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En tierra hostil


🌟🌟🌟🌟

Yo, que soy nacido y criado en León, también vivo en tierra hostil, en el Bierzo, la comarca que reniega del escudo leonino. Las gentes de aquí son leonesas porque lo pone en el DNI, y porque a veces tienen que arreglar asuntos en la capital. Aquí todo es verde, y ondulado, y tiene acento gallego, y en mi patria todo es ocre, y allanado, y hablamos un castellano muy apreciado por el telemarkéting. Aquí comen pulpo, y no bacalao, asan castañas, y no chorizos, y matan por una empanada, y no por unas sopas de ajo. Es otra cultura, otro paisaje, un extrañamiento secular de puertos nevados. Y cuando los bercianos van a la playa,  o a la universidad, o al médico importante que les hará un segundo diagnóstico, cruzan los otros montes para irse a Galicia, que es su deriva natural, su comunidad más verdadera.


    Vivo en tierra hostil, sí, y además sólo quedan dos días para el Ponferradina - Cultural, que es el derbi provincial, el duelo de la máxima, que decían los antiguos locutores. Entro en las tiendas del barrio y todo está engalanado con bufandas de la Ponfe, camisetas blanquiazules, banderas del orgullo berciano... Los que saben de mi origen foráneo, cazurro, del otro lado del Manzanal, me lanzan unas puyas simpaticonas: forastero, cazurro, "invasor", os vamos a meter una manita que os vais a enterar, leonés, a ver dónde te escondes el lunes por la mañana para que no te encontremos y tal. Y yo, que no soy artificiero del ejército yanqui, pero sí llevo un chaleco antipalabras para que me reboten los alfileres, les sonrío con ironía, y les digo que menos lobos, y que un respeto, que yo soy de la capital y ellos del extrarradio provincial, y gilipolleces por el estilo mientras te cobran el pan, o te sirven el café, como de barón encastillado que ha bajado a la aldea para mezclarse con el populacho. Nos descojonamos de la risa, claro, los unos y los otros, pero eso es porque aquí no hay petróleo en el subsuelo.





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Detroit

🌟🌟🌟

La teoría cinematográfica de Ignatius Farray es una solemne tontería. Las películas no son mejores o peores porque se ajusten literalmente a lo descrito en el título. Alguien voló sobre el nido del cuco es una gran película aunque no salga ningún cuco en ningún nido, y El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una experiencia insufrible aunque ofrezca justo lo que promete. Ignatius lo sabe, y sus fans lo sabemos, pero por el camino nos echamos unas risas  jugando a las correspondencias entre los títulos y los contenidos.

    Según esta disparatada sandez que provocaría soponcios entre los fundadores de la Nouvelle Vague, Detroit tendría que ser una obra maestra del copón, porque se suponía que la película iba de eso, de Detroit, de la Motown, de la pujanza industrial,  de la violencia callejera. Y por supuesto, como tema central, una vez explicado el contexto anterior, de su problemática racial, que en el fondo es una problemática clasista de trabajadores que cobran cuatro duros en las fábricas y se ven condenados a la miseria de los arrabales, a la sanidad precaria, y a la casa ruinosa. Al futuro sin perspectivas.

Así las cosas, una mala tarde de esas que comentaba Chiquito de la Calzada, un par de exaltados apedrean un escaparate, arrojan un cóctel molotov, se enfrentan a cara de perro con la policía, y prenden la mecha de una revuelta  que en 1967 tuvo en jaque a toda la ciudad, y obligó incluso a la movilización de la Guardia Nacional. Cuarenta y tres muertos dejó aquella guerra civil que Kathryn Bigelow iba a plasmar en la pantalla porque estaba  asqueada y perturbada por la brutalidad policial que cincuenta años después retomaba las calles. La nueva persecución de los negros...

    El problema es que Detroit, lo que se dice Detroit, no sale mucho en Detroit. Y eso, en el Cahiers de Cinema de Ignatius Farray, es castigado con una solitaria estrella de las cinco posibles. Dos, a lo sumo, si la factura es buena, y los actores se lo curran. La decisión de Kathryn Bigelow es centrarse en los sangrientos sucesos del Motel Algiers y olvidarse del resto. Sabemos que la ciudad está ahí fuera, respirando, sangrando, pero se nos cuenta muy poco de ella. Cuatro pinceladas de las que ya veníamos informados. Nos falta la explicación, la referencia, el contexto histórico. Detroit termina siendo una película de psicópatas que entran en una casa y siembran el terror y la muerte entre sus habitantes, como una familia Manson cualquiera, o como aquellos hijos de puta sonrientes de Funny Games, la película de Haneke. Pensábamos que veníamos a una clase de historia y nos hemos quedado en un psicothriller de policías muy malotes.




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Zero Dark Thirty

🌟🌟🌟🌟🌟

Zero Dark Thirty, como película de acción, es impecable. E implacable. Todo lo que sucede en ella es pertinente y sumativo. No hay lugar para cuitas personales, para llamadas a la familia, para romances de catapún y tentetieso entre los agentes de la CIA. Los personajes de Zero Dark Thirty son todo magro, todo proteína. Héroes de acción como los Geyperman y los Madelman de nuestra infancia, a los que nunca poníamos a cagar, ni a prepararse unos bocadillos, a jugar una partida de póker mientras los terroristas de Sildavia urdían sus maldades. Nuestros muñecos, que estaban destinados temporalmente en nuestras habitaciones, también tenían sus mujeres, sus hijos, sus casas preciosas en las afueras de Los Ángeles. Sus affaires con las muñecas Barbie de nuestras hermanas. Ellos también tenían su vida personal, su momento humano de esparcimiento, pero nosotros, como Kathryn Bigelow en la película, dábamos todo aquello por supuesto y aprovechábamos el tiempo entre los deberes y la merienda para poner en claro nuestros objetivos militares, y empezar a repartir estopa hasta que sólo quedara un vencedor.

    Zero Dark Thirty no es sólo una película de acción. Pretende ser una recreación histórica, la narración minuciosa de cómo los americanos dieron con el refugio secreto de Osama Bin Laden, que finalmente no moraba en las cuevas afganas, camuflado entre pastores de barba de chivo, sino que vivía a dos pasos y medio de nuestras narices, en un ático fortificado con vistas a la civilización. El público americano se tomó muy en serio el relato, y lo aceptó como suele hacerlo con sus verdades oficiales, a pies juntillas. Osama era el demonio, vivió escabullido durante años en el quinto pino, y una bendita madrugada de mayo un grupo de soldados entró en su guarida y lo ejecutó con dos disparos certeros. Fin de la historia. Nosotros, sin embargo, los europeos conspiranoicos, los occidentales disidentes, sólo tenemos dudas en este asunto de Osama Bin Laden y su paradero. Osama es un personaje de origen turbio, de vaivenes inexplicados, de existencia fantasmal. Podría ser verdad lo que cuentan de él los americanos, y también una mentira tan grande como una montaña de Tora Bora. Quizá Osama ya estaba muerto cuando la CIA montó el operativo que nos cuentan en Zero Dark Thirty, y en aquella casa de Abbottabad mataron a otro tío y le pusieron unas barbas y un turbante para dar el pego. Quién sabe con estos fulanos. Tal vez Osama sigue evadido, conspirando contra Occidente. O trabajando en secreto para el Imperio, incentivando guerras que sostienen el negocio militar. A saber... 

    Zero Dark Thirty, que como película de acción es un sobresaliente, como película histórica no valdrá una mierda hasta que la desclasificación de documentos, o la traición de un nuevo Snowden, demuestren lo contrario. 



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