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El pionero

🌟🌟🌟🌟

Yo le tenía mucha ojeriza a este impresentable. Ahora que está muerto supongo que ya da todo igual, mi repelús y sus fechorías. Bastante tiene don Jesús, sepultado en el panteón familiar, con lo suyo... Pero cuando estaba de cuerpo omnipresente -en las radios, en las televisiones, en las portadas del As cuando guillotinaba a los entrenadores, o en las portadas de El País cuando le descubrían otro trapicheo- a mí se me subía la bilis por el esófago arriba (de cuando yo aún tenía vesícula biliar y podía decirse que estaba completo por dentro).  

    En la prensa seria, a Jesús Gil le atizaban por los cuatro costados de su inmensa barriga: la de izquierdas -que aún quedaba- porque era obvio que este tipo confundía los dineros públicos con los privados, que no entendía ni papa de crecimientos sostenibles, y que con los canutos no sabría hacer la oes de García Lorca, pero sí unos ceros que inflaban cifras en contratos sospechosos. Y luego estaba la prensa de derechas, que le atizaba porque veía en él a un rival político, a uno de los suyos, pero sin el freno en la lengua al que les obliga la Constitución. Un criptofascista que se ciscaba en las leyes que no le interesaban y se agarraba como una lapa a las pocas que ocultaban sus trapisondas. Uno derechas de toda la vida, vamos, pero sin educación de colegio privado, ni corbata comprada en la calle Serrano, porque total, para hacer propaganda política desde el jacuzzi de Tele 5, rodeado de fulanorras, a don Jesús le bastaba con la cadena de oro, el pelamen de recio soriano y la guayabera para cuando salía del agua y seguía diciendo tonterías sobre lo que España necesitaba y lo que él había venido a reformar.




    Pero luego, por las noches, estaban los periodistas deportivos de la radio, a los que sigo escuchando porque su tontuna me hace olvidar los problemas más serios y acuciantes. En la radio de aquellos años daba igual el dial que sintonizaras: Jesús Gil les caía a todos de puta madre, don Jesús, señor Gil, y tal y tal,  porque el Presi llenaba horas y horas de programación con sus salidas de tono, su caballo Imperioso, su cocodrilo, sus paridas racistas, su ego inflamado, su habla medio gangosa… Jesús Gil era un chollo, una garantía para el EGM. Periodistas que con otros dirigentes parecían inteligentes e imparciales, con Jesús Gil se convertían en lameculos lamentables, en reidores de sus chorradas. Ahí sigue, José María Garcia, llorando al exalcalde... A mí me daba vergüenza todo aquello, y también me daba vergüenza ser cómplice, en cierto modo, de aquel blanqueo de capitales, por escuchar el espectáculo.

    He venido a este documental de la HBO, El pionero, esperando que la HBO arrojara luz, distancia, sobre el personaje de Jesús Gil. Pero es como si no hubiera pasado el tiempo. Supongo que lo han hecho para que la familia colabore, y a los autores no les caigan querellas en los tribunales, que son temibles, los Gil, en estos asuntos. Pero aquí, en El Pionero, al patriarca le siguen riendo las gracias de cuando estafaba, de cuando distraía, de cuando desviaba fondos. De cuando se reía de la concejal opositora de Marbella o llamaba imbéciles a los ecologistas... En fin.

    Lo que pasa es que el documental, hay que reconocerlo, está muy bien hecho.




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Muerte en León

🌟🌟🌟

Acostumbrado a ver series criminales basadas en "true storys" que suceden al otro lado del charco, o al otro lado de los montes meseteños, uno ve Muerte en León con la rara sensación de conocer bien el lugar del crimen. De haber pasado cien veces por allí camino de la estación de autobuses, o paseando al perro, o dando largas caminatas por la orilla del río. Ahora ya no, porque vivo muy lejos, en el Otro País de los Leoneses, pero sí hace unos años, donde uno pacía en el mismo paraje donde nació, y la carne y el espíritu moraban más o menos por el mismo vecindario.


    Uno pensaba que el asesinato de Isabel Carrasco era una trama estrictamente provinciana, con sus urdimbres locales y sus desdichas de aldeanos. Un crimen que tuvo sus quince minutos de gloria -o de miseria- en los telediarios nacionales y que rápidamente dejó de ser noticia para los habitantes de Móstoles, o para las paisanas de Jaén. Por eso, cuando supe que la tele de pago estrenaba una serie de cuatro episodios inspirada en el asunto, sentí, en la entraña más imbécil del orgullo, que ya no era un leonés alejado de las cosas importantes, sino que había emparentado con esos hombres de mundo de Madrid o de Nueva York para los que un tiroteo en la calle es casi el pan nuestro de cada día. 

    Aunque hay que decir, para orgullo todavía más idiota, que una presidenta de la Diputación no es asesinada todos los días ni siquiera en Madrid, ni en Nueva York tampoco, aunque allí las llamen de otra manera y lleven Colts del 45 en las cartucheras. De todos modos, cuando uno lee las entrevistas en la prensa local, el responsable de Muerte en León parece un poco sorprendido por la aldeanidad del asunto. Como si se arrepintiera de haber diseccionado un crimen que al final no tenía morbo ni pedigrí. Ni moraleja. Ni nada de nada. Un odio muy particular y muy visceral que terminó como tantos odios de nuestra vasta geografía: con un tiro a traición y "un no me arrepiento de nada". Una villanía sin glamour. Un ajuste de cuentas vecinal. Un crimen de provincias muy lejanas donde -casi- nunca pasa nada. 




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