. El que esté libre de soberbia que lance la primera piedra. Estamos todos locos.




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Frasier. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟


“Frasier” mantiene el ritmo tras seis temporadas de enredos y desenredos. No pasan los años por ella y sus seguidores seguimos encantados. Yo tenía miedo de que se me hubiera quedado vieja, colgada en el recuerdo, pero soy sincero cuando digo que aguanta el tipo como una campeona. Es verdad que los teléfonos móviles son mazacotes con antena desplegable, pero nada más chirría en nuestra atención de espectadores posmodernos. Quizá porque la gente es igual en todas partes y en todas las épocas, más allá de los ropajes y los accesorios.

Los guionistas de “Frasier” cambian continuamente en los títulos de crédito, pero los personajes se mantienen igual de brillantes en sus réplicas y agudezas. En realidad son todos unos puñeteros de cuidado, y tras seis años metiéndose unos con otros siguen en plena forma verbal. Pero solo esa, la verbal, porque los hermanos Crane son reacios a practicar cualquier tipo de deporte, y se nota que van perdiendo pelo en cada nueva temporada.  Papá Crane camina en andador y Roz engorda a pasos agigantados. Solo Daphne Moon bebe de la fuente de la edad para mantener su figura exacta de bailarina. Y Eddie, claro, que sigue igual de simpático y cabriolero, aunque le vayan restando protagonismo a mi pesar.

Es verdad que en “Frasier” hay episodios tontorrones, como de vodevil o de opereta, e incluso otros que no están bien rematados, como si en el último minuto hubieran cortado el grifo de las ideas. “Frasier” no es una comedia perfecta, pero es que ninguna lo es en realidad. “Seinfeld”, por ejemplo, que es la reina de nuestros corazones, a veces patinaba con episodios chorras y vocingleros, quizá demasiado neoyorquinos para un europeo del montón.

El secreto de “Frasier” es que sus personajes son como nosotros y nos vemos reconocidos. No hay héroes inimitables ni cabrones retorcidos. Aquí todo el mundo es infantil, neurótico, orgulloso, mentiroso en lo banal pero sincero en lo importante. Más o menos como usted y como yo.





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Frasier. Temporada 5

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Lo que se piensa, pero no se dice, se queda ahí, envenenando los pensamientos. La mierda acumulada tarde o temprano se vierte en el líquido cefalorraquídeo y produce una neurosis que puede volverte lelo o impotente. 

Sin embargo, nueve de cada diez psiquiatras consultados tampoco recomiendan decir la verdad completa: como dijo una vez Enric González, pruebe a ser completamente sincero y antes de que acabe el día se habrá quedado sin amigos, sin pareja y sin trabajo. 

El abuelo Sigmund explicaba que las verdades no pronunciadas jamás se evaporan. Que quedan reprimidas en capas del subconsciente como plantas en putrefacción atrapadas en sedimentos. Con el tiempo, el petróleo resultante aflora en sueños, en contradicciones, en comportamientos extraños... En la mala hostia que se nos pone a veces. La mente no utiliza aspiradores ni disolventes para limpiar la habitación: se limita a guardarlo todo bajo la alfombra como les enseñaba Shary Bobbins a Burt y Lisa Simpson. La neurosis es el peaje que nos cobraron por pasar de ser monos salvajes a humanos en Cortefiel. Ir de liana en liana salía gratis; caminar por la sabana, ya no.

Las tramas de Frasier suelen girar sobre este argumento fundacional de la psiquiatría. Gran parte de los chistes y de las situaciones cómicas surgen cuando un personaje es pillado in fraganti en una mentira o en una mentirijilla. Decir la verdad cuesta horrores. A veces es un lujo que no podemos permitirnos; otras veces hay que ser educado o delicado con los demás. Ser sincero es un superpoder que conlleva una gran responsabilidad, y no todo el mundo está preparado para ello. Por eso, cuando nos cazan en una contradicción, sentimos vergüenza y nos ponemos muy colorados. En cambio, cuando esto les pasa a los personajes de Frasier nos partimos de la risa como conejos diabólicos. 

Esto de que la risa es un mecanismo de sublimación también lo explicaba mi abuelo de Viena.







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Frasier. Temporada 4

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En la cuarta temporada de “Frasier” todos los personajes se lanzan a la búsqueda del amor. Y supongo que no es casualidad tratándose de una serie sobre psiquiatras, ya que el amor es el asunto que más pacientes lleva a sus consultas. Sus averías provocan todo tipo de neurosis y efectos psicosomáticos que sólo se curan pagando 100 pavos por hora de charleta. Y mucho más, me imagino, en los despachos de Seattle con vistas a la Aguja Espacial.

 Niles, por ejemplo, el hermano de Frasier, vive enamorado de Daphne. Pero Daphne, deslumbrada por los hombres con mucho músculo y poco cerebro, le mira como a un ser asexuado, un medio hombre o un medio elfo. Así que Niles, desconsolado, regresará con el rabo entre las piernas a su matrimonio tan rico en sábanas de seda como improductivo en secreciones para mancharlas. La suya sería una historia trágica si no fuera porque su hermano no le cobra ni un dólar cuando acude a su vera desconsolado.

Frasier, por su parte, a sus 43 años bien llevados, no termina de encontrar el amor que él tanto anhela. Ni siquiera encuentros esporádicos para ir acallando los instintos, que le pían en las tripas como polluelos abandonados. Es verdad que en algún episodio se le presentan oprtunidades muy prometedoras, pero por el bien de la comedia todas terminan en fiasco mayúsculo o en ridículo espantoso. Lo importante es que la trama avance, y que se sucedan las peripecias para que Frasier permanezca estancado en la hambruna sexual. Hay quien se ríe mucho con esto, pero yo no tanto. Porque no termino de creérmelo.

O sí... Porque a Frasier se le nota demasiado la urgencia de su corazón, mucho más candente que la de su pene. Y eso, en el Mercado de las Oportunidades, resta más que suma. El ejército de divorciados y de divorciadas ya solo busca pasárselo bien: echar un polvo cuando sube la presión y el resto del tiempo disfrutar de la vida como viene. Sin complicaciones de las que hurgan en la herida. Son malos tiempos para la lírica. Para el enamoramiento de las grandes palabras. Para los líricos como Frasier Crane.




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Frasier. Temporada 3

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Además de que te ríes mucho, ver una temporada de “Frasier” convalida una visita trimestral al psiquiatra. Te ahorras una pasta en tratamientos, y a estas alturas todos necesitamos un tratamiento más o menos ortodoxo, más o menos en profundidad. A según qué edades, el que esté libre de torceduras que lance la primera piedra. Yo, por ejemplo, en este brotar de las canas y de los pelos insospechados, todavía estoy ordenando mis prioridades y luchando contra los fantasmas de la noche. Todavía estoy buscándome a mí mismo y tratando de hacer comedia sobre mí mismo. Porque en la risa, queridos hermanos, está la salvación.

Yo, en tiempos, me dejé buenos dineros en la compra de los DVD de “Frasier”, que en España no pasaron de la cuarta temporada porque nadie los compraba. Ni siquiera en Las Rebajas de El Corte Inglés, donde valían lo mismo que en cualquier época del año porque justo el día antes de los descuentos esos mamones inflaban el precio hasta el absurdo. Daba igual: todo el mundo alababa la serie pero nadie la veía. Aun así, he salido ganando con el negocio. Lo que disfruto en el sofá de mi casa me lo ahorro en divanes alquilados a 120 euros la hora, para contar unas penas que además tienen muy poco remedio. Cualquier psiquiatría exitosa pasa por un esfuerzo personal. Por una travesía del desierto sin más brújula que el sol.

Y no es que “Frasier” vaya del rollo “tú me cuentas tus penas y yo te aconsejo como terapeuta”. No es, para nada, un psicoanálisis virtual protagonizado por los hermanos Crane. La terapia de la serie va implícita en la trama. Consiste en comprobar que nadie, ni siquiera el terapeuta de los locos, está libre de la neurosis o de la manía pasajera. De la soberbia puntual o de la depresión traicionera. De la lujuria que te vuelve ciego o de la envidia que te vuelve malvado. “Frasier” te enseña que la salud mental nunca es completa, como no lo es tampoco la salud del cuerpo. Y esa sabiduría, qué quieren que les diga, reconforta. El mal de muchos es el consuelo de los tontos. Pero es que en este caso el mal es universal, y no sirve de nada disimular. 





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Frasier. Temporada 2.

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El chiste infinito que sostiene la trama de “Frasier” es que ser psiquiatra no te salva de la necesidad de acudir a un psiquiatra. Como le pasaba a la doctora Melfi en “Los Soprano”, que buscaba la ayuda de un colega para recomponer su estructura emocional. La diferencia es que ella se volvía loca por culpa de Tony Soprano, mientras que Frasier y su hermano Niles ya vienen neuróticos de serie, tan inteligentes como inadaptados. Incapaces, además, de someterse al escrutinio de otro colega porque ellos son los más listos y los más guapos en el cotarro.

Decir que uno se parece a Frasier Crane es como decir que uno se parece a ese hombre que pasa con el tractor, camino de la huerta. Todos somos básicamente iguales cuando nos quitamos el traje de faena. Leer libros o escardar cebollinos no supone una diferencia fundamental. Y por supuesto: los títulos universitarios -aunque sean de la Ivy League y los pongas en un marco de caoba- no te salvan de padecer los mismos males del iletrado. O del maestro de la escuela. La cultura no tiene nada que ver con la inteligencia. Y mucho menos con la inteligencia emocional. Un título de psiquiatra no te libra de la tiranía del instinto, ni de su conflicto con la cultura. Lo dijo hace más de un siglo el abuelo Sigmund de Viena, que fue otro eminente psiquiatra atrapado en la contradicción: al final no somos más que un ramillete de pulsiones, y un Yo desbordado que trata de poner orden en el caos.

Aclarado esto -la semejanza universal- tengo que confesar que a veces me parezco a Frasier Crane y me preocupo. Pero también es verdad que a veces no me parezco y siento el alivio de ser como soy. Su petulancia me indigna, pero su infantilismo me hermana. No necesito sus trajes de Armani, pero sí la facilidad con la que asume sus errores. Me repele su egolatría, pero me vence su rectitud. Su pedantería también es un poco la mía, aunque yo estoy en vías de reformarme. Creo.








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Frasier. Temporada 1

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Las mejores comedias de nuestra vida esconden una visión muy turbia de los seres humanos. “Seinfeld”, por ejemplo, delataba lo inmaduros que somos a pesar de los años en el carnet, y de las canas en el body. Bien pensado era una comedia terrible, y por eso nos reíamos tanto con un temblor de culpabilidad. “Cheers” enmascaraba con sonrisas que allí todo el mundo era alcohólico o estaba en vías de serlo. “Veep” y “Vota Juan” nos recordaron que los políticos no pintan nada y que además suelen ser unos imbéciles de tomo y lomo. “The Office” era la crónica de unos imbéciles atrapados en la oficina y de un listo que los observaba: un decorado universal. “Matrimonio con hijos” sacaba sonrisas brillantes de un estercolero donde se pudría la sagrada institución... Que cada uno vaya añadiendo sus series favoritas.

“Frasier” es el recordatorio descojonante de que estamos todos locos. Y por locos quiero decir neuróticos, maniáticos, desnortados... Y también locos de verdad, claro, de manicomio, o diagnosticados sin internar, o que viven entre nosotros silbando con disimulo aunque lleven un embudo sobre la cabeza. El mensaje sustancial de “Frasier” es que para curarte no puedes ni confiar en los loqueros, porque puede que estén mucho peor que tú. Aquí nadie se salva. Psiquiatra el último... Tú llamas a la consulta radiofónica del doctor Frasier, o acudes a la consulta presencial del doctor Niles, y puede que sean ellos los que demanden de ti un consejo y una terapia, aunque luego te cobren un pastizal por la sesión. Ellos visten trajes muy caros, y beben vinos muy exclusivos, y no pueden ser demasiado generosos con la clientela.

¿El padre? Un bonachón que bebe demasiada cerveza delante de la tele ¿Dafne? Una mujer bellísima que se derrite con un simple beso entre los omoplatos. pero que tiene, ay, una pedrada muy poco recomendable ¿Roz? Una mujer encantadora que pierde el oremus persiguiendo los pantalones menos recomendables de la ciudad. Y así todo...

Solo nos queda Eddie, el perrete, como único garante de la estabilidad emocional.





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Boss. Temporada 1

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Termino de ver la primera temporada de Boss y la serie no termina de convencerme. Ni la belleza de Hannah Ware, tan deslumbrante, ni la turbiedad de los trapicheos municipales, tan apropiada en estos tiempos, son argumentos que me ayuden a mantener la atención sostenida. En Boss hay malos de relumbrón, arpías de campeonato, cabronazos trajeados que jamás elevan el tono de voz. Hay mangoneos electorales, latrocinios sibilinos, manipulaciones exquisitas de la democracia. Salen mujeres preciosas y actores carismáticos. Los niños pesadísimos e innecesarios de otras series brillan por su ausencia, en acertada decisión. Boss tiene los ingredientes necesarios para convertirse en una serie de culto, pero alguien los está mezclando muy mal, o a mí me han pillado en una época inapetente y dispersa.

No sé. Pienso en su segunda temporada y la pereza infinita me atenaza la voluntad. Para qué lanzarse a la grabación legítima, o a la descarga ilegal. Ni los desnudos de Hannah Ware, con esos pechos ligeros del óvalo canónico, me animan a seguir. En el torbellino constante de las series uno a veces se marea, y se desorienta, y pierde el buen juicio del espectador avezado y veterano. La saturación anula el buen juicio. Ya llevo entre pecho y espalda demasiadas corruptelas políticas, demasiado pesimismo ciudadano: The Wire, The Newsroom, Margin CallBoss. Todas vienen a contar lo mismo: la miseria del sistema, el fracaso los sueños, la impunidad secular de los poderosos. Sólo otros poderosos igualmente corruptos vendrán a bajarlos de sus pedestales. Demasiada consternación, demasiada desazón. Es el espectáculo asqueroso del alma humana puesta al descubierto. La primera vez que una ficción de calidad empuña el bisturí y te enseña las tripas, lo flipas; la segunda, sacas tus conclusiones; la tercera ya lo das por consabido, y te aburres.



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